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Sergio Iglesias Núñez
MARCOS
En casa nunca me hicieron preguntas, nunca sacaron el tema. Supongo que fue más por no avivar ese aspecto exótico de la personalidad de su hijo que les era difícil afrontar que por otra cosa. Al fin y al cabo, los padres primerizos de los noventa no son los padres primerizos de ahora. Tuve un Nenuco con su coche de capota. Tuve una Barbie. Tuve una Polly Pocket. Tuve una cabeza de muñeca para peinar y maquillar. Es todo lo que conseguí que me trajeran los Reyes por Navidad en todos los años que les escribí la carta. Este tipo de regalos aparecían esporádicamente, camuflados entre Scalextric, coches teledirigidos, Playmobil y otros juguetes que no había pedido ni usaría más de cinco minutos. Me empecé a preguntar si los Reyes se leían mi carta. También me extrañaba que justamente esos juguetes que yo pedía eran los que no me dejaban sacar a jugar cuando íbamos al parque, cada tarde. Allí, me tenía que conformar con una pelota, o con las canicas que en casa ni miraba. Esos juguetes vedados eran solo para mí, estaban en el cuarto de juegos y no podía compartirlos con nadie, al parecer. Únicamente cuando mi amiga Beatriz venía a casa con su madre tenía la ocasión de compartir esa fantasía solitaria con alguien. Mi amiga Beatriz jugaba conmigo con la naturalidad propia de las amistades infantiles, sin tanta emoción como yo, porque a ella sí que le dejaban sacar sus muñecas al parque.
Recuerdo esa primera infancia con mucho cariño, porque mi cerebro plástico de infante enseguida se acostumbró a esa libertad parcial sin considerarla anómala en ningún sentido. Cuando eres niño y tu mundo es limitado, cuando tus únicas vivencias consisten en aquello que vives en casa, tu realidad se vicia de tal modo que no concibes que el resto de niños viva otra cosa que lo que tú vives. Si en casa solo se puede poner el fútbol porque tu padre es el dueño del mando, piensas que en todas las casas sucede lo mismo; si estás acostumbrado a que tus padres se insulten, pasas a considerarlo un comportamiento normal en pareja hasta que la edad te asienta las ideas; si lo normal en casa es darse un beso antes de ir a dormir y dar las gracias cuando te traen un vaso de agua, te parece imposible que en otra casa exista un bebé con los pañales mojados durante horas mientras sus padres se ponen de todo en el baño. Pero, para lo bueno y para lo malo, los niños crecen y el tiempo saca a algunos de sus mundos de fantasía candorosa y a otros de puericias de pesadilla que jamás habrían deseado vivir.
Así, no me di cuenta de que era diferente hasta que alguien me lo hizo saber. Tú eres como eres, te comportas como te sale de dentro, no te preguntas el porqué de tus gestos, no te preguntas el porqué de tus palabras, de tus afectos, te despiertas todos los días siendo la misma persona, tu reflejo en el espejo y el eco de tu voz están integrados en tu cerebro de forma que todo lo que haces y dices te parece normal. Y de repente, alguien te hace saber que no deberías haber hecho lo que has hecho, que hay palabras que no deben salir por tu boca, e incluso que existen pensamientos prohibidos. En mi caso, ese alguien fue un niño del autobús.
La primera vez que te llaman maricón es la menos dolorosa de todas, y la más imprevisible. La palabra te atraviesa como un haz de luz muy tenue, porque aún no le das el valor que tiene. A medida que pasa el tiempo y comprendes el odio que encierra, el haz de luz cada vez va quemando con mayor intensidad. En mi casa nunca se ha usado esa palabra, imagino que en las de los que la reproducen a edades tan tempranas la cosa cambia. Esa primera vez que escuché la palabra no tenía ni idea de lo que significaba, pero reconocí la carga perversa que contenía y ni siquiera me atreví a preguntar qué quería decir. No recuerdo el porqué de ese primer ataque, pero me acuerdo de mi mochila verde pistacho de Ágatha Ruiz de la Prada con un tulipán estampado y parece fácil establecer una asociación. Nunca le pregunté a un adulto el significado de esa palabra terrible, ni por qué solo me llamaban así a mí. Deduje su significado a medida que la fui escuchando de la boca de otros compañeros, en todas sus connotaciones y adornada con florituras irrealizables, y asumí que me lo llamaban solo a mí porque no conocía a ningún otro niño que llevara una mochila tan llamativa como la mía.
