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El olor del éter inundaba la sala. Una mezcla de aromas asépticos emanaba del carro de la anestesia. Junto a él, el anestesiólogo mezclaba y administraba sus potentes pociones y fórmulas, como un chamán velando por el profundo sueño del hombre que yacía a su lado.En el suelo, un pequeño charco de sangre crecía, gota a gota. Su superficie brillante parecía la de un rubí y despedía un olor acre y metálico.Sobre la mesa de quirófano, unos paños grisáceos demarcaban el sitio quirúrgico, un cuadrado perfecto en cuyo centro se abría un gran hueco, rojo, negro y profundo. Asomados al abismo, podríamos observar el palpitar en el fondo. Y si hubiéramos prestado atención, escucharíamos el suave roce rítmico con el que los latidos marcaban el transcurrir de la cirugía.El chirrido del pulmón artificial (cuya tarjeta de manufactura británica se había tapado con un texto en cirílico, perteneciente al Ministerio de Recursos Materiales soviético) sólo era interrumpido ocasionalmente por las voces de los dos cirujanos. El resto de la decena de personas que asistían en la intervención guardaban un tenso y respetuoso silencio.
Pinza. No, ésta no. Sin dientes. Clamp de hemostasia.El crujido de la pinza al cerrarse sonó como la puerta chirriante de un cementerio.
Los aterrados ojos grises de Aleksei volaron de la mesa al rostro de Yelena, pero ésta no había dejado de mirar el lugar de la cirugía en ningún momento. Levantando lo suficiente el tono de voz para ser oída por todos, informó en ruso al resto de la sala:
Quien alguna vez haya jugado con un hormiguero sabrá cómo miles de hormigas enfervorizadas pueden organizar en segundos una defensa inexpugnable de su territorio. Lo mismo acababa de suceder en el quirófano, al emerger del tórax del paciente un potentísimo géiser de sangre pulsátil.Hemorragia. Suero. Compresión. Hipotensión. Taquicardia. Hipoxia.Valva. Clamp. Sutura.Órdenes y contraórdenes se sucedían en el frenesí que acababa de desatarse, mientras todo el hormiguero luchaba por controlar la emergencia.Un chorro de sangre arterial puede alcanzar una altura considerable. En la pared más alejada de la sala, dominando la escena, una imagen del rostro de Stalin contemplaba la intervención con beatífica sonrisa. Su sereno rostro contrastaba inquietantemente con las lágrimas rojas que caían por sus mejillas.* * * Aleksei parecía un autómata. Ajeno completamente al revuelo que le rodeaba, sus movimientos mecánicos y fluidos sólo tenían un fin: despejar el camino de Yelena para que pudiera reparar la arteria dañada. Separar, disecar, retirar sangre acumulada... todo era realizado sin pausa, con movimientos rápidos y precisos. Durante unos segundos, contempló a su colega, que observaba el sitio quirúrgico como una loba acecha a su presa. Ella levantó la vista un instante, y sus miradas se cruzaron. Bajo la máscara, jadeaba quedamente por el esfuerzo y la tensión, y sus pupilas dilatadas oscurecían sus ojos azul zafiro. Mientras la cirugía proseguía, Aleksei no pudo evitar recordar la primera vez que había visto esa mirada, casi diez años atrás:Como era habitual, el día había amanecido gris y plomizo. Era otra mañana fría de la primavera de 1945,y el sargento médico Aleksei Vasiliev observaba las lejanas columnas de humo mientras daba un paseo matinal para despejarse lejos del hospital de campaña. Las volutas diseminadas en el horizonte indicaban los lugares por los que la vanguardia del ejército rojo había irrumpido, haciendo estragos. Quedaban menos de cincuenta kilómetros hasta Chemnitz, y el sargento mayor Kovalenko, al mando del 112 batallón, había sido el encargado de despejar el camino de los ejércitos provenientes de Polonia. Compuesto básicamente por centenares de milicianos urkas, reclutados en los gulag de Siberia Oriental, los "carniceros de Kovalenko" habían ejecutado a la perfección su papel de jinetes del Apocalipsis, llevando la venganza, el terror y la muerte a lo largo de un corredor de casi seiscientos kilómetros. Una herida más en la piel de un continente desangrado.
