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(Relato inspirado en el ensayo “Sobre el punto de vista en las artes” de José Ortega y Gasset)
La mirada del artista
Por la mañana he acudido al consulado. He aprovechado que tenía que rellenar unos papeles para visitar por última vez a mi amigo, el secretario del cónsul. Esta vez ha sido gratis. Regalo de despedida, ha dicho él. La bolsita de polvo blanco que ahora guardo en un bolsillo de mi pantalón. Aunque nunca me ha mencionado quién es su proveedor, sé que se trata del hijo del embajador. Lo introduce en el país por valija diplomática, y luego lo reparte entre sus colegas cuando montan esas fiestas salvajes de las que tanto hablan los expatriados. Esta bolsita contiene los dos últimos gramos: habrá que gozarlos. Sin embargo, temo que no tendré suficiente: varios son los días que aún me quedan por pasar en el resort, y hoy mismo voy a acabar con casi todo el material.
A la tarde he quedado en mi apartamento con un viejo crítico, doctor emérito de no sé qué universidad parisina, que ha venido hasta aquí para entrevistarme. Ahí caerán dos o tres rayas. Dice que quiere publicar un artículo sobre mi nueva exposición en su boletín universitario. En realidad, poco le importa lo que le vaya a contar; nuestro encuentro es para él un puro trámite con el que justificar a su facultad los gastos del viaje. Sé que si se ha tomado la molestia de volar durante más de quince horas hasta este recóndito resort, es para degustar placeres que tiene prohibidos en su patria. Es vox populi que le gustan los niños. Pederastia, pues, financiada por el Ministerio de Cultura de Francia.
Luego de despedir al viejo vendrán a pasar la noche dos veinteañeras danesas con las que charlé ayer en la playa. Cuando nos bañemos en el jacuzzi de mi terraza querrán probar un poco del polvo blanco. A todas les excita pensar que, si son pilladas in fraganti por la policía de narcóticos, posiblemente acaben sus días cagando y meando en un orinal que compartan con otras doscientas presas. El peligro las pone cachondas. Con ellas se irá un gramo.
Pero antes debo de llamar al servicio de mantenimiento del resort: durante esta madrugada se ha acabado el combustible del generador. Es el único modo de obtener luz a partir de las nueve de la noche, cuando sobreviene la interrupción de la tensión eléctrica. Desde el otro lado del teléfono una voz nerviosa con acento local me asegura, entre decenas de disculpas aceleradas, que el problema estará resuelto antes del apagón. Que enseguida envía a alguien. Me encanta la prontitud y la urgencia con la que solventan los problemas los habitantes de este país. Idolatran al occidental; tratan de satisfacer nuestros menores deseos. No soy racista, pero desde que resido en este resort he llegado a la conclusión de que cada raza ha evolucionado para adaptarse a unas funciones sociales, a unas necesidades colectivas. Así, a estas gentes les encanta obsequiar placer a los europeos. A la vez, nosotros disfrutamos con su servicial abnegación, su entrega incondicional. Si este resort es tan tranquilo, tan pacífico, tan armonioso, es porque aquí se respeta esa división natural de funciones. El paraíso no radica en dar a todos lo mismo; sino en ofrecer a cada uno lo que realmente necesita.
Pronto mis problemas con el suministro eléctrico serán historia: en poco más de una semana volveré a Europa. He pasado tres años desconectado de la vida urbanita; de las modas y las tendencias más actuales. Y de esa vorágine incesante de exposiciones, happenings, fiestas, inauguraciones, premios, conferencias... El éxito de mi última exposición en Nueva York me dejó exhausto. De la noche a la mañana me convertí en el tercer artista vivo más cotizado, tan solo por detrás de Gerhard Richter y mi buen amigo Jeff Koons. Los curadores de los más grandes museos me imploraban de rodillas que les prestara algún cuadro, aunque fuera el más insignificante; o que retirara cierto paisaje de gran formato de una subasta en Christie's, donde no tenían posibilidades frente a los magnates chinos y los jeques saudíes.
Pero las musas me abandonaron. De vuelta al estudio era incapaz de concentrarme frente al lienzo en blanco. Todos los grandes genios de la pintura han tenido que dar, en un momento u otro de su carrera, un gran salto al vacío. Sus trabajos traspasan nuevas fronteras expresivas. Triunfan, revolucionan y trascienden en la historia. Yo, sin la habilidad ni la inteligencia de mis antecesores, no me atrevía a dar ese arriesgado paso. Peor aún, caí dentro de un agujero negro que absorbía toda mi inspiración, y luego la vomitaba transformada en frustración.