A mis profesores no se lo decía porque siempre fui un estudiante estupendo y me parecía antiestético empañar mi buena imagen con, lo que me parecía a mí, el escándalo de un cúmulo de pequeñas disputas sin importancia. A mis padres no se lo decía para que no sufrieran. Y es que siempre he tenido un instinto de protección muy marcado con respecto a ellos y me creía mucho más capaz que ellos de encajar los golpes. Aún hoy, sigo pensando igual. Ser maricón te hace muy fuerte.
En mi vida, estas pequeñas afrentas tenían la mínima importancia que yo les atribuía; no me impedían realizarme académicamente, no me impedían tener amigos, ni apreciar el regusto irresistible de la vida. Sin embargo, opinaba yo, a unos padres no se les puede transmitir una información de ese tipo sin quitarles el sueño e incendiarlos por dentro. Así pues, salvando la injusticia que entraña que sucediera de esta manera, aprendí a gestionar por mí mismo esas y otras adversidades con un estoicismo impropio de un niño.
Siempre tuve grandes amigos, amigos que siguen en mi vida, amistades inexpugnables que solo pueden forjarse en la infancia. Sin embargo, no recuerdo que ninguno de ellos me defendiera de estos breves ataques diarios, como se ve en las películas; nadie venía a salvarme, porque estaban igual de resignados que yo a escucharlos, y, desde luego, no los culpo en absoluto, porque nuestro contexto era bien distinto del que vivimos hoy. Me consideraban uno más, y, aun así, asumían estas humillaciones con la impasibilidad salvaje del hijo que no se levanta del sofá cuando papá pega a mamá, porque no es novedad. Por eso es tan necesaria la defensa de los derechos del colectivo, porque en ese momento, y esto da cuenta de lo reciente que es esta lucha, no distinguíamos entre que el abusón de clase te quitara un boli y que un niñato pronunciara la palabra bujarrón, no alcanzábamos a vislumbrar el trasfondo tenebroso de esas palabras gratuitas que hoy son constitutivas de delito. Por eso hoy, cuando mi amiga María, profesora de instituto, me cuenta que ahora los chavales tienen pinchadas en el corcho una bandera arcoíris y otra violeta, me emociono profundamente, porque veo cuánto hemos progresado, al menos en cuestiones de convivencia, en estos años de crisis económica e incertidumbre perpetuas.
Cuando yo era adolescente no solo no éramos tan sensibles, sino que cualquier atisbo en ese sentido era censurado con dureza. Éramos el remanente descafeinado de la generación de nuestros padres; no estaba bien llorar en público, había que ser fuerte por cojones. Fuimos los últimos adolescentes que se llamaron por teléfono fijo para quedar y los últimos adolescentes que se sintieron solos. Y es que cualquier minoría le debe mucho a las redes sociales. Yo era el único maricón de mi curso, no tenía referentes con los que me pudiera comparar, solo un par de presentadores de la televisión con los que no me sentía identificado, porque no tenían nada que ver conmigo. Me creía una isla insólita en el océano; la sensación era vertiginosa. Por eso hoy, que podemos ver que existen otros como nosotros, aunque nos separen cientos de kilómetros, hoy, que podemos mostrarle nuestro apoyo al joven que ha sido agredido y manifestarnos virtualmente por las causas que creemos justas, nos sentimos menos solos. Hoy sí se puede llorar en público, y eso nos hace mucho más libres.
Recuerdo mi adolescencia como una nebulosa oscura y brillante. Recuerdo cómo la sensación asfixiante de soledad me llevó a conocer gente fuera de mi círculo, cómo la ausencia de referencias no me permitía darme cuenta de que aquellos desconocidos con ganas de fiesta solo compartían conmigo su orientación sexual.
