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Primero: gritos
-¡Ahora es cuando se ha acabado! ¡Ahora!
Escuché esas palabras e instintivamente miré a mi madre. En la casa donde pasé mi infancia nunca se elevaba la voz y mucho menos se gritaba de esa manera. Mantuve mi vista en su cara esperando un gesto de reproche o un comentario airado, pero en su lugar sólo encontré mutismo y una expresión de incredulidad. Fue en ese momento, al ver que ella también me miraba a mí, cuando tomé conciencia de que esas palabras habían salido de mi garganta.
Mi cerebro me envió un mensaje claro: huida. Tenía que salir de allí. Así que sin pensarlo más cogí mis cosas del armario del recibidor, lo cerré de un portazo y revolví nerviosa todo lo que llevaba en el bolso buscando la llave del coche a tientas con la mano. Estaba temblando y no atinaba. Nunca encontraba tiempo para organizar todo lo que había allí dentro: tiques de compra ennegrecidos y doblados, la funda vacía de un paraguas plegable perdido hace meses, bolígrafos resecos sin capuchón, capuchones sin bolígrafo, paquetes abiertos de pañuelos y otros pequeños objetos que algún día fueron útiles pero que ya habían sido olvidados. Todo acumulado ahí abajo, en el caos del fondo. Nada del exterior del impecable bolso de marca de 2.000 euros hacía sospechar que en su interior todo estaba desordenado, gastado y sucio. Exactamente igual que me ocurría a mí, su dueña.
Empecé por fin a oír voces exaltadas a mi espalda, pero me negué a escucharlas. Mientras buscaba la llave a la vez que bajaba frenética las escaleras pensé por un momento en mis hijos, en cómo iban a volver a casa si me marchaba así y me llevaba el coche. –Bueno. Ya lo resolverá su padre-, me dije entre dientes. Pablo ya sabía que cada vez que esa nube oscurecía mi mirada, necesitaba escapar, conducir durante unos minutos, detenerme en un sitio solitario, llorar y gritar. Gritar por todo y por nada. Y que luego volvía, ya calmada, aparentando ser una persona normal.
Cuando finalmente apareció la llave me senté al volante del coche y respiré. Siendo sincera, más bien emití un ruidoso y largo bufido. Por alguna razón, ahí sentada me sentía libre. Aun así, creo que conduje hasta mi casa sin ser totalmente consciente de lo que hacía. Sin prestar atención a los viandantes, ni a los otros conductores, ni al trayecto, que de tan conocido no necesitaba ser atendido. Cuando llegué a casa me quité de dos tirones los zapatos y los tiré al suelo. Enseguida el bolso fue a hacerles compañía. A la mierda los 2.000 euros. Fui al baño y me senté en el inodoro. El sonido del chorro de la orina chocando contra el agua del fondo me trajo de nuevo al presente y en ese momento noté que tenía una herida en la mano. Realmente dolía mucho, no sé cómo no lo había notado antes.
Segundo: sangre
El dolor y la vista de la sangre me hicieron recordar a mi terapeuta. No sé por qué, porque ella no se ocupaba de ese tipo de heridas. Hay que reconocer que la mujer se esforzaba conmigo. -Tienes mucha ira reprimida-, me decía. -Tienes que liberar la ira-. Al parecer, era ira lo que yo debería sentir, sin conseguirlo. Porque yo no la sentía nunca, salvo contra mi propia persona, claro. Pero por lo visto esa no contaba. -No me refiero a ese tipo de ira- contestaba cada vez que yo le explicaba cuantísimo me odiaba a mí misma. Yo me encogía de hombros sin comprender. ¿Sería ira lo que sentía ahora mismo? ¿Estaría sintiendo por fin lo correcto? Porque no cabía duda de que algo estaba sintiendo, algo muy intenso. Algo que no sabía identificar. Desde luego la mano me dolía, igual era eso. Podía ser.
La miré y vi que tenía algo clavado en la muñeca, una astilla grande y puntiaguda de color verde. ¿Era un cristal? Eso parecía. Un cristal tan grande que pude retirarlo sin problemas con los dedos. Al hacerlo, apareció en su lugar una herida enorme, o al menos enorme me pareció a mí, que se puso inmediatamente a sangrar. Me quedé embobada mirándola, con la mano suspendida en el aire mientras la sangre iba cayendo al suelo formando unos círculos perfectos que al juntarse unos con otros iban dejando de serlo. Me di cuenta de que ver caer la sangre me gustaba. Era imposible ignorarla, de la misma forma que ocurre con las llamas o las olas del mar. Igual que ellas era hipnótica y bella. Incluso se me ocurrió que yo haría una bonita estampa para los policías y los forenses si me caía muerta allí mismo, con mi vestido caro y mis mechas californianas, en una postura así, como de dormida, en medio de un precioso charco rojo. Pensé que debía recordar colocarme bien si la cosa empeoraba y empezaba a marearme. Que no costaba mucho hacer un último esfuerzo.
