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16 jul 2020
Artículo de Tomás Muñoz Martínez publicado en Medikuaren Berria - Boletín Informativo ESPECIALCOVID-19 Coronavirus SARS-CoV-2
El nuevo año nos encontró mirando hacia China. Asistíamos asombrados al confinamiento de la población de una ciudad de más de 10 millones de habitantes mientras veíamos construir un hospital en unos pocos días. Todo ello se debía a una nueva enfermedad que los políticos, más preocupados por la economía que por la salud de los ciudadanos, describían como «una especie de gripe fuerte». Algo más que eso debe ser para que los chinos tomen medidas tan excepcionales, pensábamos todos. Pero todavía situábamos al coronavirus en el lejano Oriente, sin imaginarnos lo que estaba por llegar. La enfermedad se extendió con rapidez apareciendo casos en varios países, por lo que empezamos a prepararnos. En mi unidad, la UCI del Hospital de Cruces, al igual que en otros servicios del centro, comenzamos a redactar protocolos, a entrenarnos en la utilización de los EPI (Equipos de Protección Individual) e hicimos los primeros esbozos de organización de asistencia en situación de catástrofe. Aunque ya se reconocía como pandemia, la respuesta de las administraciones occidentales fue en general descoordinada y tardía. Las imágenes de Italia, con los hospitales desbordados y las estadísticas de mortalidad incrementándose de forma exponencial acentuaron nuestros temores. La COVID-19, como se había bautizado a esta enfermedad, no solamente era muy contagiosa, sino que a un porcentaje significativo de pacientes les ocasionaba una insuficiencia respiratoria crítica. Y en la vieja y rica Europa no había camas de UCI para todos, no había respiradores para todos… Y tampoco había EPI adecuados para el personal asistencial. Si a alguien le quedaba alguna duda de que la pandemia iba a afectarnos, se disipó con la experiencia de nuestros compañeros de Vitoria-Gasteiz. La urgencia colapsada, las camas de hospitalización dedicadas casi en su totalidad a pacientes de coronavirus y la UCI adecuando instalaciones para dar asistencia a un número de pacientes críticos excepcional. Pacientes que demandaban muchos recursos y cuyo curso clínico era muy prolongado. Planificamos los circuitos de ingreso de pacientes infectados intentando evitar contagios dentro del hospital. Esperábamos que llegasen desde la Urgencia, primer servicio que supuestamente iba a recibir a estos enfermos. Pero las cosas nunca suceden como las planificas, y el primer caso de coronavirus en nuestra UCI se manifestó en un paciente postoperado, resultando contagiados algunos compañeros. Esa fue nuestra primera lección: cualquiera podía tener el virus, incluso contagiarlo antes de dar síntomas, había que adecuar medidas de protección generalizadas. Poco después la epidemia estalló en Bizkaia, trastocando el funcionamiento de todo el hospital. Cruces clausuró la actividad programada y se convirtió en un hospital COVID. A la Urgencia no paraban de llegar pacientes graves. Los servicios de Infecciosas, Neumología y Medicina Interna multiplicaron sus camas ocupando un ala completa del centro. Y por supuesto comenzamos a recibir un número ingente de pacientes críticos, incluso de otros hospitales. Llevábamos semanas preparándonos, pero creo que nadie se esperaba realmente esto. Nuestro teléfono de emergencia no paraba de sonar. Tuvimos que abrir más camas, y después, abrir más camas todavía. Hubo que acondicionar salas, dotarlas de monitorización e incluso recurrir a los ventiladores de anestesia de los quirófanos. Afortunadamente contamos con el apoyo de nuestros compañeros anestesiólogos, quienes también recibieron pacientes en la Reanimación, e igualmente se vieron en la necesidad de preparar nuevos espacios y dotarlos para asistir a una auténtica oleada de pacientes críticos. Nos vimos obligados a cambiar nuestra organización del trabajo. Nos dividimos en secciones estancas, comunicándonos por Skype para reducir las posibilidades de contagio entre nosotros. Modificamos los protocolos de uso de EPI, convirtiendo unidades enteras en zona COVID, con acceso restringido a personal con el equipo adecuado, que se colocaba y retiraba en esclusas. Ello obligaba a pasar horas enteras con el EPI puesto, sudando bajo el buzo impermeable, con heridas en la cara de las mascarillas y las gafas (que además terminaban por empañarse), haciendo técnicas con doble guante. Si eso era duro para los médicos, era tremendo para el resto del personal, que al fin y al cabo están más tiempo con el paciente. Sin embargo, creo que nunca he visto trabajar mejor en mi unidad. Las enfermeras, auxiliares, celadores, fisioterapeutas, personal de limpieza, todos se entregaron dando lo mejor de sí mismos. El clima de trabajo fue excelente. Además de la evidente sobrecarga de trabajo, que nos obligó a reforzar guardias, fines de semana y renunciar a las vacaciones, la epidemia de COVID-19 supuso un verdadero reto científico y asistencial. Observamos perfiles fisiopatológicos novedosos, cambiantes, que nos exigían revisar y modificar nuestros protocolos en ocasiones de un día para otro. En un notable esfuerzo de la comunidad médica internacional, se agilizó compartir el conocimiento