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El vestuario donde me cambio huele a pies y a Axe de chocolate. En ese vestuario se cambia mucha gente, si en el vestuario solo me cambiara yo no se llamaría vestuario. Gente con mascarilla que no sé si se está sonriendo o ha tenido un mal día. Al menos la mascarilla atenúa el olor del vestuario. Hay gente muy habladora en el vestuario. Las conversaciones de un día se parecen demasiado a las del día siguiente. Distintas personas y las mismas conversaciones. Pero hablar ayuda a distraerse del olor a pies y a Axe de chocolate, al menos a mí me ayuda. A mí me gusta tener conversaciones de ascensor, ser educado. Hay gente que lo aborrece, yo no. Me gusta hablar de cosas que me evadan de la pandemia y me pone triste escuchar hablar del virus porque me recuerda que sigue ahí, pero es inevitable, porque todo el mundo habla de él. Algunos olores me provocan migraña. Cada persona es un mundo, pero a mí me resultan insoportables los olores dulzones. El coco, la vainilla, el Axe de chocolate. Poca gente se atreve con fragancias tan penetrantes, afortunadamente para mí, pero basta con que uno del vestuario lo haga para que todo el ambiente se impregne de esa bruma cargante. El vestuario está en la planta menos dos y tiene un ventanuco minúsculo. El aire rancio del vestuario no se renueva tanto como debería. Y a mí me duele la cabeza cuando salgo del hospital. Nunca me atrevería a aconsejarle a alguien cambiar de perfume, como tampoco me atrevería a decirle a alguien que le huele el aliento. Es una cuestión de educación, vivir en comunidad es aceptar lo que no te gusta del otro.
El vestuario donde me cambio está demasiado lejos de los ascensores. Hay que atravesar un pasillo de unos cien metros para llegar hasta ellos. Por las mañanas es cuando más acuso la distancia que separa mi vestuario de los ascensores, porque voy con prisa. Al pasillo dan dos puertas antes de llegar a la zona de ascensores.
Una de ellas se abre directamente a la calle, es la que usan los reponedores de las máquinas expendedoras. En esa zona del pasillo no huele a nada, en parte porque el frío de las ocho de la mañana que se cuela por la puerta, siempre abierta, te corta la respiración. Esa zona del pasillo está llena de latas de refresco. La segunda puerta que se abre al pasillo es la de la cocina. Huele a puré. Suelo identificar el ingrediente principal del puré del día. En esa zona del pasillo hay carros para bandejas y gente con el pelo recogido. Me fijo en el contenido de las bandejas que reposan en los carros; galletas María, mermelada de ciruela en envase monodosis.
Me gusta pensar que todo el mundo come lo mismo. El hospital es una utopía dentro del mundo. Los ascensores tienen capacidad para veintidós personas, pero ahora solo se pueden usar en turnos de cuatro. De los tres ascensores, además, uno de ellos se usa exclusivamente para transportar pacientes positivos. Cada vez que se abre todo se satura del olor a lejía, me encanta el olor a limpio. Trabajo en la sexta planta, así que prefiero esperar al ascensor a subir ocho plantas por las escaleras de buena mañana, aunque a veces la espera se hace interminable. Los asalariados de los primeros pisos pierden la paciencia con facilidad y al poco tiempo de estar esperando ponen cara de fastidio y enfilan las escaleras con urgencia. A los que trabajamos más arriba nos cuesta más perder la paciencia. A veces en el ascensor huele a sudor de nerviosismo, a sudor de primera vez, a sudor de querer hacer bien las cosas, más aún en tiempos del virus. Cuando entras en un ascensor en el que no conoces a nadie la gente se saluda igualmente. La buena educación puede alegrarte un mal día. Cuando saludo y no recibo respuesta prefiero pensar que es porque no me han oído. Ahora tocamos el botón del ascensor con el codo. Si eres alto, como es mi caso, has de ponerte en una postura bastante ridícula para poder hacerlo, pero más vale prevenir.