Por ello decidí huir de Europa. Me escondí en este recóndito lugar de Extremo Oriente. Necesitaba alejarme de mí mismo, y de aquellos que me conocían. No podía soportar más sus miradas, inquisidoras, complacientes o desafiantes; todas ellas incapaces de separar mi yo como ser humano de mi yo artista. Aquí nadie me conoce. La gente es pobre, miserable, inculta. Pocos saben leer y escribir. Mucho menos se preocupan por el arte. Sin embargo viven en la mayor de las felicidades, con una sonrisa estampada en sus cálidos semblantes, irreductible a los avatares y penurias del destino. Saben que viven en el mejor de los mundos, y se conforman con ello. El extranjero, cuando recala aquí, se contagia, casi sin darse cuenta, de esa paz espiritual. Tal vez sea porque ignoran las leyes judeocristianas que aquí no se padece el falso pudor hipócrita que envenena la sociedad occidental. Por ejemplo, las mujeres viven su sexualidad de manera libre, desprejuiciada, y se entregan a nosotros, los occidentales, no por necesidad o desesperación, sino con la curiosidad de descubrir nuevas vías a su placer.
Los primeros lienzos en los que trabajé aquí continuaban la desastrosa tendencia que creía haber dejado atrás en Europa. Como diría el gran José Ortega y Gasset, la técnica pictórica era “de bulto”: dibujaba cada elemento del cuadro con una meticulosidad casi enfermiza, puntillista, como si utilizara un microscopio para analizar cada defecto, cada virtud de los objetos que representaba. Habrá quien admire esos cuadros tan prolijos, pero yo los desprecio: no son más que boutades de artesano, vacías de espíritu artístico.
Un mediodía salí a la terraza y sorprendí holgazaneando a una de las sirvientas. Estaba abstraída, apostada sobre la barandilla, su mirada alejada de este mundo. Al verme se asustó, agachó la cabeza avergonzada y se dispuso a entrar corriendo al apartamento. Yo, sin embargo, le pedí que se quedara allí, en la terraza, junto al gecko que ronda incansable por la solana; delante del mar, del sol que reina sobre el cielo inmaculado... Saqué el caballete y me puse a pintar. Por primera vez en mucho tiempo me olvidé de los objetos que encontraba en mi campo visual. Ni siquiera los esbocé: tan solo bosquejé el efecto de la luz de ese sol de Oriente que incidía perpendicularmente sobre ellos: sobre la muchacha, sobre el gecko, sobre los tamarindos, sobre la fina arena de la playa... Un atrevido juego de destellos y de sombras que habría causado admiración al mismísimo Caravaggio. Había recuperado la inspiración; volvía a sentirme el artista que un día fui.
A partir de entonces la joven sirvienta se convirtió en algo más que mi modelo: era la referencia visual a partir de la cual generaba toda la obra pictórica. Aparece a lo lejos, sentada sobre unas rocas, junto a una inmensa pagoda. Vestida con su escueta falda negra de criada y mandil blanco de encaje. Desnuda, protegida por el mosquitero que envuelve una cama. Disuelta, a modo de chambelán de las Meninas, en el punto de fuga de un bodegón con patos desplumados, rambutanes y papayas…
Ocurrió que un día no era capaz de encontrar las gafas que siempre guardo en la mesilla de noche. Todos mis esfuerzos por recuperarlas fueron en balde. Maldecí mi mala fortuna; me arrepentí por no haberme operado de la vista cuando aún estaba en Europa. Ofuscado y desanimado, pues no había optometrista en el resort, me vi obligado a trabajar sin ellas, a ojo desnudo. Fue entonces cuando descubrí un nuevo mundo de trazos borrosos, groseros, pero también salvajemente expresivos. Al pintar sin gafas había dado el salto al vacío al que está obligado todo gran pintor. Había encontrado mi destino en el arte.Es un buen momento para abrir la bolsita que me han regalado en el consulado. Solo dos tiritos...
