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De Ane Ibarrondo García
La mujer caminaba tranquila cuando el chirrido cercano de unos frenos le hizo volverse de manera súbita. Al girar tan violentamente chocó con unos jóvenes que caminaban a su lado y la observaron extrañados. Ella no supo si aquellas muecas obedecían a su comportamiento o si era su piel, semejante al terciopelo negro, lo que llamó su atención. Susurrando una disculpa, se apresuró en su camino. Poco después llegaba a su destino y Eider le abrió la puerta con una sonrisa.
- ¡Hola! ¡Muchas gracias!… de verdad. Te está esperando. Hoy está poco lúcida e intranquila. Pero no sabes lo que le reconectan las tardes contigo.
Agarrando la mano que Eider le tendía, la joven cuidadora sonrió cariñosamente de vuelta.
- Perfecto, me encargo de que cene algo. ¡Tú descansa tranquila!
Eider entró para despedirse de su madre y abandonó la vivienda. Una vez sola, la joven se acercó al balcón y la señora Irati Iturzaeta se volvió mostrando una enorme sonrisa limitada a la mitad derecha de su rostro. Ese gesto evidenciaba la parálisis que acompañaban al rostro y cuerpo de la amable mujer. Al igual que ocurría siempre que no veía familiaridad reflejada en su mirada, la cuidadora sintió una punzada de dolor por aquella vida pasada. Se acercó a Irati acompañada del cuaderno verde de cuero ajado.
- Irati, he traído este libro para leerlo contigo, si te parece bien.
- ¡Vaya! ¡Muchísimas gracias!, con esta vista apenas puedo leer, pero es algo que creo que siempre me ha gustado… - susurró la aludida con voz quebrada por la duda.
- Pues, si quieres, empiezo. Se trata de la historia de una mujer maravillosa…
Irati Iturzaeta tenía los ojos fuertemente apretados tratando de controlar el temor que sentía. Mientras tanto, el vaivén de aquella ”lata” de metal y plástico no hacía más que acrecentar el vértigo que sentía a tantos metros de altura. A pesar de tener los ojos bien cerrados, sentía clavada en ella la mirada del hombre que había orquestado su comité de bienvenida. Esos ojos oscuros y grandes no le abandonaban desde que puso un pie en Kenia. El recibimiento había sido más bien seco: aquel hombre se limitó a susurrar un par de palabras en swahili, se dio la vuelta y con un chasquido de dedos le indicó que la siguiera. Cuando detectó el descenso, casi en caída libre de aquel vehículo, abrió los ojos de golpe. Fue entonces cuando captó por primera vez el paisaje que se extendía a sus pies. La sabana de Kenia en todo su maravilloso esplendor bañada por los dorados rayos del sol del atardecer. Olvidado quedó el miedo y, como una niña, pegó el rostro contra el cristal de aquel helicóptero para beber del paisaje, sintiendo como su corazón se desbocaba. A su lado, el hombre suavizó el gesto hostil al verla caer enamorada de su tierra. Reconoció en aquella doctora a una futura hermana, pues sabía que pronto el fuego de Kenia correría por sus venas.
- Chane… me acuerdo perfectamente de él y de su agrio carácter. Debió de ser tan diferente antes del accidente… - susurró la anciana con los ojos teñidos de nostalgia.
La cuidadora escuchó entre maravillada y emocionada cómo aquel retazo de historia brotaba de los jirones de su memoria y se sintió esperanzada.
- ¿A qué accidente te refieres?
- Chane vivía en Nairobi, con su mujer y sus dos hijos, y era uno de los mejores pilotos de la ciudad. No había persona caminando por las calles de Nairobi que no hubiera oído hablar del teniente Makao y su coraje. Una noche, dos hombres borrachos atropellaron a su mujer y a los niños. El pequeño de los dos murió en el acto, el mayor unos días después en el hospital. Su esposa murió esa misma noche en sus brazos. Chane no pudo hacer por ella más que acompañarla en sus últimos momentos. No era persona de personas antes de aquel suceso, después, tan solo podía odiar a todo el mundo. No volvió a pilotar hasta que comenzó a ayudar en la Fundación. Se negaba a sí mismo el placer que le producía volar. La culpa del superviviente, la llaman…
La cuidadora escuchó estupefacta cómo aquel recuerdo brotaba sin dudas ni resquicios y se vio impulsada a seguir tanteando.
- ¿A qué Fundación te refieres? – preguntó con el pecho encogido de esperanza. De pronto la neblina volvió a cubrir los ojos de Irati.
- No te preocupes, sigo con la historia si quieres, ya lo recordarás.
