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Estaba acordándose tontamente de la pequeña Marta, como casi siempre, cuando de pronto Daciano tuvo frío, mucho frío, y pensó que aquello no era el cierzo normal que uno esperaba que cruce los Pirineos, soplando desde la vertiente francesa sobre la copa del Pic du Midi; aquel viento era más bien polar, siberiano, y cualquier mortal en el valle de Tena diría que soplaba por lo menos a diez o doce grados bajo cero. Daciano notó el frío en el cuerpo y en la cabeza, en la arcada dental, en esas piezas al aire sobre las que jamás había podido permitirse unos implantes en sus cuarenta años largos de profesión mal pagada, y sobre todo notó una vez más el frío en la espalda recorriéndole de arriba abajo el espinazo, a pesar del eficaz anorak de gore-tex de la Escuela Española de Esquí.Otra semana, otro grupo de esquiadores. Otra media docena de gentes de Bilbao, Madrid, Pamplona o Zaragoza deseosos de arrear pistas abajo, de hacer deporte, de presumir de equipo y de atuendo, de dejarse una fortuna en hoteles, telesillas y cursillos, y el cráneo y los ligamentos de las rodillas en las pistas. Lo que solía reírse su Martita de todos éstos. Y él se lo preguntaba a sí mismo cada año que le quedaba para la jubilación: ¿Cómo es que seguía funcionando aquello? ¿Cómo seguía facturando la estación aquella fortuna anual? ¿A cambio de frío, de resbalones, de golpes, de telesillas paradas en la ventisca? ¿Sin que nadie obligara a nadie?— ¡Muy buenas, Daciano!Reconoció en seguida al doctor, un cirujano plástico de Vitoria, esquiador experto, que venía a la estación solo cada año. Lo reconoció tras el gorro y las gafas iridiscentes y el baff, aquella especie de cachirulo polar. Iñaki. No sabía más. Nadie sabía más de nadie en aquellos cursillos. La mayor parte de las veces no llegaban a quitarse las gafas para presentarse o para despedirse.Daciano tosió con ruido, con dolor en el pecho. Ante el atlético Iñaki, se vio a sí mismo más bajito que nunca, más enjuto, más viejo que nunca.—Hombre, doctor. Otro año más por aquí… —No supo si lo decía por el otro o por él mismo.— ¿Qué, Daciano? ¿Cómo lo ves este año? ¿Nos jubilamos ya o no?—Calla, calla. Qué nos vamos a jubilar antes de tiempo. Con lo jodido que tenemos el retiro, los monitores.Risas. Tuteo. Siempre le había resultado un misterio, desde hacía tantos años, desde su servicio voluntario en el vecino Canfranc, en la Escuela Militar de Montaña. Venir a esquiar por gusto. Entonces era distinto, claro. Entonces esto no lo hacía nadie; uno escalaba en pleno invierno por el Tobazo o la Tuca con cuerdas y crampones, uno marchaba sobre la nieve con o sin raquetas, y se tiraba a tumba abierta con los viejos esquíes de madera por el tubo de la Zapatilla zigzagueando sobre la nieve virgen por obligación, y el sargento lo alentaba a uno aunque pareciera insultarlo. Había esa sensación de ser más hombre que nadie, el único del mundo que podía sobrevivir tres días en el Monte Perdido sin víveres y manejar por igual el piolet y el Cetme. Había risas, verdaderas risas, y rancho con ternasco del Pirineo y aguardiente de orujo y Celtas cortos. Había desprecio infinito por los señoritos ociosos de Candanchú y Formigal y bromas de cuartel sobre sus señoras.Y nunca hizo frío. Nunca tanto frío como ahora.De repente, un crujido, un frenazo, y un montón de nieve salpicada que se le vino encima. Otro tablista de mierda. El adolescente abrió la boca, y por un segundo Daciano pensó que iba a disculparse.—Hostia, jefe. Qué puta rasca que pega.Aquellas tablas, aquellas botas, aquellos enormes pantalones caídos, aquella forma de hablar. Entonces era distinto, sí. Si él se hubiera dirigido así a su padre o su maestro a los dieciséis años, a su sargento en la Escuela; qué habría sido de él. Trató de disimular su irritación con aquel delincuente del snow-board, y tosió otra vez con mucho ruido mientras lo mandaba entre dientes a tomar viento fresco.Viento helado, más bien; el que seguía soplando sin piedad sobre el valle de Izas, trayendo las nubes al valle por encima del pico Royo, mientras el grupo de cursillistas se reunía en torno a él. Pronto habría muy poca visibilidad, y eso podía ser un problema tratándose de un cursillo nuevo, donde todavía no conocía a todo el mundo. Decidió agarrarse a la rutina, y saludó emboscado detrás de las gafas a aquella media docena de enfermeras, estudiantes, mecánicos o empresarios venidos de todas partes para que él, Daciano, les enseñara a esquiar —La remota risa mordaz de su Martita volvió a llenarle la cabeza—.Y en seguida, tras las correspondientes presentaciones, todos a la silla, a remontar el valle antes de las primeras bajadas de tanteo.