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Sergio Iglesias Nuñez
Si tenemos algo en común, mi querido Carmelita, es que ya nadie se acuerda de nosotros; y una historia como la tuya merece ser, cuando menos, contada.
Lo bueno de tener hijos es que te aseguras el recuerdo de los tuyos por al menos dos generaciones, aunque no hayas hecho nada meritorio para ello. Una foto tuya en una mesilla es suficiente, aunque nadie en la casa hable de la figura desdibujada atrapada en ese marco de nácar, aunque a los niños de la casa que no han llegado a conocerte nadie les haya explicado quién eres. Flotas en el ambiente, queda algo de ti en alguna parte, desgastado e irrelevante, pero ahí estás.Por eso me he puesto a escribir lo que recuerdo, porque yo que estoy transitando la vida moderna con la que ni siquiera soñamos cuando éramos jóvenes, me doy cuenta hoy de lo poderoso de tu forma de vida; me doy cuenta hoy de lo que ni yo ni nadie en el pueblo supo ver en su momento.
***Lo que hace verdaderamente triste a una historia triste es que haya ocurrido de verdad, y esta es tan cierta y tan reciente que me resulta incomprensible que pueda perderse en la memoria colectiva de mi adorado pueblo de Erandio.Cuando llegué a Erandio siguiendo a mi marido, con mis cinco hijos a cuestas, escapando de las malas cosechas de los campos burgaleses de los últimos años, tú ya estabas allí; tú siempre estuviste allí. Nos instalamos en el barrio de chabolas de Arriaga, que está separado del pueblo por una pendiente infernal, en una casita que no era una chabola como la que alguno tendrá en la cabeza, sino una casa normal y corriente, pero sin agua ni luz; es por eso que les decían chabolas. Uno en la vida se llega a acostumbrar a casi todo, y ahí estábamos, mis hijos haciendo cuatro viajes al día al pueblo porque no teníamos para que se quedaran a comer en el comedor, y yo misma, cargando las compras cuesta arriba como una mula de carga, estoicos, conocedores de que los inicios siempre son duros. Tuvimos la fortuna de poder mudarnos a un piso nuevo en el centro de Erandio solo dos años después, con lo ahorrado entre mi marido, que trabajaba como operario en Altos Hornos, y mi hija la mayor, que era la secretaria del señor Artiach en la fábrica de galletas.Tú, mi Carmelita, en cambio, hubiste de acostumbrarte a la penumbra del atardecer y a cargar garrafas de agua de la fuente, porque no conociste otra casa sino la chabola que te vio nacer. La casucha limitaba al norte con Altos Hornos, al sur con los astilleros de Velasco, al este con las vías del tren y al oeste con el camino que llega al sendero de las tres cruces, y sus muros encalados traslucían la esencia del proletario optimista. Siempre viviste con tus padres, en ese triste papel de hijo abnegado sin más recompensa ni gratitud que un techo bajo el que vivir y un camastro de noventa, aunque tampoco tenías otra opción. Tu padre era el alguacil del pueblo, siempre aseado, con la conciencia de clase olvidada y satisfecho de codearse con la clase política. Cuando naciste tú, Carmelo, te llevó al despacho del alcalde de entonces, que no recuerdo quién era, para que te pasara su manaza por la cabeza, y que algún día te parecieras aunque fuera un poco a ese hombre de bien. Eso te lo contaba tu madre en vuestras largas conversaciones a la fresca, cuando ya era mayor e inválida, y todos aquellos recuerdos no provocaban en ella ardores ni melancolía.Yo te conocí ya con tu pelo teñido de señora coqueta, con las cejas depiladas al estilo de la época, con tu colorete, con tu célebre collar de perlas verdaderas al cuello, con tu bolso a cuestas, con los pantalones ceñidos tan bien rematados por ti mismo y con el semblante de buena persona que te acompañó siempre; así que no te imagino de niño, Carmelo, y eso que vi fotos, porque yo siempre te vi como tú querías que te viéramos los demás. En verdad nunca te pareciste ni pizca a ese alcalde olvidado, ni a él ni a tu padre ni a ningún otro hombre del pueblo; ni de niño pudiste parecer uno más entre las hordas de críos, que a los adultos nos parecen todos iguales. Por eso volvías a casa a veces cojeando, por eso recibías más balonazos que el resto, por eso te insultaban e inventaban historias sobre ti, por eso las otras madres no querían que sus hijos se mezclaran contigo, y por eso tu padre se moría de vergüenza, porque el alguacil de un pueblo lo ve todo, lo oye todo y lo sabe todo. Y tú ajeno a todo, olvidando cada día las vejaciones del día anterior, sonriendo a cada vecino, desmemoriado, y sin la menor intención de cambiar de postura. Como le contabas a Urrusolo en esa entrevista que te hizo en 1986, hasta el mismo alcalde, que era jefe de tu padre y años antes había acariciado tu coronilla de infante, se burlaba de ti con la procacidad del que nunca ha recibido castigo por sus actos, impune ante la mirada turbada de tu padre, y tú, en respuesta, le llamabas cabrón y le dedicabas una peineta, a sabiendas de que al llegar a casa tu padre te encerraría en la perrera como castigo por tu desvergüenza.De chaval el pueblo ya se había acostumbrado a ese amaneramiento tuyo tan gracioso, a la picardía de tus ojos y al atrevimiento de tus palabras, y para entonces ya eras el Carmelita, una combinación perversa de nombre femenino y tratamiento en masculino con la que nunca tuviste inconveniente. Como todo el mundo te conocía, te hiciste amigo hasta de Venancio, el del Athletic, que era vecino, y a veces iba todo el equipo a merendar a tu huerta, o les cuidabas la ropa mientras se bañaban en la ría, porque tú nunca te bañaste en la ría desnudo, como ellos, si acaso, enfundado en tu conocida por todos bata de felpa, para guardar el decoro.
