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Sabía que vendrían. Su última llamada telefónica no dejaba ninguna duda. Lo que no imaginaba es que le enviarían precisamente a él. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Veinticinco, treinta años? Parece mentira que después de tanto tiempo pudiera reconocer tan claramente a alguien con el que apenas había convivido unas pocas semanas. Pero ahí estaba, entrando en mi pequeña tienda con su sonrisa inexpresiva y su mirada vacía (o tal vez debería decir con su sonrisa vacía y su mirada inexpresiva). Los años no le habían cambiado demasiado, se mantenía delgado y apenas destacaban en su pelo las primeras canas. Lucía la misma barba rala y descuidada que le otorgaba un aire falsamente adolescente, porque al mirarlo con algo más de detenimiento se percibía una amenaza latente, como si sobre él brillase un aura de peligro. Sobre todo me fijé en que todavía tenía esas mismas lesiones escamosas en la piel de las manos que le habían otorgado su nombre de guerra: Serpiente.Resulta extraño hablar hoy día del servicio militar, pero la gente de mi edad tuvo que hacerlo. Cuando terminé mis estudios, recién licenciado en informática y ya sin posibilidad de pedir más prórrogas, en una época en que la objeción de conciencia te podía llevar a la cárcel, no me quedó más remedio que ir a la mili. Me destinaron a un Centro de Transmisiones perdido en la montaña. Mis conocimientos de ordenadores me permitieron conseguir un puesto cómodo y dado mi escaso ardor guerrero, me propuse mantenerme lo más en segundo plano posible y dejar que el año pasara. Una característica fundamental de la mili era que juntaba a personas que jamás se habrían conocido de otra manera. Y por ahí pasaban hijos de muchas madres, incluso algunos hijos de mala madre… Ahí conocí al Serpiente.En cuanto llegó al cuartel con el último reemplazo todos vimos que no se trataba de una persona común, que era peligroso llevarle la contraria. Cuando se fueron los suboficiales y mientras sus compañeros miraban con cara de susto su nuevo destino, Serpiente se quedó sentado en el suelo jugueteando con una navaja de mariposa. El cabo Méndez, un asturiano de casi dos metros, con la seguridad que le daban su tamaño y la veteranía de encontrarse en su último mes de mili, amagó con darle una patada mientras con su vozarrón le mandaba a limpiar los retretes. Serpiente se levantó como un resorte, le golpeó con la cabeza en la boca del estómago y le colocó la navaja en la garganta. Méndez, sorprendido y dolorido, no se atrevía a hacer ningún movimiento. Tras un amago de retirar la navaja, volvió a presionar obligándole a levantar la barbilla. Vimos caer unas gotas de sangre. El mensaje estaba claro, no necesitó hablar para conseguir que desde ese mismo momento nadie se atreviese a mandarle nada, por muy veterano que fuese.En el Centro de Transmisiones la tarea de los soldados consistía en asegurar el mantenimiento de las instalaciones y su vigilancia. Serpiente se las arreglaba para eludir todo tipo de trabajo, diríase que era capaz de volverse invisible cuando los mandos estaban por los alrededores. Cuando le tocaba estar de guardia, todos estábamos inquietos al saber que iba armado. Pese a su escasa expresividad se notaba que las armas le gustaban. Continuamente montaba el CETME, y aunque lo hacía sin colocar el cargador, acababa por sacar de quicio al resto de sus compañeros. Era inútil recriminarle porque su reacción era apuntar al que se hubiese atrevido a contradecirle e incluso apretar el gatillo. Una bala accidentalmente deslizada en la recámara podría haber causado una desgracia.En las horas de las comidas se sentaba en cualquier mesa, sin plantearse siquiera si era el sitio habitual de los veteranos o de los de su reemplazo. Apenas cruzaba media docena de palabras con sus compañeros de mesa. Al final de la jornada, cuando abría la cantina, siempre pedía ginebra, consiguiendo además que otro pagase sus consumiciones, especialmente si era alguien poco dado a meterse en problemas; Alguien como yo. Decía que estaba esperando que su familia