Escucho el timbre de la puerta ¡ding dong, ding dong! La coca me sobreexcita los oídos y parece que me vayan a estallar los tímpanos ¡boom, bang! Entra el viejo... ¡qué feo es! ¡puajj! Menuda nariz más gorda y roja, atiborrada de manchas y granos. Da miedo su mirada tórpida y su media sonrisa de hijo-de-puta. Se tiene que ir antes de que vengan las danesas. Tal vez las reciba con luz de velas; ellas lo preferirán así y podrán contar a sus amigas que estuvieron en el jacuzzi de ese famoso pintor, disfrutando de sus burbujitas ¡blur, blur! Pero necesito que funcione el generador eléctrico para que el jacuzzi eructe sus burbujitas ¡blur, blur! ¡Cómo les gusta a todas las chicas el blur blur de mi jacuzzi! Y los geckos que corretean por las paredes y las barandillas. Y el champán francés ¡pop, choof! Y la coca en sus narices quemadas por el sol ¡sniff, sniff! Respira. Un, dos, tres…
El viejo sabe que voy puesto hasta las cejas de cocaína y no le importa. Brindamos con un whisky por el éxito de mi exposición en Londres. ¿Y luego qué? Me pregunta. ¿Cuál será mi próximo destino? Vuelvo a Europa, pero solo por unos meses. Me aterra la idea de volver a instalarme allá y perder de nuevo la mirada de artista que tanto me ha costado recuperar. Pero tampoco puedo seguir en este maravilloso resort. Sí, es cierto, ha sido una etapa muy fructífera, pero ya he agotado las posibilidades artísticas que me ofrecían el país, el paisaje, la modelo.
Quiero seguir ahondando en el proyecto de análisis de la mirada natural que he iniciado aquí. Estoy seguro de que las lentes roban gran parte de la subjetividad de nuestra mirada; la nitidez que ofrecen las gafas es puro artificio. Por ello, cuando acabe la exposición en Londres y tras participar en varias conferencias universitarias, tomaré un avión a Ciudad del Cabo. Allí suelen fondear los escasos barcos que tienen como escala en su ruta la isla de Tristán da Cunha, en pleno Atlántico Sur. En ese trozo de tierra perdido entre el azote del viento y la inaccesibilidad de las aguas vive desde hace dos siglos un grupo de colonos británicos. Sin apenas contacto con el exterior, sus cuerpos están devastados por las enfermedades que genera la endogamia más severa. Sí, allí se casan primos con primos, pues todos han acabado por pertenecer a la misma familia. Así, la mayoría de sus habitantes sufre de glaucoma hereditario, enfermedad que mal pueden tratar porque carecen de servicios médicos. O están ciegos, o están en camino de quedarse ciegos. Y yo conviviré con ellos durante medio año. Me adueñaré de su ignoto universo, reducido a unos pocos kilómetros cuadrados de tierra firme: tan exiguo, tan cerrado… ¡tan perfecto! Quiero adentrarme en la mirada de esa sociedad mínima, corroída por la ceguera. Será el último paso que dé para liberar mi capacidad expresiva. Abandonaré por completo esa mirada microscópica con la que tanto sufrí y que tan pocas satisfacciones artísticas me ofreció. Entonces podré volver a Europa.Llaman a la puerta. Deben de ser del servicio de mantenimiento. Vienen a llenar el depósito del generador. Si me excusa un minuto...
La mirada de la sirvienta
El chófer que le ha llevado a la ciudad me ha asegurado que ha entrado en el consulado. Por lo tanto, es cierto: ya ha conseguido el visado. Mi visado. En una semana estaré fuera de aquí. Había empezado a dudar sobre sus intenciones, sobre todo después de que durante el último mes me haya evitado sin ningún tipo de rubor. Dicen que está nervioso, estresado; que va a presentar nuestros cuadros en una importante exposición de Londres. ¡Oh Londres... pronto te conoceré!
Es mejor no molestarle cuando está alterado: bebe, se mete ese polvo blanco por la nariz, insulta. Una vez que esnifó más de la cuenta me abandonó medio desnuda enfrente de la casa de mis padres, con el rostro amoratado. He hecho bien al no acercarme a él durante estas últimas semanas.
Ya tiene el visado. Mi visado. Y me iré a Europa con él. Aprenderé su idioma y, si es necesario también el inglés, el francés o el alemán. Durante estos tres años, además de con señas, solo nos hemos comunicado con mis “yes, yes” y sus “no, no”. Si voy a ser su mujer creo que tendremos que entendernos mejor. ¿Su mujer? ¿Nos casaremos? He oído que en Europa no hay que estar casado para vivir juntos y formar una familia. Él nunca me ha ofrecido una alianza de oro; ni una pulsera de hojalata, ni un vestido barato, ni unas miserables chanclas... Nunca he recibido nada de él, aparte de palizas y unos pocos dólares al mes con los que compro los aerosoles para mi padre. No creo que nos casemos en Europa. Me da igual. No quiero ceremonias. Tan solo necesito IRME DE AQUÍ.