Y dicho aquello continuó relatando aquel primer día de Irati Iturzaeta en la Fundación médica del doctor Ethan Derrickson en Kenia.
Al bajar del helicóptero Irati comenzó a vislumbrar entre las sombras que le rodeaban decenas de siluetas repartidas por el valle. Y frente a ella, una silueta mucho más grande que se imaginó que debía de cumplir las veces de hospital. Cerró los ojos maravillada y aspiró el aroma seco que emanaba de la mismísima tierra mezclado con las cenizas de un fuego que debía de arder cerca de ella. Un fuego que traía adherido el olor sabroso y desconocido para ella de comida. Fue así, con una sonrisa en los labios, los ojos cerrados y la cabeza ligeramente ladeada, como se la encontró el doctor Derrickson. Había recibido entre sorprendido y divertido la noticia de que su nueva compañera sería una mujer. Sin embargo, tras leer su curriculum, quedó gratamente satisfecho. Pero su exigencia era conocida, de modo que había tenido sus reservas hasta aquel momento en que se encontró frente a ella.
Era más joven de lo que se había imaginado. Recordó que había leído, y parece ser que olvidado, que acababa de terminar su formación especializada como médico residente. Sin embargo, algo en su figura y su planta le indicó que no debía subestimar su juventud. Pero no fue aquello lo que congeló su comentario sarcástico de bienvenida. Se acercó a ella lo suficiente para poder leer su rostro y quedó prendado de su genuina sonrisa, la expresión sosegada mientras escuchaba el lenguaje de la tierra y, sobre todo, de la conexión palpable entre ella y el suelo que pisaban sus pies. La tierra la abrazaba dándole la bienvenida. De pronto, ella abrió los ojos verdosos ligeramente sobresaltada y clavó su viva mirada en Ethan Derrickson.
- “Karibu Kenya, Daktari!”- . ¡Bienvenida a Kenia, Doctora!
- Doctor Derrickson, ¡es un placer! ¡Es verdaderamente maravilloso lo que ha construido aquí! Y por favor, llámeme Irati. – comentó mientras se acercaba a aquel hombre de marcado acento británico y amables ojos grises. Le tendió su mano y Derrickson la estrechó entre sus dedos mientras una corriente de complicidad nacía de la unión de sus yemas…
De vuelta en el balcón, la joven vio como el desconcierto volvía a poblar la mirada de la señora Iturzaeta y sintió una pequeña punzada de tristeza al ver como desaparecía tras su enfermedad.
- Estuviste ocho años trabajando en la Fundación hasta que decidiste volver a casa. Habías firmado por un año, pero te enamoraste de aquella tierra. Cuando finalizaba tu periodo de prueba te decantabas entre volver a casa o ampliar tu estancia.
- ¿Y qué me hizo decidirme…? – susurró la mujer, perdida.
La joven cuidadora elevó el diario que tenía en su regazo enseñándoselo y sonrió.
- Supongo que tendrás que seguir leyendo entonces… - aceptó divertida Irati.
Aquella calurosa mañana Ethan se encontraba de visita en uno de los poblados mientras Irati atendía en la Fundación. Se encontraba haciendo un pequeño descanso, cuando vio a una pequeña niña observándola desde la distancia, medio oculta tras la fachada de una de las cabañas del poblado. Calculó que no tendría más de cinco años. La pequeña le indicó con un gesto que se acercase. Cuando Irati estuvo cerca, comprobó horrorizada la deshidratación y malnutrición que abrazaban el cuerpecillo de aquella niña. Sospechaba que aquella pequeña padecía anemia, y bastante severa, a juzgar por el color de su piel. Sin embargo, antes de poder arrodillarse junto a ella, ésta echó a andar mirando hacia atrás para asegurarse de que la doctora la seguía. Desde la distancia, Chane alcanzó a observar el intercambio y siguió a ambas mujeres hasta una cabaña, que a diferencia de las del poblado, se encontraba en un lamentable estado ruinoso. Irati estaba dispuesta a introducirse en aquel chamizo, cuando una mano se cerró en torno a su muñeca impidiéndole avanzar.
- ¡Alaaniwe, no entres dentro doctora! – tanto la mano como la voz pertenecían a una de las mujeres del poblado que la observaba con ojos aterrorizados. Irati la miró sin comprender.
- Está diciendo que la cabaña y la niña que ha entrado en ella, están malditas – añadió otra voz. Irati se volvió hacia aquella nueva voz que conocía y vio a Chane y su mirada cauta. Al verle, la mujer del poblado soltó a la doctora y desapareció.
- ¿Cómo? – preguntó Irati sin comprender aún.
