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"Si no chocamos con la razón, jamás llegaremos a nada."Albert Einstein.
Praga, amanecer del nueve de Octubre del año mil cuatrocientos doce.
La luz del amanecer se filtra entre los barrotes de la alta celda de la torre del castillo. A sus pies, la ciudad de Praga, joya de un imperio, todavía brumosa y húmeda, no ha despertado aún tras la fría noche.
A medida que la mortecina claridad se abre camino entre el inmenso, casi sólido manto de nubes grises, se comienzan a atisbar detalles de la ciudad imperial. Primero se desperezan las altas y negras cúspides, azabache y ala de cuervo. Después, las inexpugnables paredes de granito y fría piedra se estiran hacia los cielos y, poco a poco, el pozo oscuro que es el pavimento de las calles comienza a tornarse sólido y palpable.
La plaza del ayuntamiento, todavía desierta, empieza a destacar con la luz del alba. En la región más sombría, aún en tinieblas, se aprecia el volumen y la altura del cadalso, una enorme hoguera preparada para ser encendida; su forma oscura parece la de un monstruoso ser de otro mundo. En el otro extremo de la explanada, la escasa claridad que alcanza las paredes es rebotada emitiendo destellos de oro y plata: es el reloj astronómico de Praga, que parece brillar con su propia luz de razón y sentido para iluminar tenuemente una ciudad triste y tenebrosa.
En este momento, las campanas comienzan a resonar. Son las siete. Se abre la puerta de la celda. Entran los verdugos. Mañana del veintiuno de Septiembre del año mil cuatrocientos doce.
Toda la ciudad resplandecía bajo el sol tardío y templado del final del verano. La multitud disfrutaba de los festejos, en una de las pocas ocasiones en las que el trabajo y los quehaceres habituales daban un respiro a los exhaustos cuerpos. La capital celebraba el equinoccio y la música, la alegría y el aroma a carne y delicias llenaban calles y rincones.
El Sol, sin embargo, no era el único astro que iluminaba la ciudad este día, pues hoy se inauguraba y mostraba por fin el magnífico Reloj Astronómico, orgullo de la ciudad y del país. A sus pies llegaba una vistosa comitiva, avanzando con parsimonia.
A la cabeza marchaba el rey, con su traje militar de gala. Satisfecho por lo que él consideraba su logro, saludaba a un lado y a otro, orgulloso. Miraba con sonrisa lobuna la fachada del imponente mecanismo, sabedor de que esta nueva maravilla del mundo habría de sobrevivir durante eras, y con él sobreviviría su nombre, como dueño y señor del Imperio. Su Imperio.
A su lado marchaba Nikolas de Kadan, relojero real, quien mediante aspavientos y gestos trataba de explicar uno por uno los complejos entresijos del titán mecánico. Dentro del oscuro edificio, entre vigas y soportes y ruedas y poleas, la comitiva se maravillaba ante el derroche de pericia y talento necesario para la construcción de tal proeza. Mientras tanto, rey y relojero conversaban.
- Bien, relojero Kadan, estoy impresionado con vuestra labor. Una tarea digna del más alto elogio... Sin duda, irrepetible.
- Gracias, majestad, pero debéis saber que no ha sido mío todo el mérito. Permitidme presentaros al auténtico genio detrás de este ingenio. ¡Jan! Acércate, muchacho, el rey quiere conocerte.
Entre las sombras y enormes vigas apareció, ágil, la delgada figura de un joven, que se presentó humildemente. Decía llamarse Jan Sindel, huérfano criado en una abadía de la Moravia, donde entre monjes se había instruido en las artes y ciencias intelectuales, siendo su mayor pasión la matemática. Al ser preguntado por un cortesano sobre su presencia en la capital, fue Nikolas quien se adelantó a contestar. Explicó que una fuerte amistad le unía con el abad superior desde la infancia, y había sido su recomendación la que le había hecho confiar en los talentos del joven Sindel.
Súbitamente, el monarca cortó la presentación del muchacho.
- ¿Así que sin ti todo eso no hubiera sido posible, eh? Bravo, joven, me alegro enormemente de saberlo.
Mientras proseguía su marcha, sus oscuros ojos se mantuvieron clavados fijamente en Jan, que apartó la mirada. Finalmente, su majestad se interesó en otro asunto, y Jan se sintió liberado. Temía haber aburrido al rey hablando demasiado, pues por todo el mundo era conocido su volátil carácter, y decidió emprender una discreta retirada en cuanto se presentara la ocasión. Mientras el cortejo real avanzaba hacia el exterior, Jan silenciosamente dio media vuelta. Mas, antes de poder dar un solo paso, quedó inmóvil, como hechizado por una fuerza invisible, sutil pero poderosa.
-¿Os llamáis Jan, verdad? - Dijo la dulce voz.
-Sí... Sí, sí, así es... ¡Sí, su majestad!