— ¡Eeeeeh! ¡Esperadme…!Una rezagada llegaba corriendo con los esquís al hombro. Daciano miró el reloj, molesto, y pulsó su operador de radio para comunicar con la Escuela.—Aquí Daciano. Oye, me dijisteis media docena nada más en este cursillo avanzado… Y me mandáis una más.—No te copio bien, Daciano. (…) ¿Daciano? ¿Daciano?—Bah. Corto y fuera.Daciano ya había desconectado el receptor, airado. Se quedó mirando a la rezagada con gesto impaciente mientras se colocaba los esquís. Aquel aire… El resto del cursillo iba ya subiendo en la silla, remontando el valle de Izas en la ventisca helada. Esperó hasta que la otra acabó de colocarse las tablas y se sentó junto a ella en el telesilla. Quince o dieciséis años, morena, no muy alta, bien proporcionada. Aquel olor tan tenue a perfume. Aquel rostro tras las gafas de ventisca…—Hola. Yo soy Daciano.—Ya. Ya sé.—Pues yo a ti no te conozco, creo. ¿Cómo te llamas?—Marta.—Vaya. ¿Todas os llamáis Marta, o qué?—Ya. No hay más que Martas por todas partes. Qué bien que me haya aceptado usted en el cursillo.—Tutéame, hija. ¿Me conocías, o qué?—Todo el mundo cuenta maravillas de usted.— ¿Maravillas…? —Un consuelo, eso de ser una leyenda después de cuarenta años enseñando a esquiar. Daciano volvió a tener frío, muchísimo frío.La ventisca le traspasó literalmente el anorak, y se puso a toser de nuevo —. Bueno, pues espero que sepas esquiar como es debido. Yo ya no enseño a principiantes.—Ya lo sé. Usted no.—Que me tutees.—Vale.El gesto resuelto e inteligente. Daciano no pudo evitar una gran sonrisa desdentada, que se tapó con el cuello del anorak, y que todavía le flotaba en la cara cuando se bajó de la silla y reunió al grupo. Marta. Dieciséis años. El mismo aire, la misma decisión de persona mayor. Notó acercarse uno de sus ataques de agitación y melancolía.A la mierda. A esquiar. Iba a intentar, como cada semana, como cada año, pasarlo bien. Ya no pedía más. Pasarlo bien, y no pasar frío. Tanto frío.Rompió de nuevo a toser.Un buen grupo, pudo comprobar en seguida. Daciano detectaba al momento a los esquiadores expertos, sin problemas, que eran la base necesaria que más apreciaba, donde intentar pulir pequeños defectos en la flexoextensión o en los giros rápidos. La mañana fue un continuo remonte de valles y rápidos descensos en pistas negras, en los tubos más complicados, en nieve virgen fuera de pistas. De Lanuza a los tubos del pico Escarra, de allí a Tres Hombres, de Tres Hombres al Collado y las laderas del Anayet, de allí al Portalet, tan cerca de la frontera francesa que uno ya no sabía en realidad en qué país esquiaba. Un buen grupo. Demasiado bueno, para ser honestos. Apenas podía seguirles por las pistas. Apenas podía mantener el ritmo aquella maldita mañana helada.A mediodía volvió a subirse en una de las sillas más lentas, y detectó otra vez aquel olor tan tenue y tan de casa. Marta lo miró fijamente por detrás de las negras gafas de ventisca.—Daciano…—¿…?— ¿Qué otra Marta conoces?—Tuve una hija que se llamaba así. Como tú. Y también esquiaba. Tan bien como tú. No. Mejor.—Tenía quien le enseñara…—Sí.La silla siguió avanzando en el silencio del valle, tan sólo el viento helado silbando junto a las orejas y el sordo traqueteo del cable móvil al rebasar las torretas.—Era muy lista. Se reía de todo. De mí. De su madre. De todos nosotros, y de vosotros, los esquiadores de temporada. Iba a retirarnos, decía. Quería estudiar —Daciano sintió un escalofrío insoportable—. Medicina…Blablablá. Estaba haciendo el ridículo. Se volvió a la chica sosteniéndole la mirada, seguro de que las gafas de esquiar y el baff en la cara ocultaban perfectamente los ojos rojos y los dos tercos lagrimones que resbalaban ya mejilla abajo.—Y… ¿qué le pasó?—Pues que se echó novio. ¿Te he dicho ya que era muy guapa? Tanto como tú. No. Más.Marta se levantó las gafas de ventisca sobre la frente, mostrándole sus enormes ojos azul oscuro. Daciano sonrió.