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MEDITABUNDO, acababa de rellenar la primera parte del certificado, esa que se refiere a los datos personales, cuando entró en la habitación mi hija con su vitalidad arrolladora, preguntándome:
-Aita, Aita…. ¿El tato?
El tato, estaba dando los primeros pasos, me acuerdo perfectamente, cuando, asustado por el grito de su madre por su cercanía al radiador, se había levantado y, haciendo uso de un reflejo innato se puso a correr iniciando de esa manera su independencia del suelo. Había pasado una etapa más en su crecimiento; a partir de ahora ya no nos necesitaría para coger las cosas y comenzaría a descubrir todos los pequeños detalles que le rodeaban.
El tato estaba en la escuela, todavía no había vuelto; era un poco travieso y no rendía adecuadamente en los estudios, por lo que su madre y yo habíamos decidido estar más pendientes de él, vigilarle un poco más en la realización de sus tareas escolares; la maestra nos había dicho que era un niño muy inquieto, con mucha vitalidad; que era preciso que tuviera una persona constantemente ocupada de él. Yo, con cara de circunstancias, aceptaba la regañina de su educadora, pero en el fondo estaba orgulloso de él cuándo me contaban todas las picias que hacía. Estaba en una etapa en la que el descubrimiento del mundo de la manera más natural posible iba a ser beneficioso para su integración en esta sociedad en la que el que está más preparado en todos los sentidos es el que triunfa.
A veces, me preguntaba si el preocuparme tanto por él, de que aprendiera lo que yo no conseguí en mi época, no era acelerar demasiado su educación, y si con este propósito no le enseñaba aquello que yo sí tuve, que en realidad era lo que mejor podía darle.
-Aita, Aita… ¿El tato?
El tato estaba agachado debajo de mí y miraba por entre mis piernas un pequeño conejo montes que habíamos divisado aquel día en el campo; él, que no había salido de la urbe de cemento, que no sabía de animales campestres más que por laminas en libros y cuadernos, no daba pasmo a sus ojos y yo contemplaba la escena con una ilusión terrible, mi hijo pequeño se estaba dando cuenta de que en el mundo había más cosas que su hermana y nosotros, y para él, el descubrimiento de este animal significó una torrentera de preguntas incesantes, que a su vez originaban otras tantas.
El tato estaba haciendo el bachillerato, obteniendo unas notas bastante aceptables, dándosele muy bien todas aquellas ciencias basadas en la observación, era un buen comienzo para los planes que yo me había trazado, iba al mismo colegio que había ido yo y algún viejo sacerdote que se acordaba de mí lo comparaba conmigo, no gustándole en absoluto, ya que a sus trece años estaba en la fase de depresión adolescente y no congeniábamos demasiado; yo comprendía que es una etapa que todos pasamos y sabía de los peligros de una mala comunicación padre-hijo en esa parte de la vida en la que los jóvenes se creen capaces de pensar por su cuenta sin estar preparados para ello; de todas maneras, el entente no era bueno y creo que era por mi culpa, por pretender que un joven de esa edad piense y actúe como un adulto, ya que eso viene con la edad, y si me pongo a recordar yo también tuve mis altercados con mi padre y por los mismos motivos.
Aita, Aita…. ¿El tato?
El tato estaba subido en el estrado con sus compañeros de promoción haciéndose las fotos para la orla, acababa de conseguir su título de Medicina y le estaba esperando una suculenta clientela; yo ya estaba cansado de tanto subir y bajar escaleras, y este hijo iba a suponer una ayuda importante para mí, y no lo digo por el trabajo físico, sino por el intelectual; la Medicina en los últimos años había avanzado tanto y estaba tan mecanizada que los viejos médicos nos habíamos quedado obsoletos, no solo ya en los avances tecnológicos, sino sobre todo en los conocimientos científicos; con él iba a hacer un tándem perfecto: él, con toda su sabiduría y potencial recién estrenado y yo con mi ojo clínico, ese que no enseñan en ninguna facultad en ningún tiempo.
Él estaba de acuerdo e íbamos a trabajar al 50 por 100 en todo. Estaba muy orgulloso, había conseguido crear una familia de médicos. Yo, que provengo de una familia de clase media, había luchado toda mi vida por mis hijos para conseguirles situar de una manera decorosa en la sociedad y que no tuvieran que depender de nada ni nadie, como lo había tenido que hacer yo.
El tato estaba dando vueltas por la habitación fumando cigarro tras cigarro, en espera de que saliera el ginecólogo con alguna noticia del parto. Se habían casado hacia un año, y ya me iban a hacer abuelo; todos los planes me habían salido a la perfección. Volviendo la vista atrás, todo estaba previsto y programado, y la vida solo había sido la consecución de unos planes prefijados.
Lo había tenido con 28 años; a los cincuenta y dos ya tenía un hijo médico, que se había incorporado a mi clínica, siendo el mejor ayudante que tenía; observaba y no sin cierto resquemor, que alguno de mis pacientes más fieles, de manera solapada y a veces de manera directa; esperaban a que llegara mi hijo a consulta para pasar; esto, que no sé si la hubiera aceptado de tratarse de otra persona lo toleraba con cierto orgullo herido.
A los cincuenta y cuatro me habían hecho abuelo o estaba a punto de serlo, y yo me sentía orgulloso de lo que bien que habían salido las cosas.
Una voz que hasta entonces no había oído contestó dulcemente:
-Tesoro mío, el tato está en el cielo con los angelitos.
-¿Y cuándo va a venir a jugar conmigo?
Mi esposa se echó a llorar y….
Revise los datos personales y añadí:
Edad: Ocho meses.Causa de la muerte: Enfermedad de Werdnig-Hoffman.
Le había visto como un niño temeroso, como un joven inquieto, como un hombre responsable; había visto todo lo bueno de él y todas mis esperanzas realizadas en definitiva; había disfrutado de él, había sido una realidad o un sueño….
Cogí a la niña de la mano y la distraje para que no viera como, en forma de lágrimas, se iban muchos anhelos, frustraciones, ilusiones y una parte importante de mi alma…
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