-Es un privilegio conoceros, joven ingeniero. Me llamo Darja.
-Pero vos sois... ¡Sois la princesa Darja, la hija menor de nuestro rey!- Articuló Jan, consiguiendo realizar varias inflexiones de voz y un pequeño vibrato al final de la frase.
En ese momento, Darja rompió el hechizo que apresaba a Jan. Lo hizo emitiendo una risa tan delicada y discreta que no hubiera despertado a un bebé dormido, y sin embargo, Jan hubiera jurado que con esa melodía se podrían llenar todos los océanos del mundo.
Jan también rió, relajándose. No sabría decir cuánto tiempo transcurrió mientras hablaban como viejos colegas sobre el reloj, su mecanismo de carga con poleas, sus funciones astronómicas y zodiacales, ajuste de cénit y ocaso de Sol y Luna en el firmamento, medición del azimut... Jan estaba absorto, feliz y fascinado al conocer a alguien con la sensibilidad y los vastos conocimientos que mostraba Darja, quien le explicaba cómo había aprendido sobre todas esas cosas en la biblioteca real, lugar donde había pasado los mejores momentos de su niñez, y cómo le había fascinado... En ese momento irrumpió la escolta de la princesa en escena, reprendiendo a ésta por haberse rezagado del grupo. Sin mediar palabra, acompañó a Darja fuera del edificio. La despedida entre los dos jóvenes no tuvo sonido, ni movimientos o gestos. Mientras Darja se alejaba, su mirada y la de Jan se entrelazaron un instante que pareció eterno. Mientras la puerta se cerraba, Jan se quedó de pie en la penumbra, dentro del Reloj, escuchando su latido.
Madrugada del veintinueve de Septiembre del año mil cuatrocientos doce.
Empezaba a hacer frío de verdad por la noche. Las casitas junto al río notaban primero las bajas temperaturas del otoño, y Jan se cubrió con una manta de lana, mientras repasaba listas de cálculos y mediciones. Parecía que el agrimensor se había equivocado, y el vallado de los campos iba a requerir más madera de lo previsto este año. La noche sería larga.
Refunfuñando, se levantó para coger algún leño de la pila destinada a alimentar el pequeño fuego que calentaba e iluminaba el taller, cuando súbitamente, la puerta que daba al exterior se estremeció por un impacto. Jan no había movido un músculo aún cuando un segundo estruendo desencajó la puerta, a través de cuyo quicio irrumpieron varios guardias armados. Lo inmovilizaron de pies y manos, lo golpearon y cubrieron su cabeza con un saco maloliente.
Mientras lo arrastraban fuera del pequeño taller, uno de sus captores recitó a toda velocidad un pergamino lacrado con el sello real: su falta, veredicto y condena. El rey temía que enemigos de la nación hicieran uso de sus conocimientos para crear un nuevo reloj o ingenio. "Por lo tanto", entonó en voz monocorde, "en aras de la defensa del tesoro nacional, se condena a Nikolas de Kadan a la pérdida de la visión de ambos ojos..."
Mientras se lamentaba, incrédulo, por la suerte de su amigo y mentor, un último empujón lanzó a Jan al fondo de un cubículo de madera. Tras el breve vuelo, sintió un tremendo impacto en la cabeza. Acto seguido se cerró un portón metálico y, entre el eco de las cascos de los caballos, justo antes de perderse entre las negras brumas de la inconsciencia, acertó a oír el final del edicto, que marcaba el suyo propio: "...Jan Sindel, se te condena a morir en la hoguera."
Praga, once y cuarenta minutos de la mañana del nueve de Octubre del año mil cuatrocientos doce.
El rey avanza, satisfecho. La plebe saluda y aplaude, excitada, mientras éste se acomoda en su palco de honor, donde toma asiento la familia real al completo. Mira a consejeros y ayudantes, y sonríe, tranquilo. Todo está preparado.
La pira aguarda. La brea gotea entre los maderos y yesca que la conforman, a escasos minutos de comenzar a arder, esparciendo en la fría mañana otoñal humo, ceniza y dolor. Es el único modo, se dice, de proteger para siempre su maravilla, su orgullo y legado. El único modo de proteger su nación.
Se hace el silencio en la plaza, roto por el graznido lejano de un cuervo. Se abre la portezuela metálica de la prisión del ayuntamiento, y aparece el reo, custodiado por dos verdugos. Encapuchado y maniatado, cubierto con los mismos harapos con los que fue encarcelado, avanza. Lentamente pero sin titubear, inicia el camino hacia el cadalso.
???
El viento azota la cara de Jan, mientras deja campos y casas labriegas a sus espaldas, internándose en el bosque. Azuza a su corcel, que no corre ya sino vuela, dirección al este, rumbo a Moravia. Tan rápidos como los cascos de su caballo, sus pensamientos se agolpan como un torrente a punto de desbordarse. Un vez más, intenta dar sentido a lo que ha sucedido.