Al llegar a lo alto de la colina, Aleksei se sentó en el muro derruido de un edificio posiblemente bombardeado con mortero, y encendió su pipa. Contaba los días que le quedaban organizando el hospital avanzado para los ejércitos centrales. Si todo iba bien, en un par de semanas podría regresar a Kiev.No se permitía pensar demasiado en su hogar, para no tener que enfrentarse a la melancolía que oprimía su garganta cada vez que recordaba a su mujer y sus hijas; su hospital, sus compañeros y sus pacientes. Su vida, ahora congelada en mitad de la nada, hasta que Jos hombres terminaran la guerra, o la guerra terminara con ellos.Guardó su pipa y pasó a través de un gran boquete, que probablemente había sido una puerta principal en el muro de ladrillo. Con cuidado, avanzó entre los escombros de Jo que hasta hace poco era una gran casa de campo familiar. La ausencia de animales en el exterior hacía pensar que las hordas del 11º habían pasado por allí, saqueando los corrales y haciendo quién sabe qué otras cosas.
El fuego había reducido a cenizas la mayor parte de la construcción, y apenas se podían distinguir los cimientos que delimitaban las estancias. Cruzó el acúmulo de cascotes para salir por otra abertura en el muro, cuando se percató de que una esquina de la estructura, más sólida que el resto, había resistido en pie. Se aproximó, y se sorprendió al encontrarse en los restos de una pequeña estancia hecha de piedra, con repisas empotradas. Sobre ellas, unos cuantos volúmenes gruesos habían sobrevivido milagrosamente al bombardeo. Tomó uno de ellos al azar, y no pudo evitar sorprenderse: tenía en sus manos un tratado francés de anatomía quirúrgica, un valioso ejemplar. Revisó rápidamente el resto, todos eran libros magníficos, la mayoría de ellos franceses, británicos o alemanes. Se sintió avergonzado al tomar cuatro o cinco de los más raros volúmenes, pero peor era la opción de dejarlos pudrirse a la intemperie en sus baldas. Cerró su zurrón, pidió perdón mentalmente al dueño de los libros, y al darse la vuelta para abandonar el lugar, vio la pistola que apuntaba directamente hacia él.
La joven que empuñaba el arma no podía tener más de 18 o 20 años. La suciedad y el barro cubrían su ropa. Su cabello rubio, polvoriento y desmadejado, cubría parcialmente su rostro, pero permitía ver el brillo oscuro y azulado, como petróleo, que sus ojos emitían. El frio, la humedad y el miedo hacían que su cuerpo tiritara incontrolablemente, pero el oscuro trozo de metal que sujetaba con ambas manos se mantenía firme, y nunca dejaba de apuntar a su blanco.
En ese momento, una súbita corazonada cruzó la mente de Aleksei. Sabiendo que podía ser su única baza, decidió seguir hablando.
El cirujano percibía que se le agotaba el tiempo. Súbitamente, su instinto de supervivencia tomó la palabra.
Helena se encontraba arrodillada a su lado. El arma apoyada en su regazo, sujeta por sus manos ahora sí, temblorosas, apuntaba al suelo. La joven también lloraba.En silencio se miraron a los ojos; mientras, la guerra continuaba.* * * El quirófano vacío parecía el campo de una batalla reciente. las paredes húmedas y calientes por el vapor de los autoclaves parecían tejido vivo. Varios charcos de sangre, suero y yodo formaban un mosaico perturbador en el suelo. Los cubos de desperdicios rezumaban gasas, paños, tubos, botellas y compresas sucias.Contenedores llenos de coágulos y restos de carne y grasa se apilaban contra la pared, esperando ser transportados al incinerador.la mesa de quirófano estaba surcada por costras carmesí. Hasta las lámparas y el techo habían llegado también signos de la lucha.Una puerta accesoria se abrió, dejando pasar a un miembro del equipo de limpieza de unos sesenta años que portaba una escalera y un cubo. Con paso presuroso, el hombre enjuto cruzó la sala, ignorando los restos sanguinolentos que se diseminaban por doquier. Colocó la escalera contra una pared, trepó hasta lo alto y comenzó a limpiar con cuidado y reverencia la imagen protegida por un cristal. Con disimulo, comprobó que se encontraba solo en la sala. En voz baja, como un niño que dice una palabrota a escondidas, murmuró:
* * * El sol de la tarde teñía de naranja la fachada occidental del inmenso Hospital Clínico Central de la U.R.S.S., también conocido como la Clínica del Kremlin.Desde la amplia terraza perteneciente al área quirúrgica se divisaba la gran extensión boscosa que cubría los terrenos del hospital, un manto verde y fresco que abarcaba hectáreas. Al fondo, se alcanzaba a ver los edificios de mayor altura que conformaban la ordenada cuadrícula de Moscú.Sentada en el suelo, con la casaca aún empapada de sudor, Yelena contemplaba la puesta de sol. Abrazaba sus piernas flexionadas con ambos brazos y apoyaba su mentón en las rodillas. Tras dar el último punto en el esternón, prácticamente habían arrancado a Kovarov de la mesa, y se lo habían llevado en volandas. Encontrándose de repente sola y algo desorientada, había vagado por los pasillos hasta dar con el mirador vacío en el que ahora se encontraba.