Lo primero que hago al salir del ascensor es lavarme las manos con gel hidroalcohólico. El gel desinfectante del hospital huele a cubata cargado. Yo me traigo uno de casa con olor a mentol. Saludo a mis compañeros y reviso las novedades de los pacientes a mi cargo antes de ir a verlos. La sala huele a café desvirtuado por las ráfagas de viento que entran por la ventana, ahora siempre abierta.
Hay una estudiante de último curso de prácticas en el servicio. La pobre se queja de que han retrasado la fecha de las pruebas selectivas para el acceso a plazas en formación especializada. La animo y le recuerdo el significado de la palabra perspectiva. En tiempos del virus hay opositores que van a estudiar más tiempo del que esperaban, pero también atletas olímpicos que llevaban años esperando demostrar su valía en los Juegos que no han llegado a celebrarse, y gente infectada enfrentando la enfermedad en Unidades de Cuidados Intensivos, e incluso gente infectada de países sin sistemas sanitarios sólidos que ni siquiera llega a recibir ese tipo de cuidados. Todos necesitamos que nos recuerden esa palabra de cuando en cuando para no sucumbir al egocentrismo comprensible e innato del ciudadano del primer mundo.
Me pongo el equipo de protección individual antes de dirigirme a la habitación de la primera paciente. Pronto todo me huele a plástico y a asepsia artificiosa. La paciente se llama Carmen. Es una mujer conocida en el servicio por sus frecuentes descompensaciones y su buen humor. Siempre me ha llamado don Evelio, porque dice que soy igualito al cura de su pueblo. Nunca le he pedido que me enseñe una foto del tal Evelio para no enfadarme si me está comparando con el hombre más feo del pueblo. La verdad, no me veo yo pinta de cura. Llamo a la puerta y abro la manilla con el codo adoptando la misma posición esperpéntica del ascensor. Toda la habitación huele a crema hidratante. Es curioso, igual que sucede con los aseos públicos, el ambiente de las habitaciones de las pacientes ingresadas suele ser más agradable que el de las de sus compañeros masculinos. En las habitaciones de ellas, fragancias florales. En las de ellos, olores acres enmascarados a veces con agua de colonia Nenuco. El aroma rancio de la enfermedad, sin embargo, perdura, obstinado, en las habitaciones tanto de hombres como de mujeres. La saludo desde la puerta con la voz algo atiplada que me sale al hablar con los pacientes. La única respuesta que recibo a mi saludo es una mirada asustada que no reconozco. Me acerco a su cama y le ofrezco mi mano enguantada en látex azul. Noto cómo el calor de mi mano traspasa la barrera física del guante y alcanza sus dedos reumáticos.
Ahora me sonríe, lo puedo advertir en las arrugas que se han formado alrededor de sus ojos, por encima de la mascarilla, pero sé que no me reconoce porque no me llama don Evelio. La exploro y pregunta por su nieta la peluquera, la que tiene un salón de belleza, la que le pinta las uñas y se las adorna con dibujos, esa nieta.
Quiere que venga siempre su nieta. Solo quiere ver a su nieta. Me extraña porque tiene varios hijos que siempre se han mostrado muy atentos con ella. Le indico que su nieta podrá venir a partir de la una de la tarde. Los pacientes ingresados pasan mucho tiempo en soledad en tiempos del virus pero casi ninguno se queja, la mayoría tiene perspectiva. Carmen no es una excepción.
Me desinfecto las manos y llamo al número de teléfono que consta en la ficha de la paciente. Al otro lado, una voz preocupada de mujer adulta se extraña de la decisión de Carmen. Es su hija mayor, la cuidadora principal. Me comenta que la nieta peluquera, Lucía, es la que menos relación tiene con su abuela, la menos diligente de las nietas, una bala perdida. Le contesto que pueden elegir a quien quieran, yo solo soy el médico, en eso no entro.