Pocas horas antes ¿cuatro, quizá cinco ya?, esperaba en su celda en lo alto de la torre, habiendo asumido su fatal desenlace, inmerso en un intranquilo duermevela. Cuando oyó abrirse con un leve crujido la puerta de su celda, creyó que ya había llegado su hora. Sin embargo, no fueron unas rudas garras las que lo prendieron. En su lugar, unas delicadas manos retiraron la tela que cubría su rostro y cabeza. La tenue luz de una vela iluminó el rostro de Darja. O más bien era el rostro de Darja el que emanaba luz, diría Jan si se lo hubieran preguntado.
Sin darle apenas tiempo a reaccionar, rápida como una sombra, abrió los grilletes que le inmovilizaban. Le entregó un fardo, y suave como una caricia, le habló al oído.
-Sigue estas escaleras hasta el final. Ponte esta ropa, y con las llaves que te doy, podrás huir a través de las caballerizas. El corcel húngaro negro del final del establo es el mio, es el más veloz. ¡Tómalo y corre, Jan!
Jan, nervioso, sólo acertó a replicar: "Pero, mi señora, descubrirán mi huida en pocas horas, ¡me darán caza al amanecer! Yo ya no tengo futuro, no os pongáis en peligro por mí, por favor."
El cálido y suave beso pilló desprevenido a Jan, como siempre hacen los primeros besos de verdad. Después, otro susurro: "Tienes que huir de aquí, Jan, aléjate de esta sinrazón. Vive. El mundo necesita gente como tú, por favor, es el único camino. Yo me encargaré de mi padre. Ni él ni otros como él volverán a cometer un acto así en este reino, jamás. Lo juro." Después, otro beso, más largo aún que el anterior , hizo que pocos segundos parecieran épocas enteras.
Jan aún flotaba, mientras una tibia sensación iba calentando sus ateridos huesos, mas la mirada de ella lo devolvió al mundo real, y era ésta una mirada que no admitía contestación. Mientras comenzaba su huida de la capital, sus dedos entrelazados con los de Darja fueron resbalando y alejándose hasta que los dos últimos átomos se separaron finalmente. La vela se apagó. Jan corría escaleras abajo. Darja se quedaba a solas, en la oscuridad de la celda.
Praga, doce del mediodía del nueve de Octubre del año mil cuatrocientos doce.
Con la primera de las campanadas del mediodía, los verdugos prenden la pira funeraria con sus antorchas.
El rey clava su mirada en la escena que se abre ante sus ojos. Las llamas refulgen en sus pupilas mientras trepan rápidamente hacia la cúspide del macabro monumento, en cuya cima, una figura humana atada y envuelta en harapos se yergue inmóvil. Siempre ha disfrutado de esos momentos, en los que puede palpar y sentir cómo su real voluntad se eleva, hasta alcanzar cotas dignas de los mismos dioses, otorgando o quitando la vida.
Y sin embargo, el monarca no está tranquilo. Algo no va bien. El ruido y alboroto característicos del gentío, por alguna razón, son más apagados de lo normal. Mientras las campanas, pesadamente,caen una detrás de otra, lenguas ardientes hacen presa de la figura que se mantiene en lo alto y ascienden hasta envolverla por completo, mas ésta no emite sonido alguno.
Un silencio asfixiante comienza a envolver la plaza. Mientras el cuerpo arde y se consume, y el fuego avanza lamiendo las telas que le cubren de la cabeza a los pies, ni un solo movimiento, ni un solo lamento o quejido muestran el sufrimiento y el horror que está sufriendo. No se diría que es un ser humano quien arde en lo alto.
Entre el público se comienzan a oír algunos sollozos, y sin saber por qué, brotan algunos llantos. Las lágrimas reflejan la danza de luz de la macabra escena. Pero ni un solo sonido se oye, salvo los ecos de los últimos tañidos de las campanas del reloj, rebotando entre las piedras de la ciudad. El silencio posterior es sobrecogedor.
El rey se agita inquieto en su trono, incómodo, las manos crispadas. ¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué no grita el prisionero? Se pasa la mano por la nuca. Está empapada de sudor frío. Una gota helada resbala por su cerviz, erizándole el vello del todo el cuerpo. Si alguien hubiera prestado atención al regente en este momento, diría que acaba de ver una aparición, tal es la palidez de su rostro. Por enésima vez se recoloca, nervioso. Súbitamente se gira en su asiento, dirigiendo su mirada hacia atrás. Su rostro se descompone, la regia compostura se pierde, quizá para siempre. Con un sollozo desgarrador, antes de derrumbarse mientras contempla la tribuna real, el monarca sólo acierta a repetir una palabra:
-¡Darja!¡Darja!¡Darja!
El asiento de la princesa está vacío.
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