científico, incluso las revistas de prestigio permitieron libre acceso a las publicaciones sobre COVID. Terminada la dura jornada laboral, llegábamos a casa y nos poníamos a estudiar. Nos enviábamos artículos y preguntas por Whatsapp. A veces descubrías que estabas mandando información de madrugada, ¡y que un compañero te contestaba! Nos involucramos en varios proyectos de investigación. Otro problema importante fue que medicamentos esenciales para el manejo de estos pacientes se estaban consumiendo a un ritmo superior a la capacidad de la industria de reponerlos. Tuvimos que buscar opciones alternativas, modificar plazos de tratamiento e incluso retirar fármacos de eficacia más controvertida, adaptando una vez más los protocolos. El trabajo era tan intenso que durante el tiempo asistencial no pensabas en la posibilidad de contagiarte, utilizando el EPI de forma responsable. Pero al llegar a casa te entraban dudas. No querías contagiar a nadie. No vi otra opción que poner distancia con mi mujer y mis hijos, afortunadamente mi casa es grande, pero hubo compañeros que se fueron de su domicilio. Pensé en mi madre, mayor, con más riesgo… Pasé dos meses sin ir a visitarla. Pero los problemas de los sanitarios no fueron nada comparados con los vividos por los familiares de los pacientes. Se les avisaba del ingreso en UCI, y de que toda comunicación se haría por teléfono. A la angustia de tener un ser querido críticamente enfermo se añadía la de no poder verlo. Conscientes de que esperaban con ansiedad nuestra llamada diaria, intentábamos confortarles sin perder rigor en la información. Para nuestra sorpresa, gran parte de esas conversaciones terminaban con el familiar no solo agradecido sino dándonos ánimos para continuar nuestra tarea. Ya he comentado que mi UCI participaba en varios ensayos clínicos, lo que implicaba obtener el consentimiento del allegado. Eso suponía explicarle por teléfono que dado que la COVID-19 era una enfermedad nueva sin un tratamiento establecido, con el objeto de avanzar en el conocimiento científico y tratar cada vez mejor a estos pacientes, se planteaba administrar un determinado fármaco cuyo beneficio era esperado, pero no demostrado, para lo cual debía manifestar su conformidad. La respuesta fue positiva en todas las ocasiones, las familias de los pacientes confiaban en nosotros y con generosidad se brindaban a ayudarnos. En esta pandemia ha habido muchos aplausos, pero si algún colectivo de verdad se los merece es el de los familiares de los enfermos. Nuestros esfuerzos cobraron sus frutos, y a pesar del largo y complicado curso clínico de nuestros pacientes, varios de los cuales habían desarrollado fallo multiorgánico, vimos cómo empezaban a superar la enfermedad. Empezamos a hacer videollamadas, e incluso, cuando aseguramos una dotación adecuada de EPI para los familiares, a permitir y organizar algunas visitas. Poco a poco la epidemia fue cediendo. Las medidas de confinamiento funcionaron. Disminuyeron los ingresos de críticos, nuestros compañeros neumólogos, infectólogos e internistas estaban haciendo muy bien su trabajo. Poco a poco se fueron cerrando las UCI de circunstancias, y el hospital comenzó a asumir la actividad programada de manera progresiva.
Es aventurado hacer balance cuando ni siquiera sabemos si esta pandemia de verdad ha terminado, al menos en su primera fase. En poco más de dos meses en nuestra UCI hemos recibido casi 90 pacientes de COVID, la mayoría precisando ventilación mecánica y muchos con necesidad de otros soportes orgánicos. Siendo centro de referencia de ECMO, nos han llegado los casos más graves, incluso de UCI de otras provincias. Inicialmente se decía que el coronavirus solo presentaba gravedad en pacientes ancianos o con patologías crónicas avanzadas, pero la mayoría de nuestros enfermos eran previamente sanos, con edades comprendidas entre 40 y 60 años. También hemos tenido pacientes mayores, afortunadamente el esfuerzo de dotación de nuevas camas hizo que a ningún enfermo potencialmente recuperable se le negase ingreso en UCI. No hemos descuidado la labor investigadora, participando en cuatro ensayos clínicos propios, además de colaborar activamente en los de otras unidades del hospital. Con una mortalidad baja para la gravedad y complejidad de nuestros enfermos (18 pacientes) estamos orgullosos de nuestro trabajo. Asimismo, somos conscientes de que, aunque esta pandemia nos ha llevado a los medios de comunicación y la gente ha aprendido lo que es una UCI, un intensivista o la ventilación asistida, no se puede centrar el tratamiento de una infección en comprar apresuradamente más respiradores. Confiamos en que esta pandemia haya demostrado a nuestros gestores que en el mundo globalizado actual no hay una enfermedad demasiado lejana como para que no nos afecte, que la investigación rigurosa para encontrar tratamientos eficaces (especialmente preventivos) es la mejor inversión, que los medios humanos y materiales no se improvisan y que el acceso universal a una atención sanitaria de calidad redunda en beneficio de todos. Tomás Muñoz Martínez es especialista en Medicina Intensiva y trabaja en la UCI del Hospital Universitario de Cruces. Nº de colegiado: 480103012
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