Sin embargo, no por ello tu existencia dejó de tener consecuencias y no fueron pocas las veces que apareciste en casa con un ojo amoratado o con la ropa hecha jirones, pero tú le restabas importancia a cada incidente, porque más vale morir de pie que vivir de rodillas. Los mismos chicos a los que saludabas por la calle como si nada hacían de justicieros de una ley inventada y maliciosa que más tarde sí se materializaría en la mal llamada Ley de Vagos y Maleantes.Luego llegó la Guerra, y para eso sí que se te consideraba un hombre como otro cualquiera, para los deberes sí. Es raro, porque nadie creía que fueras un hombre, al menos no uno al uso, y sin embargo, también se te negó siempre todo derecho a definirte como otra cosa. Recordabas aquel tiempo como una nebulosa de belicismo lúdico; recordabas la costumbre en que se convirtió ver uno o dos muertos al día en cada calle de Erandio; recordabas a los soldados italianos, que se emborrachaban e intentaban ligar contigo, y a los alemanes, que tenían mala pinta y eran muy autoritarios. Me contabas que tú te llevabas bien con todos, que les hacías bromas, y ellos a ti, que un capitán te regaló, al marchar a su tierra, una muñeca más grande que tú mismo, y que otro disparaba al aire cuando tú se lo pedías para hacerte reír. La muñeca la vi en tu casa, parecía una persona de grande que era, pero Dios sabe que tú jamás contabas penas, y estoy segura de que hubiste de soportar más de una ofensa en aquel tiempo.Tú nunca anduviste con chicos, mi Carmelita; siempre decías lo mismo: «He tenido conocidos, pero amigos nunca». No fue por falta de ganas; sencillamente, enseguida te dejaron claro que no eras como ellos y que, por tanto, en un ejercicio aprendido de intolerancia segregadora, tu lugar no estaba entre ellos. Y así, con la naturalidad con que suceden las cosas inexplicables, encontraste tu lugar en el calor de las mocitas del pueblo, un calor que habría de conservarse siempre. No había mujer en Erandio con quien no te pararas a hablar; era un fastidio salir contigo de paseo.