Me inicié en el mundo exótico de la noche con una precocidad preocupante y las ansias de la primera vez. Me rodeé durante demasiado tiempo de gente mayor, y me olvidé de mis amigos y de mí mismo; suerte que ellos nunca me olvidaron a mí.
Normalicé que me llamaran Bebé, normalicé que se propasaran conmigo en sus juegos absurdos, normalicé llevarme a la boca mi dedo mojado impregnado de eme, normalicé las peleas con mi padre y las lágrimas de mi madre. Normalicé no ser yo, porque ser yo era demasiado difícil.
Y entonces ocurrió. La peor experiencia de mi vida y, al mismo tiempo, lo que me salvó de esa inercia de nocturnidad y sustancias poco aconsejables en que había convertido mi vida. Recuerdo la sensación embriagadora de felicidad, la vigilia perpetua, la moto sin casco a toda velocidad, los límites de la tarjeta de crédito en un mundo sin límites, las voces tranquilizadoras que solo me hablaban a mí, la sensación de vivir entre dos mundos, el sermón de mi madre, el hospital, el sueño profundo, el diagnóstico, la cara de mis padres. Episodio maníaco, dijeron. Nunca he experimentado nada tan abrumador como mi vuelta a casa tras el ingreso en el hospital. Sentir que no sabes quién eres, que no te conoces, resulta aterrador. Sentir que no tienes el control de tu vida, que hay un ello imperativo dentro de ti que solo desaparece cuando te tomas las pastillas, es frustrante. Sin embargo, esa catarsis psicodélica me hizo caer en la cuenta de que, fuera de la crisis de manía, mi percepción de la realidad tampoco estaba siendo precisa, analicé el submundo sórdido al que no había hecho más que asomarme y me empezó a resultar insoportablemente sofocante; esa catarsis de pesadilla me acercó, casi sin querer, a la gente que me quería, y volví a ser yo.
Hoy tengo mi primera cita después del ingreso. Estoy histérico, porque siento que no tengo el control, pero al menos esto no tiene nada que ver con mi enfermedad. No sé ni cómo he conseguido que quede conmigo, si tiene a media clase detrás. Es que es perfecto. A ver cómo le digo lo mío, va a pensar que estoy colgado. Joder, qué nervios.
LUCAS
No perdí la virginidad hasta los diecinueve años. Cuando mis amigos hablaban del tema, yo me quedaba callado, y ellos daban por sentado el porqué sin hacerme preguntas. No compartía mis intereses a ese respecto, porque, a fuerza de escuchar la palabra maricón, el niño carialegre que antaño saltaba a la comba sin complejos había acabado por convertirse en la adolescencia en un joven tímido que rehuía los conflictos y vestía vaqueros y camisetas blancas. Pero, aunque no lo verbalizaba, dentro de mi cabeza bullía la misma apetencia enfervorizada del resto.
No sentí nada la primera vez que besé a alguien. Yo esperaba fuegos artificiales, una taquicardia casi musical, y en lugar de eso, tuve que conformarme con un beso frío que se me hizo largo. Mi primer beso fue con una chica de mi clase. Es curioso cómo ni siquiera me había planteado si estaba fuera de la norma heterosexual hasta que me topé de frente con unas prácticas heterosexuales a todas luces infecundas; no me planteé qué camino escoger antes de iniciarme en el terreno sexual, como habría sido lo normal si la orientación sexual fuese una cuestión anodina que ya no planteara debate. No había posibilidad de ser maricón desde el principio, primero había que probar el camino que escogían todos. Así, vi pasar la adolescencia entre morreos de amigos y amigas, sin significarme en ningún sentido, en una especie de letargo carnal involuntario que solo abandoné alcanzada la primera adultez.
Recuerdo cómo por las noches, antes de dormir, rezaba las oraciones que me había enseñado mi madre y, cuando terminaba, en el momento de hacer peticiones, pedía que mi vida se pareciera un poco a la de los protagonistas de las series de adolescentes de la televisión.
