Este sitio web utiliza cookies para mejorar la experiencia de la persona usuariaPuedes consultar más información sobre nuestra política de cookies. Puedes aceptar todas las cookies pulsando el botón “Permitir cookies” o configurarlas o rechazar su uso clicando "Configurar cookies".
Las cookies estrictamente necesarias son aquellas de carácter técnico, que deben estar siempre activadas para que la web funcione correctamente, así como para que podamos guardar tus preferencias de ajustes de cookies.
Esta web utiliza Google Analitycs para recopilar información anónima que nos permita medir, por ejemplo, el número de visitantes del sitio, o las páginas más populares. Activando estas cookies, nos ayudarás a continuar mejorando nuestra web en base los intereses de nuestras y nuestros usuarios.
bizkaiko medikuen elkargoa
colegio de médicos de bizkaia
Buscador :
Volver al Menú
De Silvia Cerezo Corredera
A mi madre. A todas las madres.
« … mira a tu hijo que vuelve, sin camino y sin manta, como entonces, a tu regazo con remordimiento»
(Claudio Rodríguez, En invierno es mejor un cuento triste)
Noviembre de 1994: Sukau, estado de Sabah, Malasia Tras cuatro semanas viajando por Malasia junto a mi madre, con la mochila llena de recuerdos y la ropa sucia, el final de esta pausa en nuestras vidas se intuía cercano. No obstante, llegábamos a Borneo, una isla misteriosa y mítica donde el aire denso y húmedo parece colapsar los bronquios. Borneo suena a salvaje, a indómito, natural, indomesticable, parece que agazapado entre sus márgenes estuviera vivo el pensamiento de Charles Darwin y la evolución de las especies. Quizás en otro tiempo. De camino a nuestro destino el panorama es extraño, el caos natural ha sido manipulado por el hombre. A ambos lados de la carretera, el anarquismo verde de la selva ha sido sustituido sin piedad por la monotonía infinita de las plantaciones de palma. Una sucesión de troncos alineados y rígidos, perfectamente organizados. Siento una punzada en el pecho, me imagino cuánto llora la Tierra. Pese a ello, la naturaleza es indomable, el agua traza su cauce sin descanso, sin importar la huella humana. En las arterias líquidas del mundo late una esperanza que no se apaga.
El río Kinabatangan es un santuario de vida, con sus 560 km serpenteando a través de la selva tropical de Borneo, en el estado de Sabah, Malasia. Un camino incansable hacia el mar de Sulu, salvaje y biodiverso.
En sus márgenes, habitan los insignes orangutanes de Borneo, con su pelaje rojizo y su mirada profunda. Estos primates, con los que compartimos un parentesco cercano en el árbol evolutivo, trepan de un árbol a otro buscando el mejor lugar donde crear su nido. Cada noche un nido nuevo, que será abandonado para siempre con la nueva luz del día. Los monos narigudos, fascinantes y enigmáticos, con sus narices prominentes y excéntricas, emiten ruidos guturales que resuenan en la espesura. A nivel del suelo, los elefantes pigmeos de Borneo recorren la ribera buscando la frescura y el sustento que proporciona el río. Las aguas turbias del cauce discurren rápidas y tempestuosas, sigilosos acechan los cocodrilos. Este ecosistema exuberante es la trampa perfecta: el depredador acecha, la presa se esconde.
En las cercanías del río, se desdibuja la amenaza más desmesurada. Las plantaciones de palma de aceite han invadido las tierras circundantes y el río poco a poco se ahoga, acorralado, en el espacio. La tala ilegal de los bosques tropicales es poco importante para los países ricos de occidente. Las aguas reflejan una descarada lucha por la vida y el ruido constante de la selva se alza como un grito de esperanza. En este entorno, el río es su refugio y su tumba.