La última vez que había visto gotas tan grandes de mi propia sangre en el suelo blanco del baño casi me desmayo. Fue en la ducha, tenía once años y ya sabía que tenía que ocurrir, que tonta no era. Pero aun así me sorprendió y me asustó tanto que no podía respirar. Como si en algún lugar dentro de mí se hubiese accionado una alarma. Porque había una parte en mí muy propensa a accionar alarmas. Esa que a veces me hacía parecer una chiflada, que ignoraba el sentido común y me decía que sólo hiciera caso a esa sensación en mi garganta y que gritara, que gritara fuerte. Aunque era inútil porque por aquel entonces yo nunca gritaba. Jamás. Y tampoco entonces lo hice, sino que resolví el problema como pude y me fui a dormir.
Tercero: amor
Dice mi terapeuta que cuando no has conocido otra cosa tu familia te parece normal. Sea como sea. Aunque sea horrible. Que para que te des cuenta de que no lo es necesitas conocer otra que sí lo sea. Necesitas ver en otros, o experimentar tú misma, el amor de verdad. Que una vez que conoces el amor limpio y libre ves la realidad y ya no hay marcha atrás. Ya nadie puede darte gato por liebre. Y entonces la tapa de la mentira salta y todo lo que estaba en orden se desordena y todo lo que parecía verdadero y normal se vuelve falso y ya nada de lo que creías que eras y sabías tiene sentido. Y vas a terapia, añadiría yo, a ver si alguien puede explicarte por qué te despierta siempre la misma pesadilla, por qué a veces no pareces dueña de ti misma y te domina una angustia inexplicable.
A mí eso me pasó cuando conocí a mi marido. Nadie entiende por qué se fijó en mí, yo creo que ni él mismo lo entiende. Para ser exactos, sí sé por qué se fijó en mí, porque todos los hombres lo hacían. Fijarse en mí, pero sin verme. Pero este fue distinto. Se fijó, y también me vio. Vio la nube de mis ojos, aunque yo sonreía empeñada en ocultarla. Y quién sabe por qué después de verla no cambió de idea, sino que quiso seguir a mi lado. Tengo que preguntarle otra vez si no se ha arrepentido, diez años y dos hijos después. Que no se me olvide hacerlo si no muero hoy en un bello charco de sangre. Seguro que me dice que sí, que se ha arrepentido. Es lo que haría yo si me casara conmigo.
Claro que a mi madre le extrañó nuestra boda más que a mí. Siempre que tenía un nuevo novio le parecía demasiado para mí y le pronosticaba un breve paso por mi vida. He de reconocer que, hasta que llegó Pablo, siempre acertó. Incluso después de nacer nuestros hijos, a veces me abordaba a solas para aconsejarme que me arreglara siempre y que tuviera cuidado de no mostrar mucho mi verdadero carácter. Un terrible error que según su experta opinión haría huir despavorido a mi incauto marido. Un encanto, mi madre. Quizás por cosas como esa no iba mucho a su casa.
Cuarto: momentos
Entrar en la casa de mi infancia me provocaba extrañas reacciones. Por ejemplo, nada más entrar abría la nevera y la puerta de la despensa a mirar lo que había. Siempre lo hacía, aunque no tuviera hambre. Realmente no había mucha diferencia entre saludar a mi madre y abrir la nevera, la verdad, y si la había era a favor de la segunda, que al menos siempre tenía algo agradable que ofrecer. Otra cosa que me ocurría nada más pisar el felpudo de la entrada es que me ponía a hablar muy bajito. Era entrar por la puerta y convertirme en una especie de indio sioux a quien ningún rostro pálido podría detectar entre los muebles. Porque en casa de mis padres el peor de los crímenes era ser oído por los vecinos. Nada, ni las pisadas, ni las risas, ni mucho menos llantos o gritos infantiles debían traspasar los muros del hogar. Para mi madre sus vecinos eran personas muy importantes, como un tribunal de los buenos modales siempre alerta, y en su imaginación los dotaba de un oído agudísimo. Ser oído a través de los tabiques te convertía en un ser desquiciado a quien nadie querría saludar en el ascensor. Un paria de la sociedad. Una familia decente de nuestro bloque debería dejarse descuartizar, si era necesario, sin armar escándalo.
También las cortinas eran muy importantes para mi madre. Puede parecer exagerado, una deformación de los recuerdos infantiles, uno de esos juegos de la memoria, pero no lo es. Mi madre estaba literalmente obsesionada con las cortinas. Parecía atribuirles sentimientos y se preocupaba mucho y se ocupaba también de que nunca sufrieran la humillación de sentirse sucias, arrugadas, llenas de polvo, manoseadas sin necesidad, recogidas sin gracia o pasadas de moda. En la casa de mis padres rendíamos pleitesía a esos seres y jamás osábamos molestarlos.
