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Hacía tiempo que no se enfrentaba a un papel en blanco. Había luchado contra muchos demonios los últimos meses, o quizás años, pero las batallas más complicadas solía librarlas armada con munición en forma de tinta negra, rasgando la bandera blanca impoluta que yacía, pacífica, sobre la mesa.
Resulta que una de las cosas que se aprende con el tiempo es que hay mil formas de mirarse en el espejo y no todas ellas implican ver nuestro reflejo en un cristal. Vaciarse frente a un papel en blanco puede ser una buena forma de hacerlo.
A ella le solía gustar encontrar el hilo conductor dentro del caos de sus pensamientos. Tirar de él y retorcerlo de mil maneras hasta darle forma de letras que caen, delicadas, sobre un lecho níveo, intentando incrustarlas, bien afiladas, para dejar huella en algún lugar ordenado de su complejo pensamiento, por recóndito que fuera.
Alzó la vista para mirar a través de la ventana. Un oscuro día de noviembre, de esos en los que el frío, indiscreto, ha comenzado a apoderarse de las calles, recorriendo cada esquina con el mismo descaro que un niño cuando hace una pregunta incómoda sin ser consciente de ello. Quién fuera niño, pensó. Absorta en estos pensamientos, fue cayendo la noche, y la oscuridad llegó con una sonrisa socarrona para dejarle ver su reflejo en la ventana. Casi prefería el papel. Cientos de simas recorrían tortuosas su rostro. Los párpados cubrían, pesados, unos ojos que antaño fueron grandes, llenos de vitalidad, y que ahora llevaban tantos años encima que parecían demasiado cansados para erguirse. Reconoció en esos dos profundos pozos rebosantes de experiencia la mirada ingenua que solo tienen los niños y los ancianos, sabiendo que la niñez no le quedaba, precisamente, cerca.
Se llevó la mano a la rodilla. Ya casi se había acostumbrado a ese dolor intermitente y a la rigidez matutina, pero a veces volvía a pasarse a saludar de deshoras. Volvía tan intenso como el hiriente viento de cada uno de los inviernos vividos, que araña la piel, que cede, que viene y va. Volvía para recordarle con sarcasmo que hubo un tiempo en el que se reía cuando le decían eso de que los huesos duelen más con los cambios de temperatura.
Ese tal tiempo, qué rápido pasa. Recordó con nostalgia sus primeras canas, allá por los treinta, en la sien derecha, que se asomaron un día cualquiera de manera inesperada, tímidas, pero con esa característica rebeldía adolescente que paradójicamente había quedado atrás. Hacía años que había dejado de visitar la peluquería para esconderlas.
La soledad inundaba aquella habitación que algún día fue compartida, pero que hacía tiempo que acogía la única presencia de una anciana, y la visita esporádica que una simpática mujer que trataba de llenar con algo de compañía los días melancólicos de alguien que ya había perdido a su compañero de vida. También habían pasado años desde que mandó retirar la cama de matrimonio y sustituirla por una más pequeña, de esas articuladas que recomendaban. Lo cierto era que prefería encontrarse con el abismo al borde de una algo más humilde, que con la fría llanura inhóspita que quedaba al otro lado del lecho donde solía acostarse con él.
Trató de agarrar con su mano temblorosa un bolígrafo, de esos de propaganda que solía tener junto al teléfono, y se dispuso a retomar las líneas de la guerra del recuerdo. Tiempo atrás escribía pequeños relatos y pasajes. Después, las cosas cotidianas que había hecho durante el día. Ahora se limitaba a escribir una y otra vez la fecha de cumpleaños de algunos allegados, las citas médicas a modo de recordatorio, o advertencias como “cerrar la llave del gas” y “echar el cerrojo de la puerta”.
“El miércoles que viene tienes que ir a la consulta de Cardiología” leyó en una de sus notas. No recordaba haber escrito tal cosa, pero, indudablemente, aquella caligrafía trémula había nacido de su puño y letra.
A veces se sorprendía a si misma leyendo otro tipo de notas como “dar de comer a las gallinas”, que por supuesto, dejó de tener al abandonar la casa del pueblo. Se preguntaba por qué año vagaría su cabeza en el momento de escribir tal cosa. Qué curioso eso de navegar a saltos por el mar de los recuerdos.
Quizás más que la batalla del recuerdo estuviera librando ya la del olvido.
Una lágrima se deslizó tambaleante por el mapamundi que dibujaban las grietas del rostro que había mirado hacía un momento. No quiso mirarlo más, y es que ver llorar a los ancianos era algo que nunca había sabido llevar bien. Ni siquiera si se trataba de sí misma.
Se preguntó por cuánto tiempo le abrazaría esa lucidez; cuándo decidiría abandonarla a su suerte, a merced de las oscuras formas que habitaban la noche, los demonios que se revolvían en su cabeza y las garras del olvido que acechaban alrededor, como buitres hambrientos de memoria, devorando uno a uno cada uno de sus recuerdos. Había algo que moría cada día un poco más dentro de su cabeza, que se iba apagando de manera lenta y dolorosa. Aquellos buitres lo sabían y seguían volando en círculos sobre cientos de momentos vividos. Le alivió saber que aún no habían descubierto la sonrisa inocente de sus nietos. Eso sí que no.
Pensó que cualquier dolor físico sería preferible al de la pérdida de su propia esencia. Se sabe que el dolor es inherente a la vida, sobre todo cuanto más nos aproximamos a la muerte. Nacemos sabiendo que algún día moriremos. Sin embargo, de los buitres de los recuerdos y del cementerio de la memoria sabemos más bien poco. Y qué duro, y qué triste.
Y, es que, cómo duele olvidarnos hasta de quiénes somos.
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