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24 may 2019
Discurso de ingreso del Dr. Cosme Naveda, presidente del Colegio de Médicos de Bizkaia, como académico correspondiente honorario en la Sesión Científica Solemne de la Real Academia de Medicina del País Vasco-Euskal Herriko Medikuntza Errege Akademia celebrada el 23 de mayo de 2019
Ilustrísimo presidente de la Real Academia de Medicina del País Vasco, consejera, concejal del Ayuntamiento de Bilbao, decano de la Facultad de Medicina y Enfermería del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea, vicepresidente de la Organización Médica Colegial de España, miembros de la Academia, presidentes y presidentas de Colegios y responsables de organizaciones sanitarias, miembros del equipo decanal de la Facultad de Medicina y Enfermería de la UPV/EHU, colegas, amigas y amigos, compañeros y compañeras del Colegio de Médicos de Bizkaia, familia, arratsalde on guztioi, buenas tardes.
Desde sus orígenes, el ser humano ha sentido el impulso de ayudar a sus semejantes. Ha intentado averiguar qué es lo que origina la enfermedad y cómo curarla.
Estudios llevados a cabo apenas hace un año por la Universidad de York, en el Reino Unido, han revelado que ya los neardentales proporcionaban a sus semejantes cuidados que hoy describiríamos como atención médica. Los investigadores sugieren que la atención que los neardentales ofrecían a sus congéneres debería verse como «una respuesta compasiva y experta a quienes habían resultado heridos o eran víctimas de la enfermedad».En Mesopotamia, 4000 años antes de Cristo, el Código de Hammurabi se revela como el primer código de deontología médica. En él se explicitan las obligaciones de los médicos y los castigos reservados para una mala praxis, de lo que se infiere que el médico era una figura presente y relevante en la sociedad sumeria. Para los sumerios la enfermedad era un castigo divino: la provocaban los demonios, que penalizaban a los humanos que habían roto algún tabú. Para hacer un diagnóstico certero, el médico debía primero identificar cuál de los demonios había sido el causante de la enfermedad. El remedio se fabricaba a base de plantas, minerales o algunas partes de animales. Esto, junto con los exorcismos y las invocaciones al dios de la salud, era la base del tratamiento.
En el África subsahariana, la enfermedad también estaba directamente relacionada con los dioses, al igual que con los ancestros. Uno podía enfermar de aquello que padecieron sus antepasados, que eran quienes, por algún misterioso motivo, le enviaban la enfermedad. De nuevo, plantas y súplicas a los dioses y los antepasados, serían la vía de la curación.
En el norte del continente, ya en 2700 antes de Cristo, los egipcios aparecían como una civilización altamente desarrollada y habían puesto en marcha un sistema de especialización médica. Este «pueblo de los sanísimos», como los denominaría más tarde Heródoto, tenía un médico para cada enfermedad. Egipto mantenía la misma concepción mágica que los sumerios, pero comenzó a desarrollar la práctica del diagnóstico clínico. Utilizó técnicas quirúrgicas y desarrolló fórmulas magistrales.
Se diferenciaban tres tipos de médicos: sacerdotes, magos y médicos civiles. Los egipcios parecen separar las creencias de la evidencia científica tal y como ellos la entendían en aquel momento. El Papiro de Edwin Smith, revela que tenían conocimientos sobre la función del corazón y del sistema circulatorio: «A través del pulso, el corazón habla por los vasos a todos los miembros del cuerpo», se dice que afirma en el escrito Imhotep, considerado el primer médico egipcio de referencia.
A lo largo y ancho de la Tierra, otros pueblos han sentido la misma pulsión por ayudar a sus semejantes enfermos. En la India, en todas las casas de Mojenjo Daro, en el actual Paquistán, aparece en el 2000 antes de Cristo la cultura más avanzada en lo que a higiene se refiere: todas las casas contaban con cuarto de baño y en casi todas había una letrina. Siglos después, con el desarrollo de la medicina ayurvédica, los médicos indios, que palpan y auscultan a sus pacientes, ya saben que la orina de los diabéticos es más dulce. Para ellos, cuerpo y mente están comunicados y para curar al primero hay que tratar a la segunda. Ahora bien, el Karma es el Karma, y uno debe pagar por el mal que ha causado. De nuevo, la enfermedad se presenta, para los hinduistas, como castigo divino del que no se puede huir.