Tendré que aprender a quererle. O, por lo menos, tendré que seguir queriéndolo como lo he estado queriendo hasta ahora. Recogerle entre mis brazos cuando le entra una de sus miserables crisis de lloros. No vomitar mientras me utilice en juegos de cama que jamás a nadie podré confesar. Pasar la noche junto a él y dos o tres mujeres más. El año pasado tuve que llevar un yeso en la muñeca derecha. Y un collarín. Y varios puntos de sutura en el labio inferior, de aquella mañana cuando me acusó de haberle robado sus gafas... ¿me tratará mejor cuando vivamos en Europa?
Lo que peor llevaré allá en Europa no serán sus palizas, sino las miradas de las otras mujeres. Me observarán a distancia, entre el desprecio y la condescendencia. He conocido a todo tipo de europeas, pero en el fondo todas son iguales: unas harpías. Con sus lenguas pueden llegar a provocar más daño que todos los golpes y los desgarros en la entrepierna que nos obsequian sus hombres. Porque creen que nosotras somos unas putas que nos gusta acostarnos con sus maridos, con sus padres, con sus hijos; unas rameras de ojos rasgados que nos dejamos humillar por un plato de arroz.
Ahorraré el poco dinero que me dé. Se lo enviaré todo a mi familia. Mi padre podrá pagarse los inhaladores que necesita para respirar. Tantos años trabajando en la hullera le han comido los pulmones. Da pena verle tendido en su camastro, lleno de pupas y llagas porque apenas puede moverse. Cuando tose se retuerce de dolor, y escupe trozos de carne con sangre. Con el dinero le pagaré el tratamiento, y una enfermera que le cuide por el día. Y otra por la noche. Y mi madre... que se está quedando ciega de tanto coser en la maquiladora. De sol a sol, manos encallecidas y espalda torcida hacia adelante. Con el dinero que consiga podrá dejar el telar. ¿Y mi pobre hermana? A ella será la primera a la que ayude. La sacaré de ese tugurio donde trabaja de camarera, donde unas noches no le pagan, y otras le pegan. Para ella será la primera remesa que consiga reunir. Porque mi hermano... él ya no tiene solución. Es demasiado tarde para salvarle. Me han dicho que hace dos semanas se presentó en casa de los padres, altivo y pendenciero, señalando con orgullo el revólver que centelleaba en su cinturón. Ahora es un matón con arma de fuego. Yo ya no puedo ayudarle. Lo mejor que pudiera ocurrirle sería que una brigada del ejército lo acribillase a balazos. Lo peor, que caiga en manos de un clan enemigo: lo castrarán, le arrancarán los ojos y, cuando esté a punto de morir de hambre y abandono, lo colgarán de un mangle, allá perdido entre los pantanos.
Anochece. Voy de camino a su apartamento. Le besaré en la boca, en las manos, en los pies... Le daré las gracias por el visado, mi visado. Lo extraño es que no hay ninguna luz encendida, ni siquiera en las farolas que flanquean la puerta de entrada, y que siempre están envueltas en una densa nube de insectos. Llamo al timbre. No suena. Pego dos fuertes aldabonazos. Tampoco hay respuesta. La puerta siempre está abierta, curiosa costumbre entre los turistas: confían tanto en nuestra docilidad y sumisión, que nos creen incapaces de robarles. Si no les robamos es por el miedo a ser descubiertos por los vigilantes del resort, psicópatas sin escrúpulos. Por mi les desvalijaba y les obligaba a abandonar nuestro país en paños menores. Entro en el apartamento, no se enciende la luz, y tropiezo con algo. Dos bidones de gasolina... ¿qué coño hacen dos bidones de gasolina en el vestíbulo? Escucho voces, risas. De él y dos mujeres. Provienen de la terraza. Allí están, bañándose desnudos en el jacuzzi. Me sorprende que no lo haya encendido, con lo que le gusta alardear de sus burbujitas delante de las extranjeras. Alrededor de ellos titilan unas velitas blancas. Hablan, gritan, se tocan, se besan, beben champán. Una de ellas sale del jacuzzi, se acerca a una mesita y aspira una raya de polvo blanco. Ninguno de ellos se percata de mi figura hasta que, con mis pies, piso una de las velas y la apago. Él me mira con una mezcla de sorpresa, asco e indignación. “¡Ouch, ouch! ¡Go away!” Me dice entre aspavientos. Yo le sonrío con dulzura. “Visa? Passport?”. “No visa. Ouch, ouch! Go away!”. Entonces él dice algo al oído de la rubia que se acaba de meter polvo blanco. Y se ríe. Y se ríen. “No visa. Never visa. Good riddance!”.