Aún no podía creer lo que había hecho, ni entender cómo había pasado. Su técnica estaba siendo perfecta hasta ese momento. ¿cómo no había sido consciente de la arteria accesoria que rodeaba el aneurisma? la pérdida de sangre había sido brutal, y el deterioro del paciente, inmediato. La cirugía nunca tenía que haber seguido ese camino, ni haberse desarrollado de un modo tan poco elegante.
Recordó las delicadas manos de su padre, cuando le enseñaba a disecar arterias en las piezas conservadas en formol de la Universidad de Dresde. Recordaba el día que ella le pidió por primera vez que le enseñara su oficio, con 14 años apenas cumplidos. Él la miró con rostro serio y sólo le hizo una pregunta.
Durante cuatro años, ella le había acompañado cientos de tardes a la sala de disección, había estudiado los tratados y atlas, y se había preparado concienzudamente para el momento en que por fin pudiera ingresar en la Universidad. Pero la guerra lo había truncado todo, haciendo que su sueño de aprender medicina junto a su padre se desvaneciera.
Pensó en Aleksei. Ese hombre la rescató de la muerte, o quizá de algo peor, y le dio la oportunidad de empezar de nuevo. Su vida no volvería jamás, pero al menos viviría una vida. Todo había sido sorprendentemente fácil gracias a él y su familia. La llegada a Kiev, la pérdida, el trauma... La familia Vasiliev, como todo el pueblo ucraniano, también había sufrido enormemente desde hacía décadas: las grandes guerras, el Terror Rojo, la colectivización y las purgas. La brutalidad dentro y fuera de sus fronteras había alcanzado cotas difícilmente imaginables. En cuanto conocieron su historia, supieron recomponer a Helena (desde entonces, Yelena) gracias a un espíritu de lucha, a un amor y a una fortaleza de alma fuera de lo común.Su experiencia y talento quirúrgico hicieron el resto. Destacó en la Universidad de Kiev, se doctoró brillantemente, y sus habilidades no pasaron desapercibidas para los altos cargos del Comisariado de Sanidad.Cuando le ofrecieron intervenir al despreciable Kovarov, aceptó sin dudarlo. Era una cirugía desesperada, que la plana mayor de cirujanos del régimen había rechazado. La muerte del General no tendría ninguna consecuencia sobre ella, ya que prácticamente se daba por hecho. Sostener en su mano el corazón del asesino de su familia mientras se detenía le parecía un curioso guiño final del destino, pero estaba dispuesta a aceptar el envite.Sin embargo, su error durante el aislamiento del aneurisma le había cogido completamente desprevenida. Desde ese momento en adelante apenabas recordaba nítidamente más que un conjunto de instantes inconexos: la sutura a ciegas para detener la hemorragia, el color rojo que lo teñía todo, el intento de reanimación de Kovarov…
La mano de Aleksei se posó suavemente sobre su hombro. Con los dedos de la otra mano, apartó los mechones de cabello que le tapaban la cara. Sonreía dulcemente.
La cirujana se mantuvo en silencio, mirando los últimos destellos del sol de la tarde. Más calmada, parecía la estatua de alguna deidad antigua, centrada y serena.
Aleksei la miró con interés, pero se mantuvo en silencio.
Aleksei sonrió, y puso una chaqueta sobre los hombros de Yelena, mientras la acompañaba hacia el interior.
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