En China lo ven de forma parecida. No existe el Karma, pero sí el Tao, formado por el Ying y el Yang, dos fuerzas capaces de modificar los cinco elementos de los que está hecho el universo. Sin su equilibrio, surgirá la enfermedad. Para lograr la curación, ese equilibrio, el Chí, deberá ser restaurado. Los chinos lo harán preferentemente a través de la acupuntura. Posteriormente, se volcarán en los remedios vegetales, el ejercicio físico y la respiración, y en el desarrollo de la cirugía. No será hasta los siglos XVII y XVIII después de Cristo cuando se mezclará con la medicina occidental dando lugar a la medicina tradicional china tal y como la conocemos en la actualidad.
También en la América precolombina la enfermedad es un castigo divino y los chamanes, que tienen relación directa con los dioses, son capaces de curarla. La coca, el tabaco, el peyote o el curare son algunas de las plantas o mezclas de plantas que utilizan. La profesión de médico se hereda dentro de la familia, pero se diferencia entre el médico mágico (el chamán), y el médico empírico. También disponen de otros especialistas, como los cirujanos, los componedores de huesos o las comadronas.
Para ningún pueblo es fácil separar ciencia de creencia ya que, tradicionalmente y durante milenios, discurren entremezcladas. Con los hebreos, en el año 1000 antes de Cristo, aunque en la biblia, en algunos libros del Pentateuco, ya se llevan a cabo recomendaciones sanitarias tales como aislar a los infectados, es Yahvé el único responsable de la enfermedad y de la curación. Ahora bien, al menos en el caso de la medicina hebrea, y abrazado el monoteísmo, no hay que estar pendiente de descubrir cuál de los dioses ha sido el causante para poder invocarle. Aquí solo hay uno al que responsabilizar y al que suplicar la curación.
En la antigua Grecia, en el siglo sexto antes de Cristo, Alcmeón de Crotona será capaz de afirmar que los sentidos están unidos al cerebro a través de los nervios. Y lo hará apoyándose en métodos empíricos: la observación de los pacientes y la experimentación. Quizá el dios Asclepio se sintiera tentado a romper su vara al ver reducida su influencia. Más tarde, será Hipócrates de Cos quien sentará las bases de la medicina que hemos heredado con el sentido del profesionalismo que tan bien detalla en cada uno de los volúmenes que conforman el Corpus Hipocráticum, entre los que destaca el código de deontología que ha servido como fuente de la que beber para la creación de nuestro Código de Deontología Médica actual.
Un diagnóstico certero y un tratamiento personalizado, así como la higiene del propio médico y la del paciente parecen asegurar el éxito en gran parte de los casos. Es posible que, en la actualidad, Hipócrates fuera uno de los principales impulsores de la corriente de no medicalización de la vida, con su idea de que, a veces, para que una persona sane, lo más apropiado es «no hacer». Quizá él ya se había dado cuenta de que, en ocasiones, las personas creemos sufrir de enfermedades que puede que no sean tales o que, si lo son, no necesitan de medicación porque el propio organismo se encargará de la curación.
La sistematización de los procesos médicos, la confección de la historia clínica del paciente y la profesionalización médica que impulsó Hipócrates han llegado hasta nuestros días gracias al testigo recogido por Galeno de Pérgamo, pionero en el campo de la investigación. Grecia establece las bases del profesionalismo y la evidencia científica parece comenzar a abrirse camino para quedarse.
Pero el oscurantismo de la Edad Media encierra el conocimiento en los monasterios y el mundo occidental se sume en la ignorancia y la superstición. En oriente, más concretamente en Isfaján, antigua Persia, una luz encarnada por el médico Ibn Siná, Avicena, actualiza el saber heredado de Galeno y se impone con su Canon de la Medicina. Avicena redacta los códices con los que enseñará ciencia y evidencia a los alumnos de su madrasa, de su facultad de medicina.