Tampoco mis hermanos iban mucho a visitarlos y por eso nos veíamos poco. La mayoría de edad nos fue catapultando a todos en diferentes direcciones, como una de esas bonitas palmeras que hacen los fuegos artificiales, ¡pum!
Quinto: Möet & Chandon
Pero hoy era el cumpleaños de mi padre y allí estábamos todos. Sólo faltaba mi hermano Marcos, el pequeño, que siempre se las arreglaba para estar en otro hemisferio cuando tocaba celebrar. Pablo y yo habíamos llevado unas botellas de Möet & Chandon para brindar a pesar de la insistencia de mi madre en que nunca, bajo ningún concepto y por nada del mundo lleváramos nada. Pero a las dos en punto aparecimos allí con las botellas bien fresquitas, ignorando también su opinión, por todos conocida, de que beber Möet & Chandon es de paletos. Mi madre es el ser humano que ostenta el honor de haber desenmascarado al Möet y a los BMW, esos coches de nuevos ricos con prisas, dejando ver al mundo la evidente zafiedad de ambos, basándose en alguna razón tan obvia para ella como oculta para el resto de la humanidad.
Sin embargo, durante la cena, mi padre no paraba de servirse Möet haciendo como que no veía que mi madre trataba de flambearlo con la mirada, aprovechando el alcohol que llevaba encima. -Cómo eres Silvia-, le decía pellizcándole suavemente el moflete, de evidente buen humor, a la vez que dejaba justo delante de mi cara la botella vacía.
-Se ha acabado-, dijo entonces, dirigiéndose a mí.
Acto seguido, se echó hacia atrás en su silla, frotándose con una mano la barriga y dando una palmadita a mi hija con la otra, aprovechando que la niña pasaba a su lado intentando esfumarse de la mesa y largarse con sus primos a ver la televisión.
Se ha acabado. Se ha acabado. Se. Ha. Acabado.
Sexto: ira
El recuerdo del sonido de esas tres palabras llegó a mi mente como procedente de un túnel largo y oscuro, y resonó en mi cabeza provocando un súbito e intenso dolor. Y de repente, así como estaba, masajeándome las sienes con los ojos cerrados, sentada aún en el inodoro, lo recordé todo.Me vi a misma en la mesa, dejando lentamente el tenedor y el cuchillo sobre el mantel y clavando la vista en mi padre, muda. Noté de nuevo la misma náusea en la garganta y mi intento por contener el vómito. Oí de nuevo la voz de mi madre, igual que cuando estaba allí todavía, diciendo: -Hija, qué te pasa. Pareces una lunática. Hay que ver Pablo, qué paciencia tienes. No sé cómo la soportas-.
Me vi a mi misma con la edad de mi hija, en mi cuarto, oyendo los pasos de mi padre acercándose por el pasillo. Lo vi sentarse a mi lado y darme palmaditas como la que acababa de dar a mi hija. –Eres mi princesa- decía. –No eres como tus hermanos, tú eres especial. Por eso papá y su princesa van a jugar a un juego especial. Pero no se lo digas a nadie-, decía, -porque si se lo dices a mamá o a tus hermanos se pondrán celosos, se enfadarán contigo y no podremos jugar más-. Y noté otra vez el llanto en mi garganta y me oí pronunciar aquellas lejanas palabras. -No papá. Así no. Por favor. Así no-. Y volví a verlo levantarse, atarse el cinturón y decirme con una sonrisa en la cara: -¿Lo ves tontita? Si no ha sido nada. Ya se ha acabado-.
No recuerdo muy bien lo que vino después y menos aún con este maldito teléfono que no para de sonar y no me deja concentrarme. Vienen a mi cabeza imágenes de mi padre en la alfombra, con una botella rota de Möet a su lado, una mancha roja en su cabeza y otra salpicando las cortinas, pero son muy borrosas y no paran quietas. Vienen y van, vienen y van. Tal vez sólo son una creación de mi mente, que trata de hacerme creer que tengo más dignidad y más valor de los que realmente tengo. Lástima que en mi imagen no consigo hacer que mi padre se coloque en el suelo a esperar a la ambulancia de forma mínimamente distinguida, sino que lo veo así como desmadejado y con la boca abierta. Ya sé que lo exterior no es lo más importante, no soy ninguna frívola, pero imaginarlo así tirado de cualquier forma no me gusta. Al fin y al cabo, es mi padre.
Sigo estando un poco aturdida, pero al menos ya se ha callado el dichoso teléfono. A ver si puedo descansar. Y que no se me olvide mañana llamar a mi psicóloga para decirle que tiene razón. Como siempre. Que sí que tengo ira reprimida. O mejor dicho, tenía. Se va a alegrar mucho con los progresos que he hecho con la terapia. Seguro.
FIN
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