Visito al resto de pacientes a mi cargo y vuelvo a la sala a escribir en el ordenador. A la una en punto veo pasar, a través de la puerta ahora siempre abierta de la sala, a una mujer muy joven, de unos veinticinco años, muy maquillada, pelo frito teñido de rubio platino con raíces, chándal con pelotillas y zapatillas Buffalo de color blanco con una plataforma descomunal. Mi mente prejuiciosa la reconoce como la nieta peluquera de Carmen, la bala perdida. Dejo pasar cinco minutos antes de levantarme para ir a hablar con Lucía.
Cuando entro a la habitación de Carmen por segunda vez en el día, al aroma de la crema hidratante se ha mezclado con la fragancia dulzona de coco de su nieta. La bofetada olfativa me coge de improviso. Veo que los cinco minutos que he dejado de margen para ir a la habitación le han servido a la peluquera para desplegar un arsenal de paletas de maquillaje, brochas y botes de laca de uñas a los pies de la cama de su abuela. Cuando me ve entrar hace el amago de recogerlo todo, pero le indico que no hace falta siempre que no interfiera en el trabajo de los profesionales que entran a diario en las habitaciones de los pacientes ingresados. Me comenta que al final han decidido que venga ella, como disculpándose. Se lamenta de que en su familia nadie la toma en serio.
—Los demás le hacen purés y le dan pastillas. Le dan órdenes todo el tiempo. ¿Soy yo peor por dedicar el tiempo que paso con ella a maquillarla y a pintarle las uñas? Igual es verdad que soy la que menos tiempo le dedico, paso muchas horas en el salón. Creo que ella lo entiende, por cómo me mira cuando me ve.
Hay personas que son menos hábiles que el resto para expresar el amor, pero basta con tener un poco de sensibilidad para reconocer el amor en las frases cotidianas y en las palabras vulgares. En las palabras de Lucía hay amor, sin duda. Carmen sonríe desde la cama.
Contesto a sus preguntas sobre el estado de su abuela. La tranquilizo, se trata de una descompensación más, como las anteriores, nada del otro jueves. Cuando ya no le quedan dudas por resolver, soy yo quien empieza a preguntar. Le pregunto por el desconcertante deterioro de Carmen, por el cómo y el cuándo. A la peluquera se le empañan los ojos, solo un momento, como a quien se le pregunta por algo que ya ha asumido casi del todo. Luego empieza a hablar, la voz vacilante de pena.
—Un día empezó a llorar por un hermano que murió en la Guerra. Nunca había hablado de ese hermano. Hablaba de él en pasado, pero lo lloraba en presente, gritando "ay Dios mío" y llamando "cabrones" a personajes de antaño. Yo nunca había escuchado una palabrota de boca de mi abuela. Estábamos acojonados. Se tiró dos días así, la boca seca de rezar por su hermano muerto. Esa vez no conseguimos llevarla al médico. Dijo que no iba y se lo consentimos. Es difícil desautorizar de un día para otro a alguien que lleva teniendo razón tantos años. Pero después empezó a decir que mi tía le robaba ropa y dinero. Ahí ya la llevamos al médico y salió diagnosticada. Ha ido a peor. Lo esconde todo y lo pierde todo. Le damos dinero falso para que siempre tenga la cartera bien repleta, pero se da cuenta y dice que los billetes que le damos son de cartón piedra. Eso es lo peor, que se da cuenta de todo. Se da cuenta de que sufre. Come poco, por desgana con la vida y porque no tiene olfato y todo le sabe a aire. Se recuerda a sí misma de niña y pregunta por sus padres. Al rato se recuerda a sí misma de joven y pregunta por sus niños, y sus hijos de cincuenta años le contestan que sus hijos son ellos, pero ella no se lo cree, y llora.
Ahora que sé que Carmen a duras penas reconoce a quienes la rodean me intriga aún más su empeño en que viniera a cuidarla la nieta que menos tiempo pasa con ella. No hago la pregunta en voz alta, no quiero que Lucía se sienta mal. Salgo de la habitación. Las enfermedades incurables no deberían existir.