La observación, la reflexión analítica y el método empírico, ya utilizados por Aristóteles como formas de construir el conocimiento, parecen haberles ganado la partida a los dioses. A pesar de que en la baja Edad Media, la peste bubónica que asola Europa en el siglo XIV vuelve a considerarse un castigo divino, la vocación de ayudar a la restitución de la salud a través de la ciencia nos regala, en el siglo XV, altos niveles de conocimiento basado en la investigación, como el que alcanzó sobre la anatomía humana el renacentista Leonardo da Vinci.
Con la Revolución Científica de la Edad Moderna llegarán, en el siglo XVI, médicos y hombres de ciencia como el español Miguel Servet o el médico y anatomista italiano Gabriel Falopio. En el siglo XVII destacará el médico inglés William Harvey con su correcta descripción del sistema circulatorio. En el siglo XVIII, Edward Jenner y su vacuna de la viruela salvarán millones de vidas. Por fortuna, en el siglo XIX y primera mitad del XX, científicos de la talla de Louis Pasteur, de los premios Nobel Robert Koch, Alexander Flemming o Santiago Ramón y Cajal seguirán colocando a la ciencia en general, y a la medicina en particular, en el lugar que les corresponde. Desde finales del siglo XX y hasta nuestros días, en esta segunda década del siglo XXI, el vertiginoso ritmo en el que estamos inmersos ha llegado también a la medicina y no creo estar equivocado si afirmo que, dentro de cincuenta años, los médicos del momento comentarán asombrados lo rudimentario de muchas de nuestras teorías y de las tecnologías que ahora consideramos punteras y que ya son capaces de fabricar un corazón con una impresora en tres dimensiones. Quién sabe si llegaremos a verlo funcionando dentro de un cuerpo humano.
La necesidad de entender, de descubrir, de saber cada vez más sigue siendo el motor para la investigación y el desarrollo científico en todos los campos de la medicina. El deseo irrenunciable de los médicos de ser útiles a sus semejantes se ha visto renovado y reforzado en las grandes crisis sanitarias de la historia. Así ocurrió con la peste negra medieval, o con la gripe española, que entre 1918 y 1920 mató a más de cuarenta millones de personas en todo el mundo. En aquel momento en el que el H1N1 causaba estragos, los médicos no dudaron en ponerse manos a la obra para intentar paliar el sufrimiento de la población. Del mismo modo sucedió en Bilbao, donde los médicos de un recién creado Colegio de Médicos de Bizkaia se apresuraron en ofrecerse al Ayuntamiento para atender a la ciudadanía. Y a pesar de que nosotros también sucumbimos a la tentación de mezclar ciencia con creencia y organizamos rogativas a la virgen de Begoña, en mi opinión, no cabe duda de que fue la atención que los médicos les brindaron lo que ayudó a aquellos pacientes en aquel terrible trance en el que, de una población de 300 000 habitantes con la que contaba entonces Bizkaia, enfermaron de gripe A 200 000. Solo en Bilbao, entre los meses de septiembre a diciembre de 1918, murieron de gripe española y de sus complicaciones, neumonía y bronconeumonía, 869 personas. Podemos imaginar el sentimiento de impotencia de nuestros colegas en aquellos difíciles momentos.
Los médicos nos debemos a nosotros mismos y, sobre todo, a la sociedad. Queremos ser útiles a las personas, a nuestros pacientes. Queremos contribuir a que tengan una vida mejor, una vida de calidad. Pero para poder dar, primero se debe tener.
Se debe tener conocimiento, adquirido a través de la formación. Cuantos más conocimientos adquiramos y mejor formados estemos, más tendremos para ofrecer a nuestros pacientes y más sencillo nos resultará llegar a un diagnóstico certero para poder aplicar después el tratamiento más eficaz.
Y esa formación, la podemos dividir en, al menos, tres áreas: la formación científico-técnica, la formación en habilidades de relación y la formación en ética y deontología médica.