- Sobre la pequeña y sobre su madre pende una maldición. Su madre tuvo una relación con uno de los doctores que vino a la Fundación y quedó embarazada. Cuando en el poblado descubrieron el embarazo, la desterraron y él desapareció. Poco después ella enfermó y dio a luz de forma prematura. Si no llega a ser por el doctor Derrickson que atendió el parto, ambas habrían muerto aquella noche. Irati observó horrorizada a Chane mientras le relataba aquello.
- ¿Las habrían dejado morir? ¡Qué culpa tienen ellas! ¡Y sobre todo la criatura, si él desapareció!
- Se quedó embarazada fuera de una unión espiritual, eso para ellos es sacrilegio, como para la iglesia lo era mantener relaciones antes del matrimonio… después ella enfermó y los sabios del poblado lo entendieron como una muestra de desaprobación de los dioses. A sus ojos interaccionar con ellas supone permitir que la maldición penetre en el poblado, de modo que se mantienen al margen. Dejan comida, provisiones, ropa en la linde del bosque para que la pequeña se las lleve a su madre – tras sus palabras el silencio los envolvió a ambos hasta que Irati fue capaz de hablar de nuevo.
- ¿Qué clase de enfermedad? Porque creo que la pequeña también está enferma.
- Algún tipo de anemia, o al menos eso cree el Dr. Derrickson – Chane observó el rostro de Irati adivinando lo que esta estaba pensando. - No puedes hacer nada por ellas, Irati. Están desterradas, no tienen respaldo de ningún tipo y la gente del poblado no te dejará curarlas, porque con las maldiciones no se juega. – Al ver que nada de lo que decía tenía efecto alguno sobre la decisión que había tomado la joven doctora, le tendió la mochila de primeros auxilios. – Ten, pero no hagas ninguna locura, por favor.
Irati tomó la mochila y entró en la cabaña cochambrosa. Chane la vio ir con un mal presentimiento y tras un largo suspiro regresó al poblado para continuar con su labor.
En el interior de la cabaña los ojos de Irati tardaron en acostumbrarse a la penumbra. Sintió una mano agarrando la suya y reconoció a la pequeña a su lado. La siguió hasta el final de la estancia donde descubrió la silueta de una mujer tumbada sobre un catre. Estaba tan famélica como su hija, era un esqueleto recubierto de piel. Una piel cenicienta y macilenta, tan marchita como la mujer a la que pertenecía. Apenas tenía fuerzas para abrir los ojos y en ellos se reflejaba la agonía de la muerte. Irati sintió que su corazón se encogía de dolor por el sufrimiento de aquella desconocida y de ira contra las gentes del poblado por desatender de esa manera a una de las suyas. Se arrodilló junto a la mujer tomando su mano en un intento de transmitirle cierta serenidad y la mano que la recibió se cerró en torno a sus dedos con una fuerza tan enorme como desesperada. Su piel febril delataba la infección que latía en ese cuerpo y tras colocar el fonendo sobre su pecho, Irati cerró los ojos para escuchar. Aquel corazón le relataba hastiado el esfuerzo que le suponía seguir latiendo y sus pulmones gritaban al expandirse con cada inspiración. Pero seguían luchando, seguramente por la pequeña que sentía a sus espaldas. Tras auscultarle, examinó su cuerpo entero. Palpó cordones rígidos en sus piernas y suspiró apenada, ahora comprendía mejor su respiración errática y dificultosa. Sin embargo, no descubrió la fuente de la fiebre y aquello le preocupó. “A no ser que… tanto tiempo tumbada…” – pensó.
Al descubrir su espalda encontró la razón de aquella temperatura tan elevada. Una úlcera enorme se extendía por la región lumbar de la mujer. Con movimientos mecánicos y ágiles, Irati desbridó y limpió la herida y la cubrió con apósitos limpios. Cuando se disponía a introducir una vía en el brazo de aquella mujer, sucedieron dos cosas al mismo tiempo. Primero escuchó el chillido de terror de la pequeña y mientras el sonido perforaba sus tímpanos, unas manos la agarraron de los hombros. Acabó tumbada en el suelo, aprisionada contra el barro de la cabaña a la vez que el impacto le robaba el aire. Desconcertada y aturdida fue arrastrada al exterior y lanzada a los pies de los sabios del poblado. Le esperaban con sus espadas desenvainadas y los ojos duros, llenos de desaprobación. Hubo un murmullo de voces y Chane apareció junto a ella. Irati respiró tranquila pensando que él se encargaría de solucionar aquel malentendido...