Nos alojamos en una humilde casa familiar en Sukau, un pequeño pueblo de pescadores que depende del río para su supervivencia. Nosotros, los visitantes, invadimos su entorno deseosos de poder avistar las criaturas más raras y bellas del planeta, aunque solo sea un instante. Mi madre y yo nos miramos fascinadas mientras navegamos río arriba al amanecer. El ruido de la selva no cesa y una neblina matinal tiñe de misterio las orillas, como si las nubes hubieran quedado atrapadas en la maleza tras un sueño demasiado profundo. El caudal del río ha crecido tras las últimas lluvias y apenas se avistan las orillas. Cada imponente rincón de este lugar alberga historias de supervivencia y conflicto, de seres humanos y animales que comparten el mismo hogar, bajo la protección de las aguas que fluyen, impasibles y eternas.
Tras varios días de viaje con mi madre, pese a la fama de los orangutanes en estas tierras, ambas nos sentimos embelesadas con los monos narigudos. Como hipnotizadas, con los prismáticos en la mano, jugamos a buscarlos en las ramas de los árboles y podríamos invertir horas y horas una vez los encontramos. Estos simios son endémicos de la isla de Borneo, especiales y únicos, nunca antes habíamos oído hablar de ellos. De porte solemne y presencia cómica, pelaje rojizo y panza prominente. Su rasgo más distintivo es su gran nariz, abultada y bullosa, que potencia el resonar de sus gruñidos en la lejanía. Una vida en las copas de los árboles, con incursiones a las cercanías de ríos y manglares buscando los brotes verdes más jóvenes y sabrosos. «Sois poco inteligente, jovenzuelo. Pueden decirse muchas más cosas sobre mi nariz variando el tono.» Me imagino a Cyrano de Bergerac enfrentándose al Vizconde de Valvert en la espesura. «… prevenido: “tened mucho cuidado, porque ese peso os hará dar de narices contra el suelo”…». Un diálogo primitivo y elocuente. «…y para terminar, parodiando los lamentos de Píramo: “¡infeliz nariz, que destrozas la armonía del rostro de tu dueño!”». Aquí, cualquier Cyrano del mundo se sentiría comprendido y acompañado. Por negligencia o por desobediencia, los hemos amenazado tanto, que su magia está en peligro de extinción. Los vástagos de este simio son la esperanza de la especie, inspiran ternura como cualquier pequeño animal recién llegado al mundo. Las crías de mono narigudo tienen un pelaje más clarito, la nariz menos desarrollada y dependen de su madre durante varios meses antes de volverse completamente independientes.
Los prismáticos son unas lentes mágicas, que hacen de ojos en la distancia. En nuestra última incursión por el río Kinabatangan… ¡de repente, aquella escena! Bajo el dosel verde y denso de la selva, donde el Sol apenas tiene fuerza para encontrar su camino entre las hojas, una madre de mono narigudo se acurruca suavemente con su cría. Para mi sorpresa y mi asombro, a través del cristal de los prismáticos soy capaz de verlos muy cerca, como si los tuviera al lado. El cuerpo robusto de la madre se mantiene estable sobre un nicho de hojas y se mece con ellas como si danzara al ritmo del viento. En sus ojos marrones reverbera la calma. La cría pequeña y frágil se aferra al cuerpo de su madre con sus diminutos dedos, buscando contagiarse de ese sosiego en el único lugar seguro que conoce: el abrazo materno. La madre lleva a la cría hacia su pecho, como si la ternura fuera algo también presente en el mundo animal. Inexperta y temerosa del mundo que la rodea tiembla con todo el cuerpo, pero guiada por un instinto ancestral, que perdura en el tiempo y entre las especies, comienza a mamar del pecho de su madre. Su refugio de vida, su sustento. Poco a poco la cría se acomoda entre los brazos peludos que construyen su lecho, un hueco único hecho a su medida. Incluso en la distancia, mi madre y yo podemos apreciar cómo su diminuto rostro de ojos grandes prácticamente se fusiona con la piel arrugada y cálida de la madre. En ese instante, todo se detiene. Siento que incluso mi respiración está de más. La energía que surge de esa vida y ese encuentro resulta suficiente para embriagar todo el ambiente. No solo soy capaz de apreciarlo pese al trecho que nos separa, es como si súbitamente, fuera capaz de sentir ese calor, ese abrazo. Mi madre me está apretando la mano derecha emocionada.