—Bueno. Puede que más que tú, no. Pero era guapa. Se la rifaban en todo el valle, desde Sallent hasta Jaca. Pero ella se encaprichó de aquel recluta de la Escuela de Montaña… Fermín, se llamaba. Dos años más que ella. Tenía moto. Se la llevaba a mi Marta a todas partes, en verano y en invierno…La silla se paró entonces. Se paró de repente, a medio camino entre dos torretas, el cable inmóvil basculando sobre las laderas del pico Tres Hombres, a cuarenta o cincuenta metros del suelo invisible en la ventisca.—Vaya.— ¿Qué pasa?—Nada, ya sabes. Estas sillas antiguas. Se paran solas cuando hace viento. Es automático, como medida de seguridad.—Pues qué rabia. Con el frío que hace.—Será cosa de minutos, como mucho.La ventisca era tan violenta a ratos que hacía balancearse la silla suspendida sobre el valle, y la visibilidad tan baja que impedía distinguir las sillas vecinas por delante y por detrás. Daciano volvió a tiritar y a maldecir aquel viento polar de importación que movía la nieve en remolinos azulados por encima de las cumbres. Se empezó a preguntar si no tendría fiebre.— ¿Fermín, has dicho?—Sí. Fermín.—Qué casualidad. Como mi novio…Daciano la notó enrojecer, a pesar de la protección facial y las cremas solares.— ¿Pero tú tienes novio? ¿A tu edad?— ¿No tenía también novio tu Marta?Otra vez aquel gesto resuelto, desafiante, de persona mayor, que le hizo volver a sonreír y a transportarse en el tiempo.—Sí tenía. Fermín se llamaba, como el tuyo. Un buen recluta, muy bueno, del regimiento de escaladores y esquiadores de montaña. El que fue mi regimiento en la Escuela, también. Era un gran chico, la verdad.— ¿Qué pasó, Daciano?El viento volvió a arreciar — ¿doce, catorce grados bajo cero? —, balanceando de nuevo la silla sobre el valle nevado y casi invisible ahí abajo. Daciano pulsó de nuevo su transmisor de radio.—Aquí Daciano. ¿Me oís? (…) ¿Me oye alguien?—Afirmativo. Te copio, Daciano. Cambio.Los modos de experto radioaficionado; la desesperante gente joven de la Escuela de Esquí.—Oye, ¿qué pasa? Estoy colgado en la silla de Tres Hombres —le interrumpió un acceso de tos—. Hace un frío del carajo. Esto no hay quien lo aguante.—Malas noticias, Daciano (…). Un fallo de corriente en todo el valle (…). Se han parado todas las sillas.— ¿Todas?—Afirmativo. (…) La cosa va para largo, nos dicen (…).— ¡Para largo!—Afirmativo. (…) Vamos a esperar confirmación, y lo antes posible empezaremos la evacuación de los arrastres. (…) Están avisados Protección Civil, Bomberos, policía…—Mierda.—Estamos atentos a lo que nos digan… No podemos hacer más, Daciano. Estate tranquilo. Tengo otra llamada. Corto (…).— Mierda. Mierda.Daciano miró a Marta, callado, inmóvil, la cara tapada por el atuendo alpino y las gafas, intentando no traslucir los labios tiritones, los escalofríos, el terror que empezaba a invadirle. Tenía fiebre, sin ninguna duda. La pequeña Marta estaba serena, tranquila pese al grave contratiempo, confiada junto a un veterano monitor de la Escuela de Esquí. Junto a un padre.— ¿Y qué pasó, Daciano?— ¿Cómo?— ¿Qué pasó con tu hija?—Ah. Aquello. Bueno, Fermín la llevaba en su moto a todas partes. Un día de permiso vino a buscarla al pueblo para llevarla al cine, a Jaca. Hacía malo; casi tanto como hoy. Intenté quitarles la idea de la cabeza, pero Marta era igual de terca que yo. Y Fermín también. Era igual que ella.— ¿Y qué pasó?—Qué iba a pasar. Que no llegaron nunca. Debieron de salirse de la carretera cerca del túnel de Escarra. No los encontraron hasta la primavera, allá en el fondo del pantano. Con moto y todo.Se le cascó un poco la voz, y volvió a tiritar, agitando los hombros, contemplando la nada blanca en la ventisca, las gafas empañadas de vaho y los ojos empañados de lágrimas. Aunque hace ya tanto tiempo de eso, intentó decir, pero se le rompió la voz en un sollozo. Maldición. Estaba enfermo. Y estaba haciendo el ridículo más espantoso ante aquella cría.—Daciano…No se atrevía a mirarla, pero la notó acercarse en la silla, correrse de sitio poco a poco acercándose a él hasta darle un cálido abrazo.—Pobre Daciano…Daciano quiso estrechar también a aquella chica, a aquella Marta recién conocida, en un protector abrazo paternal en medio de la ventisca, pero sólo sintió frío. Muchísimo frío.* * *Según el médico de Emergencias que lo certificó, Daciano pudo fallecer de un paro cardíaco secundario a una bronconeumonía con edema agudo de pulmón e hipotermia. Ya era cadáver en el momento de rescatarlo de la unidad de telesilla en la que se le encontró sentado, muy tieso, cubierto de nieve y agujas de hielo, y absolutamente solo.
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