La Universidad nos acoge, la Facultad de Medicina nos recibe con la misión de enseñarnos, de dotarnos de todo el conocimiento necesario para poder después acceder a la especialidad elegida, donde deberemos seguir aprendiendo de la mano de quienes, antes que nosotros, pasaron por la misma formación y cuentan con una experiencia y unos conocimientos que todavía nos faltan. Bien sea en la Atención Primaria o en la Atención Hospitalaria, la especialización es hoy en día la vía de ejercicio de la medicina. Ahora bien, quizá siga siendo una asignatura pendiente dedicar a la Medicina de Familia y a la Pediatría de Atención Primaria, que son la puerta de entrada de nuestros pacientes a la atención médica y sanitaria, mayores recursos y un espacio formativo organizado ya desde la Universidad y el MIR. Necesitamos más médicos y médicas de Familia, más Pediatras, y eso solo lo conseguiremos prestigiando estas especialidades, dignificándolas, mostrando cómo son y lo que son, animando a los estudiantes a elegirlas desde el origen de su formación, dotándolas desde los inicios de la infraestructura que se merecen y necesitan.
El área de formación en habilidades de relación también debería aparecer más claramente entre las asignaturas a cursar en el Grado de Medicina, así como la Deontología Médica. La formación médica debe ser integral desde el principio, como integral será después nuestra práctica con nuestros pacientes. Un médico deberá seguir formándose durante toda su vida, y en esta formación continuada jugarán un papel crucial los Colegios de Médicos, una de cuyas misiones principales es precisamente esta, como parte de ese contrato que han establecido con la sociedad a través del cual garantizan y velan por el profesionalismo de los médicos.
Como tuve ocasión de recordar hace dos años, durante la celebración del Centenario del Colegio de Médicos de Bizkaia, que tengo el honor de presidir, los médicos debemos regirnos por el concepto del profesionalismo, entendido éste como el conjunto de principios éticos y deontológicos, valores y conductas que sustentan nuestro compromiso de servicio a la ciudadanía a través de la promoción de un bien social preferente como es la salud. Y el Colegio de Médicos es el garante del cumplimiento de ese compromiso. Es la asociación que obliga a sus miembros a autorregularse más allá de las normas establecidas por la legislación ordinaria, el que garantiza que nuestro contrato con la sociedad se cumple y el que vigila la buena praxis, tanto en lo que respecta al desempeño clínico como a la aplicación de nuestro Código de Deontología.
Los Colegios de Médicos, junto con las Sociedades Científicas, vamos a desempeñar, cada vez más, un papel fundamental a la hora de garantizar el nivel de los médicos y las médicas de este país. El Colegio de Médicos de Bizkaia ya lo vio claro hace dieciséis años, cuando decidió estructurar la formación continuada de sus colegiadas y colegiados para seguir capacitándoles tanto desde la perspectiva cientificotécnica como la de las habilidades transversales que les permitan mejorar su competencia.
Y es precisamente, en referencia a la competencia, donde ya estamos haciendo frente al reto que se nos ha presentado: el de garantizar la de nuestros profesionales a través de la validación periódica de la colegiación y la recertificación.
A partir del diseño del marco de conocimientos necesarios y de su posterior evaluación, por parte de las Sociedades Científicas, los Colegios de Médicos, organizaciones independientes de cualquier poder religioso, político o económico, debemos ser parte activa indispensable en todo el procedimiento de la certificación de la competencia de aquellos cuya profesionalidad es nuestra misión avalar y monitorizar.
Hoy en día no tenemos dudas de que nuestra profesión debe estar basada, necesariamente, en la experimentación, la investigación y la evidencia demostrable.