Mujeres cuyos maridos se metían contigo cuando ibas al bar, te contaban sus chismes y te pedían consejos de moda. Las mujeres hemos cuidado siempre de los más débiles, desde nuestros retoños hasta los padres y suegros que ya no podían valerse por sí mismos, y me da la sensación de que hemos hecho lo propio con muchos otros, no sé si por empatía, por deformación profesional o porque entre los oprimidos se establecen unos códigos mágicos que son difíciles de explicar.Yo te conocí en la plaza de mercado, agarrado del brazo de tu amiga la Caramelera, en el puesto del Uñas. Recién llegada al pueblo, algo aislada por vivir en el barrio de Arriaga, al final de la cuesta, más allá del cementerio, con mi falda recta de mujer de provincias y mi carácter adusto de señora castellana, no pude sino fijarme en las dos mujeres parlanchinas y coloridas que andaban comprando conejos para hacer con arroz, tan animadas que no parecían recordar la Guerra ni el ambiente sofocante que nos rodeaba a todos. Una de ellas eras tú, Carmelita, aunque en cuanto me acerqué más y pude verte bien dejé de tratarte como tal y nunca me dirigí a ti como una mujer, porque nadie de entonces tenía la información suficiente para resolver el misterio de tu persona. —Serás la única mujer del pueblo que no conozco —me espetaste, facilitándome todo el trabajo.—Acabo de llegar, no te ha dado tiempo; ni a ti ni a nadie —contesté, intentando parecer más simpática de lo que mi carácter desconfiado me permitía.Doy gracias a Dios por esta cabeza que me dio, porque hay quien se asusta de las personas amables solo porque no les entra en la cabeza una apariencia distinta a la de las personas que conocen desde el nacimiento. Yo, en cambio, dejé entrar en mi vida, sin dudarlo, ese torrente de alegría que siempre fuiste, Carmelita. Nos unió la costura; tú entonces ya eras costurera, aunque antes habías trabajado de interina, y hasta fregando escaleras y dando cera al suelo del estanco de al lado del Coliseo Albia. Siempre te apreció mucho todo el que te contrató, porque tenías el entusiasmo del que sabe que no tiene opciones, la mansedumbre del perro apaleado y muy pocas ganas de problemas. La aguja era lo nuestro; no teníamos agua ni luz en casa, pero sí máquina de coser. A ti te enseñó a coser tu madre, y a mí la mía, pero lo tuyo tiene más mérito, porque por entonces no recuerdo que ningún hombre cosiera. Supongo que tu madre vio en ti lo que yo cuando te conocí, no se podía esperar de ti otra cosa, y las madres se dan cuenta de todo. Tenías mucha destreza con la aguja, tú cosías para otros por unas monedas, y yo para mi familia; mi hija iba como una princesa al despacho del señor Artiach. Íbamos a ver los escaparates de El Corte Inglés y replicábamos los vestidos y abrigos de moda que solo se podían permitir las señoronas que vivían en el Ensanche y vestían abrigos de visón en invierno. Yo iba a tu casa más que tú a la mía, porque a mi marido no le gustaba que me juntara con «ese fantoche», pero a mí me daba igual; cómo me gustaba coser contigo mientras escuchábamos la novela en la radio, y cuando sonaba Batallón de modistillas y soltábamos la aguja para echar un baile. El Día de las Modistillas hacías croquetas de huevo cocido y nos invitabas a comer a todas las amigas costureras para celebrar la festividad.Siempre recordaré aquella vez que fuimos a Algorta, en fiestas, y ligaste con un guiri; venga a bailar con él, venga a bailar con él. Te crecías cuando no se daban cuenta de que no eras una mujer como el resto de las amigas, y nosotras encantadas de que nos quitaras de encima a tanto baboso, porque éramos todas casadas. Recuerdo aquel día porque fue la primera vez que me llevé un guantazo al llegar a casa; ni de niña me habían pegado mis padres. Mi marido siempre fue manso; nos casamos cuando yo quise y nunca se propasó conmigo, ni antes del matrimonio ni después, en el pueblo; supongo que tampoco encontraba ninguna razón en la compañera sumisa que no tenía otro oficio que limpiar, coser y tener hijos. Tampoco fue mi marido hombre de beber hasta que llegó a Erandio; en el campo el tiempo no tiene el valor que le damos aquí, y para alguien que no conoce otra cosa que eso es difícil acostumbrarse a trabajar a destajo. Quizá por eso había tanto txikitero, porque beber era la única válvula de escape al alcance de unos pobres hombres asfixiados por el sistema a cambio de cuatro duros que llevar a casa. Ya me había acostumbrado a que llegara a casa cargado, con los ojos rojos y el aliento dulzón, y recuerdo otra vez que había llegado a casa diciendo que se quería ir de casa, que le hiciera las maletas, pero jamás me había tocado hasta ese día. Le devolví el topetazo y le llamé sinvergüenza, y no reaccionó, pero no fue la última vez que tuve que defenderme de mi propio marido. Más de una noche la pasé en tu casa, después de alguna discusión, siempre por lo mismo; tú no hacías preguntas ni mi marido tampoco, al volver; era lo mejor para todos. Tu casa sin agua, luz ni comodidades fue el refugio de mucha gente, porque a ti, que tenías tantos motivos para compadecerte única y exclusivamente de ti mismo, todo el mundo te daba pena, y no fueron pocas las almas descarriadas que se guarecieron de la lluvia y del frío de la