le enviase un giro, que en otro momento invitaría él. Nunca llegó esa ocasión. Una vez que tenía su vaso de ginebra no mostraba interés en relacionarse con nadie, se sentaba en un rincón bebiendo despacio, escuchando la música que hubiese puesta, jugando con su navaja de mariposa en giros interminables.Incluso los tipos fríos como Serpiente cometen a veces errores, y su pasión por las armas fue la que le traicionó. Una vez por semana en el cuartel se realizaba la revista de armamento. Además de los fusiles asignados a cada soldado, se contaban las cajas de munición, los casquillos sueltos, las piezas de recambio y se revisaban las armas cortas: media docena de pistolas que se guardaban en el armero, cuya llave siempre estaba en poder del suboficial de guardia. La tentación de tener al alcance de su mano una de esas armas fue demasiado fuerte para Serpiente, quien en un movimiento inusualmente torpe quiso esconder una pistola debajo de su guerrera. El subteniente Calonge, probablemente el más desconfiado de todos los mandos por lo que siempre estaba especialmente atento en esas situaciones, observó toda la maniobra. Todavía recuerdo el grito con que ordenó a Serpiente tirarse al suelo, mientras le encañonaba con su propia pistola, por supuesto cargada.Intentar robar armas al ejército no era ninguna broma. El subteniente informó al capitán, que puso en conocimiento del coronel juez togado el caso. El procedimiento exigía llevarlo para ser juzgado a Capitanía, pero dada la gravedad de los cargos y las evidencias preliminares, el juez ordenó su inmediato encarcelamiento en espera de que un destacamento de la policía militar viniese a hacerse cargo del traslado. Nuestro pequeño cuartel de montaña no tenía calabozo, de modo que el capitán decidió mantenerlo confinado en el dormitorio, siempre bajo vigilancia de dos soldados. Incluso le subían la comida, y al menos un soldado armado le acompañaba al baño, no permitiéndosele nunca cerrar la puerta. Todo eso no parecía importarle demasiado a Serpiente, quien deportivamente aceptaba su error. Incluso sonrió cuando le quitaron su navaja de mariposa. Lo que realmente le fastidió fue tener prohibido entrar en la cantina o beber alcohol.Por la noche todos descansábamos en el dormitorio común, donde él se había pasado todo el día. Insistía en que alguien le trajese ginebra, o cualquier cosa para beber, incluso intentó amenazar, pero ante la expresa prohibición del capitán nadie quiso arriesgarse. Cuando empezó a golpear como un loco una taquilla apareció el subteniente Calonge, que siempre daba varias vueltas por el cuartel y se acostaba tarde cuando estaba de guardia. El subteniente tampoco era de los que amenazaban en vano y le aseguró que le encadenaría a su litera si no paraba quieto y se acostaba inmediatamente.No olvidaré la última noche que Serpiente pasó en el cuartel. Sabía que al día siguiente la policía militar se lo llevaría, y que el juez militar le condenaría a pasar una larga temporada en algún castillo-prisión todavía más perdido que nuestro Centro de Transmisiones. En medio de la noche decidió acercarse y sentarse en mi litera. Empezó a hablar –algo raro en él- y no pude fingir que estaba dormido. En un tono calmado pero a la vez amenazante, fue quejándose de cómo le estaban tratando. Vivía como una tremenda injusticia que le privasen de beber, el único consuelo que podía tener. Me preguntó si le dejaba mirar en mi taquilla. No esperó mi permiso para hacerlo y cogió mi frasco de aftershave. Eso era sin duda lo que había venido a buscar.Actualmente los productos de belleza masculina se han multiplicado por cien. Solamente para después del afeitado se puede elegir entre lociones, bálsamos, cremas, emulsiones… Pero en los ochenta solamente había aftershave, que no era más que una colonia algo rebajada para que escociese menos, aunque aún tenía sus buenos cuarenta y pico grados de alcohol. Dando pequeños sorbos al frasco, Serpiente continuó hablándome casi toda la noche. Con sus palabras me llegaba su aliento de aftershave, beberlo al parecer conseguía mitigar su malestar. Cuando vació el