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Las lágrimas se escapaban de sus ojos. Cuanto más lo intentaba, más incapaz se veía de mantenerlas a buen recaudo. Algunas fluían rápidamente al encauzarse por los surcos profundos de unas arrugas que hacía muchos años habían dejado de importarle; otras lo hacían a intervalos, interrumpidas por los pelos sueltos de la barba mal afeitada.
Llorar a su edad por la añoranza del amor que sentía por su mujer le avergonzaba y le hacía sentirse aún más débil. No quería delatarse, así que ni pensar en tratar de coger el pañuelo del bolsillo de la bata para secarse la cara. El temblor y la exasperante lentitud de los movimientos habían hecho que ni siquiera hubiera sido capaz de encontrar la abertura del bolsillo las últimas veces que lo había intentado. Lo único que conseguía era que la mano se deslizara incontrolada entre las arrugas de la tela sin llegar a alcanzar su objetivo. El cuidador de la residencia que solía acompañarle, y que también hoy había empujado la silla de ruedas hasta el lado soleado de la plazoleta, siempre estaba pendiente para limpiarle las babas que le fluían constantemente por las comisuras de los labios. Ante cualquier amago de movimiento enseguida se daría cuenta de que algo pasaba. Lo mejor sería estarse quieto. Aún no se había acostumbrado del todo al progresivo deterioro que le ocasionaba su enfermedad; y solo a regañadientes toleraba que otro se viera obligado a solventar las miserias que producía su cuerpo. Llegados a este punto, hay que explicar que, aunque a muchos les parezca que no tiene lógica, el ser incapaz de secarse aquellas lágrimas por sí mismo le producía una mayor sensación de vergüenza e impotencia que no poder mantener a raya su propia saliva. El babeo hacía tiempo que era un acto involuntario que ya no podía evitar y, sin embargo, el llanto hasta entonces siempre había sido capaz de posponerlo, de reservarlo para su intimidad.
El cuidador se había sentado en uno de los bancos del pequeño parque y leía un libro disfrutando a su manera de la mañana de sol. Gracias a Dios estaba tan ensimismado en la lectura que no se había percatado de su angustiosa situación. Pronto lo haría si no conseguía contener ese río líquido que amenazaba con desbordarse. Tenía calculado que, más o menos cada veinte minutos, su acompañante utilizaba el pañuelo para limpiarle la boca y entonces las vería, vería esa humillante incontinencia lacrimal. No solo eso; le preguntaría por la razón y no sabría que contestarle. ¿Qué le iba a decir este pobre viejo?: ¿…que echaba de menos las caricias de su mujer?; ¿…que echaba de menos sus besos?; ¿…que después de tantos años de soportarlas con estoicismo ahora le faltaban sus broncas?
Ese parque sin árboles en el que se encontraban, la plazuela rectangular que había delante de la que durante tanto tiempo había sido su casa, siempre le pareció anodino. Era el mismo monótono e insulso parque desde el primer día en que lo vio a través de la ventana del tercer piso a la que ahora se asomaba su esposa. Se le ocurrió que no había sido siempre así y que, tal vez, aún vivían algunas personas que lo habrían visto en otros momentos de esplendor. Hasta entonces no le había prestado una especial atención al asunto, y tampoco ahora sabía por qué acababa de surgir aquella idea en su cabeza; si no era quizá para intentar desviar la atención del sentimentalismo que la bloqueaba. De pronto tuvo la certeza de que alguien lo habría conocido cuando aún era una zona frondosa con árboles, en los que los niños habrían colocado cuerdas a modo de columpios, y alguno se habría caído, y se habría rozado las rodillas, y habría llorado por un dolor fácilmente justificable, un dolor corpóreo, no uno ligado a la vejez y la decrepitud como el que ahora le atenazaba. Seguro que antes de que llegaran las excavadoras y las hormigoneras a hacer su trabajo y lo convirtieran en la zona de esparcimiento de un barrio obrero, que era tanto como decir el sitio donde no se había construido otro edificio, la zona estaba llena de la vida que ahora parecía faltarle. Pero, en realidad, todo eran imaginaciones suyas porque, antes de que él y su mujer fueran a vivir a aquel bloque de pisos, nunca había pasado por allí; y en el momento en el que se mudaron ya habían urbanizado la plaza con esa mole de cemento sembrada de bancos con pies de hormigón y respaldos de madera. Desde que él lo recordaba era el “Parque de los Bancos”. El nombre, con mucha lógica, se lo habían puesto los vecinos porque ningún funcionario del ayuntamiento tuvo la osadía (o se tomó nunca la molestia) de ponerle el de un poeta o un prócer de la patria, y de algún modo había que referirse a él. En sus bancos, las mujeres tenían por costumbre sentarse a charlar cuando empezaban a alargarse los días y regresaban los atardeceres templados, mientras los niños jugaban a su alrededor y se comían las meriendas de pan con chocolate después de volver del colegio.
Así era, hacía ya una vida, el que hoy le parecía el sitio más triste en el que se podía estar. A pesar de esta verdad, que acabó por sustituir a la digresión anterior en su pensamiento, había otra aún mayor: todas las mañanas desde hacía nueve meses, cuando le habían ingresado en aquella residencia que “estaba tan bien y tan cerca de casa”, esperaba, mirando hacia arriba, a que dieran las once en aquel lugar, como si el resto de las horas y lugares no tuvieran ningún valor. ¡Maldita sensiblería de viejo chocho!
Ahora que ya no veía nada bien, la ventana que siempre le había parecido tan identificable y familiar, tan vital como si fuera el corazón de aquel edificio, tan insignificante para el resto del mundo, con las persianas azules al igual que todas las demás; ahora que la encontraba lejana y borrosa; ahora sí que era de verdad el centro del universo. Reconocía a Concha asomada en ella porque, después de tantos años, la hubiera podido distinguir en cualquier parte, aunque estuviera ciego. Y, sin verla con nitidez, podía imaginar la tristeza en sus ojos. Y si la tristeza no se reflejaba en ellos como él intuía, porque su mujer siempre había sido más recia que él afrontando y disimulando los sinsabores de la vida, aún peor, porque de lo que no había duda era de que sí estaba en su alma.
Imaginaba a su mujer llevando con resignación las fracturas provocadas por la caída. Lo mismo que años antes había sabido hacerle frente a un cáncer de mama y, desde hacía ya un largo tiempo, al párkinson que padecía su marido. Y, pese a todo, cada una de las mañanas de este otoño tan alejado de otros de dicha, coja e incapacitada por la caída y la rotura de la cadera, prisionera en un maldito tercer piso sin ascensor, pegada al alfeizar de la ventana desde las once en punto, sentada ella también en una silla cuyas ruedas no eran capaces de salvar las escaleras que la separaban de su viejo, tembloroso y emocionado amante de toda una vida, mutilada por el cáncer y las cicatrices de otros padecimientos, aquella mujer indestructible, aún era capaz de transmitirle su fuerza desde la distancia.
En aquel instante le pareció ver que Concha también se secaba las lágrimas con un pañuelo de flores. Las suyas, entonces, sin contención, empezaron a fluir a chorros y a mojarle los cuellos de la camisa. Pero ya no sentía vergüenza por el amor dado, sino orgullo.
Hizo un último esfuerzo para centrar su mente de nuevo en otros pensamientos y se dio cuenta de que había olvidado completamente por qué sus amigos empezaron a llamarle “el Músico”.
—¡Chaval! ¿Me das el moquero que tengo en el bolsillo, que se me ha metido algo en los ojos?
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