El ruido de la selva ha amainado, es como si el mundo mismo respetara la intimidad de ese vínculo tan profundo. Las hojas han quedado inmóviles en la maleza, ya no hay amenazas, ya no hay miedos. La madre parece tranquila, sin prisa ni temor observa al pequeño ser que se alimenta en su regazo, como si supiera que ese acto, tan simple y natural, es el comienzo de todo: la conexión, la supervivencia, el amor, la vida. La cría busca y encuentra, no solo alimento, sino un abrazo invisible que la envuelve, la cuida y la nutre. Rodeada en un halo de promesas de protección y amor incondicional, el mundo parece menos hostil, menos malo. Y allí, en ese pequeño rincón del planeta, en el corazón de una jungla ancestral, madre e hija se funden en un solo cuerpo, mientras la vida sigue su curso silenciosa y eterna.
Sin previo aviso, el monzón del noreste comienza a soplar y extender la lluvia. Un manto de agua cubre el firmamento y una brisa ligera comienza a filtrarse entre las ramas. El aire cargado de humedad empieza a llorar. Tenemos que renunciar e ir a refugiarnos. La lluvia se inicia como una ola que rompe contra las rocas, con un golpe sordo, con furia. Después, un torrente denso impacta contra el suelo a martillazos, una lluvia pesada que torna de color gris el cielo. El rugido del monzón del noreste es tan fuerte que parece un lamento lejano. Tal vez, la Tierra misma está hablando. De forma intrusiva e inesperada había finalizado nuestro íntimo momento. Distorsionada la imagen tras las lentes, la estampa verdadera es la que queda en el recuerdo.
De camino al aeropuerto, Mustafa el guía, me dice: "You should have a Malaysian name ‘Suraya’ because you’ve had a wonderful time here." ‘Suraya’ es un nombre de origen árabe, ampliamente utilizado en algunos países de habla malaya. Significa “estrella” o “estrella brillante”, simboliza la luz y la belleza, la luminosidad y el brillo.
Intrigada, sin saber muy bien qué ha querido decir Mustafa con su sugerencia, discurro por los controles del aeropuerto. Despegamos. Mientras observo cómo las nubes se dibujan esponjosas bajo el ala del avión, el nombre resuena en mi mente como un eco suave, como si hubiera dejado algún impacto. A lo largo del vuelo, me pregunto si el nombre encierra algo más que su significado literal. Me parece bello. ¿Será una manera de recordar el tiempo que pasamos aquí, en este rincón alejado del mundo, rodeadas de una naturaleza salvaje y desconocida? ¿Será una manera de captar, de alguna forma, la esencia de este lugar, lleno de vida, de luz y sorpresa? Mi madre sonríe en el asiento contiguo, “tú siempre tan soñadora hija mía, guarda ese nombre en tu libreta, te gustará leerlo en unos cuantos años”. Borneo se desdibuja en el horizonte, pero me doy cuenta de que ‘Suraya’ no es solo un nombre, es una sensación que quiero llevar conmigo, como una estrella que seguirá siempre brillando en la distancia, guiándome de forma invariable hacia el recuerdo de este viaje.
Diciembre 2008: Habitación 094, Maternidad, Planta 4ª E Estoy exhausta. El cansancio pesa en mis párpados y cada parte de mi cuerpo ha quedado mancillada tras tanto dolor. El aire de la habitación huele a desinfectante y a todas esas cosas frías que ocurren tras las paredes de los hospitales. Pero no importa, ahora todo esto no importa. Solo puedo pensar en ella, en mi hija, en mi pequeña. La miro acurrucada en mis brazos y el dolor se difumina por completo. Su carita redonda, esos ojos que me buscan antes del llanto porque saben que soy su refugio, donde todo empieza. Esos ojos curiosos que me abrazan como si intentaran reconocerme, cerciorarse de que este es el lugar correcto. Sin haber podido anticiparme, algo que creía tan natural, tan necesario, tan instintivo, se ha convertido en un desafío.