frasco, lo volvió a colocar en mi taquilla y se volvió a su cama.Y veintisiete años después de todo eso reaparecía precisamente para entrar en mi establecimiento. Era difícil, por no decir imposible, discernir qué pasaba por la mente de Serpiente, pero mientras sus acompañantes comenzaban a vaciar mi tienda, me pareció percibir un leve gesto de reconocimiento cuando me miró y se dirigió hacia mí. Le dije que con el poco material que me quedaba no cubrirían los gastos, que lo único que conseguirían era arruinar mi negocio y que no pudiese pagarles nunca. Serpiente no era hombre de muchas palabras y mucho menos de dar explicaciones, pero aún así me dijo que eso era simplemente la propina, “por las molestias”, que el que iba a pagar todo era el seguro.Inocentemente pensé en el seguro de robo, pero Serpiente me aclaró que se refería al seguro de vida. Entonces recordé las condiciones que La Compañía Solidaria había puesto para concederme el préstamo. No solamente los intereses eran abusivos y respondía con todo mi patrimonio. Por si me ocurría algo, “una enfermedad o un accidente”, me obligaron a suscribir un seguro de vida que les garantizase recuperar su inversión. Como casi todas las entidades bancarias hacían cosas parecidas, no me paré a pensar lo que estaba firmando en realidad.Realmente estaba bien pensado. Cuando La Compañía comprobó que no podría devolver el dinero en el tiempo acordado y dictaminó que tampoco le merecía la pena prorrogar el plazo, puso en marcha el plan B. Sería una desgracia más en los tiempos de crisis y violencia que estábamos viviendo. Otra noticia de relleno en los periódicos: “Informático asesinado al entrar unos ladrones en su establecimiento”. Y el seguro pagaría la cantidad adeudada.Saber que van a morir vuelve a algunas personas audaces. Pero además yo ya me sentía en cierto modo muerto por otros motivos. Más que miedo sentí asco. Pensé en los clientes de La Compañía Solidaria. Curioso nombre para una entidad pirata que trabajaba mayormente con dinero negro financiando negocios ilegales y asuntos turbios. Me molestó que Serpiente me considerase otro más de los sinvergüenzas a los que habitualmente tendría que amenazar o matar. Porque mi historia era bien distinta, mis razones para acudir a La Compañía eran bien distintas. Y decidí contárselas. Y él me escuchó, tal vez en pago por aquella noche de hacía veintisiete años en que yo le había escuchado a él.Yo tenía una hija. Una hija maravillosa, de buenos sentimientos, cariñosa, alegre, responsable, brillante en los estudios… Una hija que era la felicidad de su padre y de su madre. Sí, aunque suene ñoño, éramos una familia feliz. Y esa felicidad se truncó de repente. Nadie sabe hasta qué punto su vida puede cambiar en un segundo. Elsa llevaba unos días que no se encontraba bien, el médico de cabecera primero no le dio importancia, pero luego empezó a sospechar que podía haber algo más serio.Cuando nos dijeron en el hospital que tenía cáncer no podíamos creerlo. Empezó el tratamiento, nos avisaron que sería duro… Pero lo peor fue cuando nos comentaron que no estaba respondiendo. No lo podíamos creer. Un día el oncólogo nos llamó a su despacho para decirnos que no había ninguna esperanza, que lo mejor que podíamos hacer era llevárnosla a casa para que por lo menos muriese con el calor de la familia. Siempre he sido una persona de paz, calmada, pero en aquel momento me costó contenerme y no golpear a aquel médico. Con todos los avances de la medicina, ¡cómo era posible que no pudiesen salvar a mi hija!Pensamos en buscar otro sitio, llevarla a Estados Unidos… Lo que fuera con tal de salvar a nuestra hija. Alguien bien intencionado aunque mal informado nos habló de una clínica especializada en cáncer en una ciudad cercana. Concertamos una cita y una señorita muy amable nos condujo a un elegante despacho donde nos esperaba un doctor de cuidada barba entrecana, elegantemente vestido bajo su inmaculadamente blanca bata que se presentó como el Director del Equipo de Oncología. Nos escuchó sin prisas con gesto profesional, examinó los informes que llevábamos, incluso hizo