Pero más allá de la ciencia y el conocimiento, los médicos debemos también ser dueños de otras capacidades. Y entre ellas destacan, a la hora de tratar con nuestros pacientes, la empatía y la compasión.De acuerdo con la primera acepción del diccionario de la Real Academia Española, empatía es el «sentimiento de identificación con algo o con alguien». Para los profesionales de la medicina resulta indispensable. Para poder comprender a la persona que tenemos ante nosotros, necesitamos ser empáticos, ser capaces de ponernos en el lugar de quien sufre. Pero esa capacidad quedaría incompleta si no pasáramos a la acción. Ahí es donde la compasión entra en juego. En este caso, la definición de la RAE se nos queda corta, porque para los médicos, la compasión no se limita a ser ese sentimiento de pena y ternura ante los males de alguien del que habla el diccionario. Para nosotros la compasión es empatizar y, seguidamente, actuar, ponernos manos a la obra para intentar ayudar a solucionar el problema de nuestro paciente. Desde lo físico, sin duda, pero igualmente, y cada vez en más ocasiones, desde la esfera emocional. Cuentan que cuando a Gregorio Marañón le preguntaron cuál era la innovación más importante, después de reflexionar un momento respondió: «La silla que nos permite sentarnos al lado del paciente, escucharlo y explorarlo.» Y esta reflexión sigue estando vigente.
Como ya describieron a finales del siglo XIX los médicos franceses Auguste Bérard y Adolphe Marie Gubler, el papel de la medicina hasta aquel momento había sido el de «curar pocas veces, aliviar a menudo, consolar siempre». Ahora, y cada vez en más ocasiones, los médicos curamos, al mismo tiempo que casi siempre aliviamos. A la hora de consolar y acompañar a nuestros pacientes es quizá donde, hoy en día, desempeñamos un papel decisivo, toda vez que compartimos que la salud de la persona, tal y como la define la Organización Mundial de la Salud, es «un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades».
Y dentro de ese papel de acompañamiento a nuestras y nuestros pacientes, los médicos también debemos desempeñar una importante función de vigilancia, de alerta y de consejo ante propuestas que disfrazadas de inocuas e inofensivas, pueden ser generadoras de terribles consecuencias.
Y me refiero a un reto que no es nuevo, y al que dependiendo del momento histórico debemos enfrentarnos con mayor o menor ahínco, como hemos podido comprobar a lo largo de los siglos. Antiguamente se los denominaba dioses. En la actualidad, esas deidades de las que debemos proteger a nuestros pacientes se denominan pseudociencias, esa forma moderna de actualizar las viejas creencias que tan dañinas pueden llegar a resultar. De nuevo, como a lo largo de toda la historia, ciencia y superstición se encuentran en un tira y afloja permanente ante el que no debemos bajar la guardia. Como digo, aquí los médicos y las médicas tenemos un papel fundamental a la hora de vigilar y denunciar a quienes pretenden aprovecharse de las personas que, debido a la enfermedad, se encuentran en una situación de especial vulnerabilidad. Dentro de nuestro contrato con la sociedad, es también misión de las y los profesionales de la medicina alertar a la ciudadanía ante posibles engaños o ante propuestas que puedan poner en peligro su salud y que les hagan alejarse de las de probada evidencia científica.
Parece que los médicos tenemos claro que, para poder atender a nuestros pacientes de un modo integral, debemos estar bien formados en diferentes conocimientos y habilidades que nos ayudarán a ofrecerles la mejor de las atenciones. Eso es lo que pensamos nosotros, pero, ¿es esa una necesidad que perciben aquellas personas a las que atendemos?
Hace cinco años el Colegio de Médicos de Bizkaia organizó el I Congreso Nacional de Deontología Médica después de 14 años de jornadas de Deontología organizadas por diferentes Colegios de Médicos, entre los que también se encontraba el nuestro. Permitidme que vuelva a compartir, aunque algunos estuvisteis presentes y lo conocéis, lo que expliqué en mi intervención el día de la clausura.