El viento del oeste procedente del Atlántico golpea en la ventana de la habitación, manso pero persistente, cargado de humedad ha ido tiñendo de gris el eco de las calles. Este viento se cuela como un visitante inesperado por el marco de la ventana de dudoso aislamiento del hospital. Intento concentrarme en mi tarea, pero el viento continúa con su golpeteo suave como una caricia insistente, como si exigiera entrar.
Me invade un miedo repentino, ¿y si quiere venir a poner orden, quizás a despojarme de esta felicidad tan inmediata? Tonterías, el viento del oeste ha venido a hacernos compañía, sin pedir permiso, simplemente pasaba por aquí. Los cristales han quedado completamente empañados por la humedad y permiten intuir cómo el aroma salino del mar se mezcla con historias lejanas contadas por otros vientos del océano. Nos arrulla su silbido convertido en una canción salvaje llena de nostalgia, una melodía que solo el viento conoce, en su incesante vaivén entre el cielo y la tierra.
Intento de nuevo colocarla como me han explicado, siento el pecho hinchado y duro. Ella se mueve torpemente. El dolor de mi cuerpo viene y va, y cada intento de alimentarla es como si fuera una nueva batalla. Nunca se me habría ocurrido pensar que la lactancia pudiera ser tan complicada. Ella, pequeña y rosada, con su cabecita tan frágil, mueve la boquita en busca del pezón, pero se resbala. Una y otra vez. Cabecea, lo busca, lo intenta y fracasa de nuevo. Se frustra y llora. Su cara se colorea, encarnada. No consigo calmarla. Cada vez que lo intenta de nuevo siento una punzada profunda, como si mi cuerpo todavía no entendiera que ya ha dado a luz, que está conmigo, que ella debe alimentarse, que debo alimentarla. La punzada en el pecho viene acompañada de un nuevo brote de llanto enérgico. Sus sollozos intensos y agudos resuenan en mis oídos, siento amor en cada poro de mi cuerpo, pero también frustración, una frustración amarga e inmensa que no logro entender. Cada nueva tentativa me deja agotada, es un recordatorio de lo frágil que puede ser esta nueva vida, de lo que nos cuesta aprender a vivir en este mundo.
Siento una presión tan fuerte, como si la humanidad entera me estuviera aplastando y al tiempo me cuestionara como madre a voz en grito. Si no soy capaz de llevar a cabo este acto tan puro y necesario para la vida, ¿cómo podré cuidarla después? No sé si quiero seguir intentándolo, o si prefiero salir corriendo y pedir que alguien rebobine el argumento de esta historia. Me siento impotente, el corazón me late rápido, me duelen las entrañas como si se hubieran desgarrado en el esfuerzo y un sudor frío me recorre la frente. Pero no puedo rendirme, no ahora. No puedo dejarla indefensa. No puedo fallarle a ella. Y entonces, con un esfuerzo que me duele hasta en el alma, vuelvo a intentarlo. Se ha calmado hace algunos segundos, agotada ella también. Le sujeto la cabecita mientras tiemblo, se la acerco a mi pecho. De nuevo vuelve a abrir los ojitos y empieza a buscar como un animalillo olisqueando su camino. Trato de concentrarme en el momento, en ella, en esa boquita pequeña que desesperada intenta buscar alimento. El dolor sigue recorriendo mi cuerpo, pero ya no importa tanto.
De repente, una imagen invade mi mente, sin haberlo buscado, el recuerdo aparece como un susurro lejano. La imagen de la madre nariguda en la selva de Borneo. Han pasado muchos años, pero puedo verla nítidamente. Ella, con su bebé aferrado fuertemente al pecho en medio de una jungla de peligros. En su mirada residía la calma y un entendimiento absoluto de lo que estaba haciendo. No había nada que pudiera romper o interrumpir ese vínculo, no había espacio para la duda. Era simple para ella, tan natural. El recuerdo me llega con fuerza y en ese momento me siento poderosa, me siento segura, me siento menos torpe.