noche en tu casa, especialmente en la época de los yonquis. En esa época te robaron algún cuadro, la radio y hasta la muñeca del capitán, pero por tu casa siguió pasando todo el que lo necesitaba, sin importar de dónde venía ni lo que haría al salir por la puerta; tu casa parecía un hospital.Creo que tus mejores años fueron los de la vejez, mi Carmelita, porque de joven tampoco hiciste nada distinto de lo que hacías de viejo: coser y pasear con las amigas, y en cambio, para entonces te habías construido una identidad tan inconfundible que no había comentario de vecino que pudiera tirarla abajo, y aún te quedaban los recuerdos, que atesorabas como tus bienes más preciados. Primero murió tu padre, a quien nunca reprochaste nada, ni siquiera después de muerto, que es cuando los allegados demuestran más sus afectos: el amor que por timidez no se atrevieron a expresar en vida del difunto, y el odio, dado el caso, que por temor a las represalias tampoco tuvieron arrestos para manifestar cara a cara. Cómo le ibas a tener en cuenta nada a tu padre habiéndote dado la vida si habías perdonado tantas veces a vecinos que no lo merecían. Le subías flores el Día de Todos los Santos, arrastrando la silla de tu madre por la pendiente hasta llegar al cementerio, y le limpiabas la tumba de hojarasca y hierbajos, para que nadie fuera más que él, al menos una vez muerto. Aquel último período al cuidado de tu madre inválida, con tu bata azul de felpa, viviendo del retiro de tu padre y cosiendo por placer, fue el broche que merecía toda una vida de lucha.Muchas veces en mi vida me pregunté para qué había nacido, cuál era mi cometido en la vida, por qué no había estudiado, si había tenido hijos por la voluntad de tenerlos o por mis propias circunstancias, si la vida me había arrastrado a lugares que no me pertenecían; me daba la sensación muchas veces de no saber muy bien quién era en realidad, de no conocerme del todo. Pero ese era el sino de las mujeres hasta bien pasada la segunda mitad del siglo pasado: vivir la vida en piloto automático, calladas y dejándose hacer. Yo misma no decidí nada en mi vida; mi padre me sacó de la escuela a los catorce años aunque le supliqué que quería estudiar y la maestra veía en mi grandes dotes para ello, mis padres arreglaron mi boda con el hijo de unos conocidos suyos que tenían más tierras que nosotros, Dios quiso que tuviera a mis cinco hijos, mi marido me trajo a Erandio sin preguntar, aunque podríamos haber optado por modernizarnos y comprar un tractor antes que venir a trabajar aquí sin probar otra cosa; en fin, que siempre hice lo que tocaba, y quizá conocerte a ti y conservar tu amistad a pesar de las reticencias de mi marido fuera lo único en mi vida que decidí conscientemente. Y tú, más de lo mismo; ni siquiera sabías bien quién eras, solo atisbabas a adivinar que no eras como el resto de hombres del pueblo. La gente inventaba muchas historias, mi hija la pequeña me llegó a decir una vez que se decía que eras hermafrodita; ¡mira tú que ocurrencias!
Pero a ti lo mismo te daba, ni siquiera sé si te interesaba llegar al quid de la cuestión. Te preguntaba Urrusolo en esa única entrevista tuya por el entonces movimiento Gay, y tú no sabías ni de lo que te hablaba; después te preguntó si tehabría gustado ser mujer, y tú simplemente cambiaste de tema, no sin antes sostener, dubitativo, que aunque sí habrías estado dispuesto a hormonarte, entrar en un quirófano te habría dado miedo. Le confesaste también que seguías virgen pasados los setenta, aunque añadiste, con tu picardía habitual, que no fue por falta de oportunidad. Los tiempos grises de posguerra que te tocaron en suerte te robaron, sin duda, lo más importante que tiene una persona, que es el derecho a conocerse a uno mismo para poder actuar en consecuencia, pero estoy segura de que, si hubieras nacido en este tiempo de libertad que he tenido tiempo de conocer, habrías vivido de un modo bien diferente, porque eras de los que piensan que no hay nada peor que quedarse durmiendo cuando fuera está ocurriendo una revolución. Quizá por eso te sentía tan cerca, mi Carmelita, porque ninguno de los dos nos habíamos encontrado aún a nosotros mismos en nuestra adultez, aunque hoy sé que no fue nuestra culpa; nosotros lo intentamos, pero era muy difícil remar a contracorriente sin romper con todo, y nosotros estábamos demasiado arraigados a lo nuestro como para hacer tal cosa.Es tan importante saber quién eres, saber qué es lo que quieres, saber cómo quieres vivir; es tan importante explorar, soñar, construirte en base a tus aspiraciones, y que te permitan hacerlo. Porque, como decía la Agrado en ese monólogo exquisito al final de Todo sobre mi madre: «Una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma». Si te arrebatan eso, si te arrebatan la libertad, da igual lo que tengas, que estás condenado, y tú lo sabías bien, mi querido amigo, porque quisieron quitártelo todo, por llevar un collar de perlas y ponerte colorete, y tú, en lugar de suceder a tu padre como alguacil del pueblo y ponerte una corbata, preferiste morirte en esa chabola sin agua ni luz, cosiendo para otros, pero siéndote fiel a ti mismo.Gracias por todo, mi Carmelita de Erandio.
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