Para cuando acabo de informar al resto de familiares ya es la hora de marcharse. Bajo por las escaleras, lo que a las ocho de mañana me parecería espantoso a las tres de la tarde me resulta incluso placentero. Cuando llego al coche siempre hago lo mismo. Vaporizo agua de colonia 4711, tres pulverizaciones, para que el coche deje de oler a coche durante el trayecto desde el hospital hasta casa. Detesto el olor a coche. Mi coche, diez años después de comprarlo, y tras miles de pulverizaciones de agua de colonia, sigue oliendo a coche. Los ambientadores para coche tampoco funcionan, únicamente encubren el aroma indescriptible del coche con fragancias aún más empalagosas. Es frustrante. Por eso la llegada a casa me procura tanto bienestar. Mi casa es un refugio olfativo bien ventilado donde no huele a nada. En este entorno inodoro, casi aséptico, la noche sucede a la tarde con la velocidad con la que lo hace en los meses previos al solsticio de invierno.
Al día siguiente, cuando entro a la habitación de Carmen, encuentro dos sonrisas espléndidas. La paciente me sonríe en una graciosa mueca edéntula y desde el vaso de agua de la mesilla de noche la prótesis dental, solitaria, hace lo propio. La exploración es mucho mejor que el día anterior, la sonrisa de Carmen está más que justificada. Le pregunto si se acuerda de que me llamaba don Evelio, por ver si mis palabras despiertan en ella alguna sinapsis aletargada. Nada. Salgo de la habitación contento, como cada vez que hallo mejoría en un paciente a mi cargo.
A la una en punto veo llegar a Lucía, se ha teñido el pelo y ha cambiado de chándal. No es hasta media hora más tarde que me levanto para ir a hablar con la peluquera. Como de costumbre, llamo a la puerta con los nudillos antes de entrar, brevemente, con la fugacidad de quien no va a esperar a que le den permiso para entrar. Al entrar a la habitación, me encuentro con una imagen del todo peculiar. Carmen apoya la cabeza sobre las rodillas de Lucía, con la oreja bien pegada a su abdomen. La paciente sigue a lo suyo, como si yo no estuviera, pero su nieta, azorada, empieza a dar las explicaciones que nadie le ha pedido. Una lágrima recorre la cara de la peluquera durante su discurso.
—Es la única que lo sabe. Lo mío. Estoy embarazada. Se lo dije hace dos semanas, mientras dormía, casi. Fui a verla y me dijo mi tía que estaba echando la siesta. Cuando entré en su habitación tenía los ojos cerrados y respiraba como lo hacen las personas dormidas. Y se lo solté, porque a veces es más fácil hablar con quien no te entiende, porque no te puede juzgar. Es como hablar en alto contigo mismo. Pero me entendió. Se volvió hacia mí y me dijo que el bebé era de las dos, que como ella ya estaba vieja para eso lo iba a tener yo, pero que era de las dos. Y no le llevé la contraria, porque para mí también es más fácil pensar así. Por eso ha pedido que venga yo.
La consuelo con la mirada y alguna palabra vacía. Es la única forma de consuelo que existe en tiempos del virus. Se acabaron los abrazos. Pero se me ocurre algo que igual hace sentir mejor a la nieta y saca a la abuela un rato de esa hibernación involuntaria a la que parece haberse acostumbrado. Tengo un fonendoscopio sin estrenar guardado en un cajón. Si para Carmen ya era suficiente estímulo escuchar el abdomen de su nieta pegando la oreja, seguro que esto le encanta. No tardo ni dos minutos en ir a recogerlo, desinfectarlo y volver. Le enseño cómo utilizarlo.
Cuando estoy a punto de salir de la habitación, escucho a mi espalda un tímido "gracias, don Evelio". Salgo de la habitación como si no hubiera escuchado nada, para que la paciente no me vea llorar y porque en tiempos del virus ya no se puede abrazar a nadie.