Mi primera vez fue con un señor de cuarenta años, un desconocido que había conocido en un chat de internet, azuzado por la soledad y el pesimismo en un mundo sin redes sociales que me hacía pensar que nunca conocería a alguien por otra vía. Bastó una breve conversación y alguna foto de su cuerpo atlético para que aceptara ir a su casa sin decírselo a nadie, con la zozobra de no querer encontrarme con nadie en el trayecto. No le dije que era mi primera vez porque me daba vergüenza y acepté cosas que nadie debería aceptar cuando se inicia en el sexo.
Me dijo que con condón no es lo mismo y yo solo quería sentirme deseado, sentir aquello de lo que hablaban mis amigos a todas horas. Recuerdo aquella primera vez con emoción, pero me da pena que tuviera que suceder así.
Normalicé someter mi voluntad a la del otro; normalicé tener encuentros furtivos en casas extrañas, en barrios desconocidos, sin decírselo a nadie; normalicé ponerme en peligro a todos los niveles. A eso me llevaron la falta de amor y la convicción adolescente de que podía gestionar mi vida yo solo, sin ayuda de nadie.
No hay excusa para no ponerse condón. En mi colegio nunca nos hablaron del tema, y mis padres también eludieron esa responsabilidad, pensando, acaso, que una conversación a ese respecto me abocaría a tener sexo con una precocidad indeseable. En realidad, no es de lo único que no hablaba con mis padres; ellos me mantenían al margen de su mundo de adultos, de las facturas, de sus enfermedades, y yo hacía lo propio con el mío, limitando nuestras conversaciones a qué has hecho hoy y qué tal el examen. Creíamos protegernos mutuamente y, en su lugar, ellos solo me infantilizaban y yo solo los alejaba de mi vida. Sin embargo, gracias a internet y a que los padres de los noventa no sabían configurar el control parental, conocía desde bien pequeño las ventajas del uso del profiláctico, sabía cómo se ponía y los peligros de no hacerlo. Tenía toda la teoría y, en cambio, cuando me encontraba desnudo, inerme, frente a un hombre que me doblaba la edad, no alcanzaba a enfrentarme si me pedía hacerlo a pelo. Quizá si mis padres me hubieran hecho notar la importancia de no transigir con relación a eso, si me hubieran explicado lo vulnerable que me iba a sentir todas esas primeras veces, quizá si hubiéramos tenido una conversación que terminara con un abrazo confortable, habría tomado mejores decisiones, no lo sé.
No he vuelto a llorar desde aquel lejano tres de abril, porque nada me ha vuelto a parecer tan injusto, tan devastador. Desde el principio, decidí vivir en una ignorancia voluntaria que me resultaba balsámica, pero al cabo de un tiempo, empecé a tener pesadillas espantosas y caí en que la incertidumbre había pasado de ser una mascota atada con correa a convertirse en una bestia enjaulada que era imposible seguir reteniendo. Quería saber; quería hacerme el test. Quería hacerlo solo, pero al mismo tiempo no quería sentirme solo, así es como encontré la asociación Bizkaisida, que realiza la prueba rápida del VIH de manera confidencial y gratuita.
Recuerdo ir a la sede de la asociación con la misma congoja de no querer encontrarme con nadie de los trayectos a casas de extraños. Recuerdo la sala blanca, aséptica. Recuerdo a la médica y al psicólogo, sentados al otro lado de la mesa. Recuerdo sus palabras amables. Después, solo recuerdo el primer resultado positivo, el segundo resultado positivo, la tercera prueba positiva que confirmaba el diagnóstico, y me recuerdo a mí llorando, y a los distintos especialistas tranquilizándome desde detrás de sus respectivas mesas. No imagino lo que habría sido enterarme de una noticia así haciéndome la prueba comprada en la farmacia yo mismo, solo, dentro del baño.