unas bromas amables a nuestra hija. Confirmó el diagnóstico que nos habían dado en el hospital, pero se mostró mucho más optimista en el pronóstico. Nos habló de diversas posibilidades de tratamiento, de fármacos recientemente introducidos, de terapias combinadas… Lamentó brevemente que no hubiésemos acudido un poco antes, pero aún así nos aseguró que tenían buena experiencia en casos parecidos. Vimos el cielo. Si estábamos de acuerdo, comenzarían por una serie de pruebas (escáner, resonancia, análisis, biopsias…) para definir aún mejor el plan de tratamiento. Podían empezar ya mismo.No dudamos en aceptar. El distinguido doctor llamó de nuevo a la sonriente recepcionista, que con la misma amabilidad del principio nos llevó a otro despacho, en la zona de administración. Un hombre joven, prematuramente calvo, con un traje que no le sentaba tan bien como al doctor, más atento a la pantalla de su ordenador que a nosotros, nos presentó varios documentos. El primero era el presupuesto (estimación de costes lo llamó), que mostraba una cifra escandalosamente elevada; el resto eran consentimientos, autorizaciones, exenciones de responsabilidad… El administrativo, en un tono bastante seco, nos dijo que antes de comenzar ningún tratamiento la Clínica exigía la firma de toda la documentación y el ingreso de la cantidad estimada. Lo hicimos.Y comenzó el infierno. No fuimos capaces de verlo en ese momento, pero nuestra hija fue víctima del encarnizamiento más atroz que se puede hacer con un paciente. A un tratamiento agresivo que la dejaba barrida seguía otro peor. Primero nos dijeron que la evolución era muy buena, que estaba presentando las pequeñas complicaciones habituales, que por eso mismo era importante no interrumpir el plan terapéutico. Además, todas esas complicaciones requerían procedimientos y fármacos no contemplados en el plan inicial, lo que significaba una nueva visita al despacho de administración y una nueva factura, cada vez mayor que la precedente.Se nos acabaron los ahorros. Tratamos de explicárselo al gerente de la clínica, quien lamentaba profundamente no poder ayudarnos, ya que no recibían fondos públicos y dependían exclusivamente de facturar sus servicios. Si no podíamos pagar, tendríamos que volver a la sanidad pública. Y era una pena porque lo que el personal clínico le transmitía era que nuestra hija estaba haciendo grandes progresos.Por una hija haces cualquier cosa. Malvendimos el coche, malvendimos la casa, malvendimos todo… Pero la clínica seguía demandando más dinero. Nosotros veíamos a Elsa cada vez peor, sin pelo, llena de llagas, los labios en carne viva, sin poder comer, con la piel transparente, los ojos hundidos… Ya ni el Director del Equipo se atrevía a decirnos que la evolución era adecuada, en lugar de eso nos insistía en la necesidad de pasar a tratamientos de rescate experimentales, es decir, todavía más caros. Llegó a decirnos que si de verdad nos importaba nuestra hija teníamos que hacer un esfuerzo para pagar esa terapéutica.Intentamos conseguir un préstamo. Visitamos todos los bancos, todas las cajas, todas las empresas crediticias… En plena crisis económica tras la burbuja inmobiliaria, ninguna entidad asumía conceder dinero a un particular que lo iba a utilizar para pagar un tratamiento médico. Alguien bien informado aunque mal intencionado nos habló de La Compañía Solidaria. Ahí conseguimos el dinero. Dinero que sirvió para alargar la agonía de nuestra hija una semana más y pagar su funeral.Serpiente permaneció callado mientras le contaba mi historia. Me puso la mano sobre el hombro, parecía que mi relato le había conmovido. Me atrajo hacia sí, me extrañó pensar que iba a abrazarme. Entonces reconocí un sonido que me devolvió a la realidad, un sonido que llevaba muchos años sin oír, el sonido de una navaja de mariposa girando al abrirse. Serpiente era un buen profesional. Ni siquiera sentí dolor cuando la hoja de metal se abrió camino a través de mi cuello. Y mientras me hundía en el olvido, me di cuenta de que todavía el aliento le olía a aftershave.
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