Él fue al consulado. Sí. Pero no para conseguir el visado, mi visado. No iré a Europa con él. Ni con nadie. No podré salir de aquí. Tendré que seguir limpiando la mierda de los señoritos europeos. Abusarán de mí. Me molerán a palos cuando estén a punto de ser descubiertos por sus mujeres. La culpa será siempre mía. Porque seré yo quien les habrá incitado a que me arranquen la ropa y marquen mis muslos con moratones. Mi padre morirá asfixiado, sin inhaladores, sin enfermeras que le cuiden. Mi madre seguirá trabajando catorce horas diarias en la maquiladora, hasta que un día se quede ciega y la despidan sin contemplaciones. Mi hermana pequeña se preñará de algún indeseable y no tendrá otra opción que prostituirse para no morir de hambre. Y mi hermano... mi hermano no tiene futuro, con o sin visado.
Antes de salir de su apartamento he de recuperar mi pasaporte. Un pasaporte sin visado. Recuerdo que se lo dejé en el dormitorio, dentro de un cajón de la cómoda. Ahí seguirá; no lo habrá ni tocado. No funciona ninguna bombilla. A tientas, entre tropiezo y tropiezo, llego a la habitación. Alcanzo la cama y... ¡por dios! Lanzo un grito. He tocado un cuerpo. Alguien enciende la luz de un teléfono móvil. Está desnudo. Es viejo. Muy viejo. Nariz bulbosa y rojiza. Ojos saltones, zumbones. Arrugas y verrugas en el pecho, abdomen y pene. Me sonríe con lascivia y señala con su afilada mano un bulto que yace en la cama, a la sombra de la tenue luz de su teléfono. Cuando acerca la pantalla al bulto distingo la figura de un niño tembloroso. Lo conozco: es el hijo de un trabajador de mantenimiento. Rostro asustado, dolorido. Sangre en las sábanas. Estoy a punto de gritar, monstruo, alimaña, perro salvaje. Que esa criatura tiene tan solo nueve años. Pero callo. Tomo el pasaporte y salgo tan rápido como me lo permite la oscuridad.
Oigo cómo él y las dos mujeres entran riendo y cantando al salón. Yo me apresuro a encontrar la salida de ese antro. Pero antes de alcanzar la puerta de la calle caigo de bruces sobre el suelo... ¡Mierda! Estoy sangrando por la nariz. Me llevo la mano al ojo derecho: está hinchado, y probablemente me haya cortado la ceja. Maldita mi mala suerte. Sin visado. Sin viaje a Europa. Sin futuro. Tres años de mi vida echados por la borda junto a un malnacido. Me ha engañado... ¿o soy yo la que me he engañado? Porque... ¿me esperaba un final diferente? Tarde o temprano, esto iba a suceder: él me iba a dejar abandonada, como el despojo de un animal en la cuneta de una carretera. ¿Pero qué iba a hacer? ¿Tenía otra opción? Estaba desesperada. NECESITABA CREER, aunque todo fuera una mentira. Grito, chillo, lloro. Doy una patada de rabia contra aquello con lo que me he tropezado. Es un bidón de gasolina. Está lleno.
La mirada del periodista
(…) No están aún claras las causas, pero las autoridades apuntan a que el incendio se originó en la terraza, a partir de unas velas encendidas que prendieron el combustible derramado por una fuga en el generador eléctrico. Junto al cadáver calcinado del famoso pintor se han encontrado dos cuerpos, igualmente carbonizados y por ahora sin identificar. Se cree que se tratan de dos estudiantes danesas, de vacaciones en ese resort, y que se hallan desaparecidas desde la misma tarde del fatídico suceso. Asimismo se ha localizado en una de las habitaciones el cuerpo sin vida de un profesor francés de arte. Aunque no hay confirmación oficial, parece que su muerte ha sido debida a intoxicación por inhalación de humos.
El pintor era considerado la reencarnación de Paul Gauguin tanto por su estilo pictórico como por su forma de vida. Desde hace unas semanas era noticia por la inminente inauguración de una exposición en Londres. Según muchos expertos, la muestra, una de las más esperadas del año, iba a dar el impulso definitivo a su carrera. No en vano se trataba de uno de los artistas vivos más cotizados, solo superado por Gerhard Richter y Jeff Koons. Movimientos especulativos en varios fondos de inversión vaticinan un fuerte incremento en el precio de sus cuadros (…)
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