Al principio pensé en ocultárselo a todo el mundo, se me ocurrieron locuras de todo tipo, tomarme la medicación a escondidas, irme a vivir solo y, en definitiva, huir; cualquier cosa con tal de no hacer sufrir a mis padres. Pero entonces, reparé en que hay problemas inabarcables para una sola persona, tomé conciencia de que, por muy valiente que te creas, el simple hecho de contarle a alguien por lo que estás pasando puede resultar sanador, empecé a comprender que los problemas compartidos parecen más pequeños; por primera vez en mi vida pedí ayuda, y creo que es la mejor decisión que he tomado hasta la fecha.
La primera persona a la que le conté todo, la primera persona a la que le narré mi historia tal y como estoy haciendo ahora, fue a mi amiga Blanca, unos años mayor que yo. Esta se limitó a escuchar mi homilía salpicada de lágrimas con atención, sin cortarme, con amor en los ojos y la palma de su mano apoyada en mi rodilla, y cuando acabé solo me dijo que ya lo sabía, que se había criado conmigo y me conocía bien, y sobre mi enfermedad, que contara con ella para lo que quisiera y que nos íbamos a hacer viejos juntos igualmente. Blanca estudiaba Medicina por aquel entonces. Después se lo conté al resto de mis amigos, de uno en uno, eligiendo el momento. Las confesiones lacrimógenas son agotadoras. Mis padres fueron los últimos en enterarse, en mi afán por protegerlos de mis miserias. Creo, porque lo vi en sus ojos, que el primer sentimiento que te pasa por la cabeza cuando un hijo te da una noticia así, es la ira; no por la noticia en sí, sino por no haber confiado en ti, decepcionado contigo mismo por no haber sabido transmitir ese clima de confianza tan necesario entre padres e hijos, por pensar que tu hijo ha sufrido en silencio esas vivencias tremendas, sin tu ayuda, por el sentimiento de culpa que te quema por dentro, porque piensas por qué a mí, porque encuentras fallos en tus comportamientos pretéritos cuando ya solo te queda por ofrecer un abrazo y tu amor devoto de padre. No lloraron, como yo esperaba, al menos no en ese momento, porque sabían que eso era justo lo que no necesitaba, y entonces me arrepentí de no haber contado con ellos hasta entonces, me arrepentí de haberme privado de su ayuda, y de haberles privado a ellos de formar parte de mi vida desde mucho antes.
Pero nadie tiene la culpa, ni el hijo maricón que, por todo lo que ha vivido, cree que nadie lo puede ayudar, ni el padre que no ha conseguido penetrar en el entendimiento esquivo de su hijo. Todo llega, si hay voluntad de escuchar.
Hoy tengo mi primera cita de verdad, con una persona que conozco y quiero conocer más, después de empezar con el tratamiento y una vez he alcanzado una carga viral indetectable. Cuando me ha escrito, he estado a punto de ponerle una excusa, como hago siempre, pero es que me gusta demasiado. Si no fuera por lo que me pasa no tendría que poner excusas. No sé cómo decirle lo mío, se va a pirar en cuanto se lo diga. Bueno, espero que no.
***
A veces creemos ser los únicos con problemas; idolatramos al de al lado, porque es más guapo y tiene una sonrisa más blanca, envidiamos al de enfrente, porque parece más feliz, porque parece más seguro, porque seguro que su vida es perfecta.
Pero es necesario estar atento, porque la procesión va por dentro. Detrás de esa sonrisa perenne puede estar agazapada la tragedia más terrible, detrás de los improperios de ese compañero malhumorado puede haber una persona sufriendo. Nunca lo sabes, así que, si alguna vez te encuentras con un Marcos, o con un Lucas; y créeme, lo harás, porque Marcos puede ser el hijo que aún no has tenido, y Lucas tu hermano pequeño, con el que hace tiempo que no hablas en serio; tiende tu mano, ofrece tu hombro por si alguien quiere llorar sobre él, comprende, abraza.
Recuerda que la inseguridad, la desesperanza, son, la mayor parte de las veces, y como ocurre con el VIH y las enfermedades mentales, indetectables.
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