La voz, hasta entonces serena de la joven cuidadora, se quebró en aquel punto y esta se incorporó súbitamente.
- ¿Por qué te detienes? ¿Qué ha pasado?
- Necesito un poco de agua, ahora vuelvo.
Caminando con piernas temblorosas llegó hasta la cocina y, agotada, se dejó caer en una silla mientras enterraba el rostro entre sus brazos. Cada vez le costaba más mantener a raya las lágrimas. Detestaba que la única manera de recuperar a la señora Iturzaeta fuera leyendo aquel maldito diario. Tras respirar un par de veces y beber un vaso de agua, reunió fuerzas para regresar al balcón. Se encontró a la señora Iturzaeta mirando el horizonte, perdida en los colores del atardecer. Cuando volvió la mirada centrándola en su cuidadora, su rostro se iluminó.
- Querida. ¿Quieres leer un poco más? Te veo triste… ¿te encuentras bien? - la joven sonrió entristecida y negó con la cabeza.
- Tan solo estoy algo cansada – respondió mientras recogía el cuaderno de nuevo.
- Sigamos entonces. Estabas leyendo sobre aquella mujer maldita del poblado de Loruk…
Cuando consiguió librarse de Chane y regresó a la cabaña, supo que llegaba tarde. La mujer boqueaba tratando de respirar. Al acercarse a ella vio que sus ojos se encontraban inyectados en sangre por el esfuerzo que le suponía respirar. Mirando esos ojos inteligentes, librados del brillo febril de la infección, supo que nada podría hacer por ella, y aquella mujer también lo comprendió. Le señaló insistentemente a la pequeña y tan solo cuando la doctora asintió con la promesa, relajó los brazos. Le tendió las manos e Irati las cogió con fuerza, rebuscando en su mochila para encontrar la morfina. Cuando la droga hizo su efecto la mujer finalmente se relajó. Junto a ella Irati acariciaba su rostro repetidamente. La pequeña se sentó a su lado para imitar sus gestos. No sabría decir cuánto tiempo estuvieron allí sentadas, en silencio, velando a la mujer. Pero los sollozos de la pequeña acompañaron el momento del fin. Fue con aquel llanto desgarrado, que Irati sintió la complicidad húmeda en sus ojos. Estrechó a la pequeña contra su pecho, tratando de aliviar su desconsuelo, hasta que el llanto fue sustituido por el sueño agotado. Así las encontraron Ethan, Chane y los sabios. Dormidas y abrazadas junto al lecho. Tras una acalorada discusión con los sabios, Irati fue habilitada para abandonar el poblado y recordando la promesa que había hecho y de la que no había hablado con nadie, se preparó para su partida. Chane se sentó al volante y ambos abandonaron el poblado en la furgoneta. Cuando se encontraban ya a varios kilómetros del poblado, Irati le pidió que parase. En la parte trasera, la doctora movió cajas de provisiones, levantó una manta y de debajo asomó la cabecita morena de la niña del poblado. Para sorpresa de Irati, Chane no dijo nada, tan solo volvió a subirse a la furgoneta con un suspiro agotado. Irati le siguió, pero lo hizo después de haber acomodado a la pequeña en el asiento trasero.
- Chane ¿puedes preguntarle cómo se llama? - Chane así lo hizo, pero obtuvo una elevación de hombros como respuesta, seguido de unas palabras incomprensibles para Irati.
- Dice que no sabe – Irati se quedó callada, sin saber cómo responder a aquello. Fue Chane quien respondió, lo hizo en swahili e Irati vio maravillada como el rostro de la niña se iluminada al asentir emocionada.
- ¿Qué le has dicho?
- Que tiene corazón y espíritu de llamarse “Zawati”. Significa regalo en swahili.
- Me encanta – susurró Irati volviéndose hacia la pequeña, tendiéndole la mano. Fue entonces cuando tomó la decisión que tanto le estaba costando tomar. Sin soltar la mano de Zawati, cogió el teléfono satélite de Chane y marcó sin titubeos.
- Ethan, he decidido alargar mi estancia. Me quedo en Kenia.
- Está contigo, ¿verdad?
Mirando por el espejo retrovisor a la pequeña que por primera vez sonreía esperanzada, asintió.
Como cada vez que leía aquella parte del relato, Zawati tenía los ojos anegados en lágrimas. Y como pasaba siempre que llegaba a ese punto de la historia, Irati se incorporó con la mirada llena de reconocimiento.
- Zawati, pequeña… estoy aquí – susurró con la voz quebrada por la emoción.
- Maman…
Y Zawati corrió a refugiarse en aquel abrazo tan conocido y reconfortante.
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