Cuando estábamos preparando el programa, pensamos que las y los pacientes también debían estar presentes, que debíamos darles voz. Para ello, un día en mi consulta de Berango, (como sabéis soy médico de pueblo), le pedí a una de mis pacientes, con la que me une una corriente de simpatía: « ¿Te animarías a escribirme una carta a los reyes magos describiendo a tu médico ideal?» La verdad es que no dudó en recoger el guante. Pocos días después volvió y me entregó la carta, que os leo a continuación:
«Quiero que mi médico sea una persona bien formada, que conozca bien su profesión y que sepa mucho de medicina. Que acierte en el diagnóstico. Me gustaría que, cuando tenga dudas, sea capaz de manifestarlas, que sea sincero conmigo y que, si no sabe algo o no está seguro de algo, me lo diga e intente encontrar el camino para descubrirlo. Quiero tener la certeza de que sigue aprendiendo continuamente, de que va a cursos, que se recicla, porque eso a mí me da tranquilidad, porque demuestra que trabaja por ser cada día mejor.
Pero quiero que haya algo en él que me gustaría todavía más que esa formación que yo doy por hecho que tiene. Y quiero, cada vez que entre a su consulta y se cierre la puerta detrás de mí, sentirme única. Sentir que toda su atención está puesta en mí. Sentirme escuchada y saber que le importa lo que le digo.
Que sea cercano, amable, atento. Que atienda a lo que le cuento y que me lo demuestre a través de sus preguntas. Quiero que sea paciente, y si a veces tardo un poco más de lo habitual en contarle lo que me pasa, que espere, que respete mis tiempos. Da igual que un día vaya porque me duele la garganta, o porque me he pasado la noche vomitando, o porque me he notado un bulto un poco raro, o porque siento que el peso que tengo en el pecho no me deja respirar.
Sea lo que sea que me ocurra, quiero que él siempre sea sincero, claro, delicado en sus formas y en su trato. Quiero tener siempre la sensación de que es totalmente capaz de ponerse en mi lugar.
Si alguna vez le pido consejo, quiero que me lo de. Si le pido opinión, que me la de. Ante la pregunta: "Y tú, ¿qué harías en mi lugar?" Que me responda siempre con sinceridad. Que me persuada incluso cuando yo pueda mostrar alguna resistencia ante su propuesta de tratamiento, si él cree que es lo mejor para mí, pero siempre dejándome claro que la última decisión es mía, que es mi derecho y que él siempre lo va a respetar.
Yo quiero creer que mi médico está del lado de la vida para que sea de la mejor calidad. Quiero que mi médico sea una persona tremendamente compasiva, notarlo en su mirada, en su forma de hablarme, en su forma sencilla de explicarme las cosas para que yo las entienda bien.
Quiero que sea una persona que sabe muy bien que las personas que tiene a diario frente a él son hombres y mujeres que en la mayoría de las ocasiones no están en su mejor momento, se sienten doloridas, sufren, algunas por fuera y en muchas ocasiones por dentro y quiero estar segura de que sabe cómo debe tratarlas para que se sientan comprendidas, bien acogidas.
Si tuviera que describir a mi médico ideal con una sola frase, diría que quiero que mi médico sea un buen médico y un médico bueno. Un médico al que sus pacientes respetemos, en quien confiemos, a quien admiremos y a quien queramos.»
¡Ahí es nada lo que pide y la tarea que nos encomienda!
Conocimiento científico-técnico, psicología, formación continuada, habilidades de relación, cercanía, empatía, compasión, sinceridad, humildad, comportamiento ético. En definitiva, nuestros pacientes nos piden que seamos lo que nosotros queremos y debemos ser: personas que actuamos, en el marco del profesionalismo médico, rodeadas y dotadas de todos aquellos instrumentos que nos ayudan a ser los mejores en beneficio de aquellos a quienes nos debemos.
Para finalizar, quiero dar las gracias en nombre de la Junta Directiva del Colegio de Médicos de Bizkaia por este honor que hoy nos concede la Real Academia de Medicina del País Vasco. Lo hace en mi persona, pero permítanme, por justicia y por profunda convicción, hacerlo extensivo a todas las y los colegas que me han acompañado anteriormente, y me acompañan en estos momentos, en las labores de dirigir esta corporación, ya que todas y todos somos merecedores de esta distinción en la misma medida.
Muchas gracias. Eskerrik asko.
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