Acabo las tareas pendientes y bajo al comedor, hoy estoy de guardia. Huele a puré de verduras desde el pasillo. Las comidas en tiempos del virus son más deprimentes. Comemos en mesas demasiado grandes para una sola persona y charlamos a distancia, concienciados, comprometidos también durante el tiempo del descanso. Voy por el segundo plato cuando me suena el busca. El desasosiego que se intuye en las primeras palabras del enfermero al habla me lleva a levantarme de la mesa antes de que termine la primera frase. Subo a la sexta planta rápidamente.
Cuando entro a la habitación de Carmen percibo las notas nauseabundas del olor a enfermedad. La paciente, fatigada, hace uso de músculos imposibles para respirar.
El monitor, ajeno a la intranquilidad del resto de presentes, sigue mostrando unas saturaciones de oxígeno penosas a pesar de las medidas de oxigenoterapia aplicadas. Los compañeros de la Unidad de Cuidados Intensivos, ya avisados, enseguida aparecen en la habitación y, con la celeridad que les caracteriza, se llevan a la paciente para llevar a cabo los procedimientos invasivos que le salvarán la vida. Lucía permanece en el pasillo en todo momento, la máscara de pestañas corrida y la nariz enrojecida de tanto llorar. Le indico que tiene que esperar fuera del hospital, le avisaremos de la evolución de su abuela continuamente. Durante mi discurso, no la miro a los ojos más de dos segundos seguidos para no contagiarme de su tristeza.
A lo largo de la tarde voy trasladando toda la información a la que tengo acceso a la nieta, que ha decidido quedarse esperando en el coche, tumbada en los asientos traseros, inmóvil, la calefacción encendida y las manos heladas. Carmen está intubada pero estable. Cuando informo a Lucía del resultado positivo de la técnica rápida de detección de antígenos del virus, su voz se quiebra en un discurso que me hace entender por qué eligió Carmen a la nieta menos diligente, a la bala perdida.
—¿Y si he sido yo? ¿Y si además de un bebé en la barriga he traído el virus conmigo? Soy idiota.
Le digo la verdad, que nadie tiene la culpa, que hay mucho de imprevisible en tiempos del virus, que es una nieta estupenda. Le digo que en tiempos del virus es más importante que nunca no dejarse llevar por la culpabilidad de la incertidumbre. ¿Habré sido yo? ¿Lo podría haber evitado? Le digo que incluso en tiempos como este suceden cosas preciosas, como su bebé. Carmen no eligió a Lucía por estar embarazada, ni por pena, la eligió por su capacidad de dar amor, de entender las cosas. La eligió por ser la única que entendía que a ella lo que le hacía feliz era que alguien le pintara las uñas mientras le contaba cómo le iba la vida. Y es que una muestra de afecto puede ser más sanadora que un batido proteico a la hora de comer.
—Doctor, le quiero dar las gracias, aunque todavía no hayan salvado a mi abuela. Transmita todo mi cariño a todos, también a los que no han estado a cargo de mi abuela. Son tiempos de confortarse los unos a los otros, de palabras de agradecimiento, el amor salva vidas.
Algunos días aprendo muchísimo y me siento orgulloso de gente que ni conozco, hoy es uno de esos días.
Por la mañana, al llegar al vestuario, he percibido algo insólito. El personal de limpieza no suele pasar a esa hora, qué raro. Y es que al entrar en el vestuario olía como al entrar a mi casa. Olor a nada, increíble. Inmediatamente he pegado la nariz a mi muñeca derecha, que siempre huele a Boss Bottled. Nada. He salido del vestuario cuanto antes. Hoy no me duele la cabeza, de momento. He llamado a Salud Laboral en cuanto he llegado al coche, que ya no huele a coche ni a agua de colonia 4711. Cuando termine la cuarentena voy a comprar un bote de Axe de chocolate. No para perfumarme, solo quiero tener algo en la taquilla que me recuerde que hay cosas importantes y cosas a las que damos importancia. No voy a volver a quejarme del olor del vestuario, al fin y al cabo, lo importante en esta vida es tener olfato. De todo aprende uno. Perspectiva.
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