Me he quedado ensimismada en el recuerdo, pero de repente, siento alivio. Me doy cuenta de que mi lucha es parte de algo mucho más grande. Ese dolor que me recorría, esa incomodidad insoportable, desaparece cuando finalmente ella se engancha. Siento sus succiones rítmicas, ya no me hacen daño. Siento como si le estuviera dando una parte de mí. Un alivio cálido me inunda y, por un momento, el hospital, las cortinas frías, las bandejas, los pasos ajenos que resuenan en el pasillo y el viento, desaparecen. El tiempo se detiene en un instante y todo lo que importa está en ese pequeño cuerpo que, a pesar de todas las dificultades, ha encontrado su lugar exclusivo. Lo hemos logrado. Ella está alimentándose y yo también, con la energía del momento, este vínculo silencioso y físico que me llena por completo. Un consuelo profundo ya se ha apoderado de mí, y el tiempo, por fin, parece fluir suavemente, sin lucha y sin remordimiento.
Lo había visto en los ojos de un primate y también en los de este pequeño ser que palpita aferrado a mí. No puedo describir este lazo porque no se expresa con palabras, es una conexión profunda que todo ser vivo entiende. Ella y yo somos ahora parte de algo tan antiguo como la Tierra misma, un ciclo que no se detiene, que siempre ha estado ahí, ya sea bajo el sol tímido de la selva o en las frías paredes de este hospital. En este gesto tan simple, tan primitivo, veo a todas las madres, de todas las especies, unidas por un mismo impulso. La fuerza del recuerdo, el viaje con mi madre, los ruidos de la selva, la magia de Borneo, me abrazan. Es mi madre la que me abraza y me da fuerza, y son otras madres las que también están conmigo.
Esencialmente seguimos siendo animales, domesticados por el entorno y la sociedad. Nos creemos superiores, apartados del resto de seres vivos por nuestra razón, nuestro lenguaje y nuestras creaciones. Pero hay algo profundamente similar en todos nosotros: el instinto, el vínculo, el cuidado y la necesidad de conexión con el otro. Nuestra capacidad de razonar y reflexionar sobre nuestros actos no cambia lo que somos en lo más profundo: animales formando parte de una red de vida que está interconectada. En cada acto, es la naturaleza misma la nos recuerda vehemente nuestra fragilidad y nuestra interdependencia. Espero poder enseñarle a mi hija la belleza de la vida simple, esa forma en la que un ser vivo se entrega al momento y se adapta, a su manera, a las demandas de lo que le rodea. El recuerdo de la selva, la mano de mi madre, evocan una misma red de existencias. Supongo que, en la comprensión de esta idea, reside una de las claves más importantes para nuestra supervivencia.
Al final de la toma, la pequeña, completamente agotada, deja escapar un leve suspiro. Le resbala una gotita de calostro por la mejilla y los ojos tímidamente se le van cerrando. Tiene la carita satisfecha y tranquila, con una expresión de calma absoluta que ha hecho desaparecer cualquier rastro de dolor en mi cuerpo. Ternura es verla. Ahí, en mi regazo, compartiendo el calor de mi piel, descansa tranquila. Ha encontrado ese refugio donde el tiempo se detiene y la vida se dibuja como una gran aventura futura. Su pequeño cuerpecito se amolda a la perfección a las curvas del mío, y sus inspiraciones se van volviendo regulares y profundas.
Solo escucho su respiración y mi latido. Sureya, por fin, duerme tranquila.
«Dalam setiap hembusan nafasmu, tersirat kasih yang tak terhingga.»[En cada uno de tus suspiros, está un amor infinito] (A. Samad Said, Emak [‘Madre’])
COLEGIO DE MÉDICOS DE BIZKAIA · BIZKAIKO MEDIKUEN ELKARGOALersundi, 9 - 1ª Planta - 48009 Bilbao · 94 435 47 00 · colegio@cmb.eus