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Sales de la consulta con el paso un poquito más lento que ayer, algo más encorvado, todavía es el miércoles apesadumbrado de una semana cualquiera de otoño. El viento del norte, que llega por las calles de la ciudad, huele a mares revueltos, a tempestades lejanas que se acercan. El invierno está llamando a las puertas pero con timidez, todavía no se decide a aparecer.
Entras en el bar, tranquilidad del anochecer de un día laboral y laborioso; luces tenues y caobas en la decoración impersonal. Se oye por la música ambiental a Leonard Cohen. ¿Por qué nunca se escucha al viejo judío canadiense en verano? ¿Acaso huye de la luz y del optimismo como un vampiro anciano y desganado con traje de Armani? ¿O es únicamente pose, vender melancolía como si no hubiera ya la suficiente en el mercado?
El primer sorbo es estrictamente terapéutico, la calidez que entra por la garganta y enseguida te serena el alma, ese lugar tan difícil de situar anatómicamente entre el epigastrio y la corteza cerebral. Esa es una de las principales cualidades, aún por encima de las organolépticas, que posee el buen whisky de malta.
El último paciente de la jornada no se te borra de la mente, un glioblastoma, sin síntomas hasta que unas molestias inespecíficas le condujeron a tu consulta. Descartada la cirugía, sólo tratamiento paliativo. La semana pasada una vida absolutamente normal y cotidiana, incluso puede que felizmente algo aburrida, de un hombre de treinta y nueve años con familia, mujer y dos niños, la parejita. Ayer casi asintomático y hoy desahuciado. Dios que te señala con su dedo divino y dispara directo a tu cabeza. Sin avisar. Sin advertencias previas, sin factores de riesgo predecibles. Y hace diana, no podía ser de otra manera.
Y hoy, aquí, no se cogen prisioneros. Menos mal que el segundo sorbo de Glenfiddich es levemente ansiolítico, te conduce hacia una dulce amnesia, y además algo analgésico. ¿Se puede pedir más? Hasta te pueda parecer que Cohen acelera el ritmo del último vals, aquel que bailamos en Viena entre la frustración y la desesperanza. Y el espectro, o tan sólo el recuerdo, de García Lorca tararea su propio poema en una esquina sombría del local, haciendo la segunda voz.
Se le ha quedado un gesto de estupefacción, al último paciente, y la sonrisa educada indecisa, un poco tonta, como desconfiando si no sería todo una inocentada divina, un programa de cámara oculta celestial, esperando a que aparezca un risueño presentador vestido de blanco, desvelando que todo es una broma pesada, pesadísima. Ayer blanco, hoy negro. Yin y yang. Quizás también esté él ahora en otro bar solitario, cerca de aquí, tratando de calentar con otro whisky el frío que le ha producido tu diagnóstico y de recobrar el ánimo para regresar a su casa.
Y eso que se lo has dulcificado todo lo posible, a pesar de ser sincero los años te han convertido en un médico más piadoso que cuando comenzaste a trabajar, hace ya más de treinta años, toda una vida. La juventud siempre es valiente; y arriesgada. Y cruel.
El hombre tiene el aspecto de ser una persona bondadosa, incluso te ha enseñado una fotografía de sus hijos, que llevaba en la cartera, casi como si tú fueras el verdugo y quisiera empatizar contigo para que le aliviaras la pena, como si fuera tu culpa o, al menos, tu posibilidad. Como si te viera diferente a lo que en realidad eres, un aliado en su sufrimiento. Él te ve más bien como el enemigo, porque el subconsciente siempre comienza matando al mensajero, al menos en los últimos tiempos, hace treinta y tantos años quizás no fuera así.
Ahora ya puedes paladear los últimos sorbos del trago y los últimos compases melancólicos de Take this waltz, aquellos que a veces te hacen asomar algunas lágrimas a los ojos habitualmente secos y todavía algo fieros. Pero le haces una finta a la nostalgia como un boxeador ya algo tocado al final del combate, púgil veterano y fajador, como decían antes. Tenemos buena cintura aunque estemos en la lona, eso decía Ariel Rot en una de sus canciones, y además somos veteranos en esta guerra sin cuartel.
Muchas veces te preguntas por qué estás aquí y ahora. No ya cómo has llegado, comenzaste la carrera con diecisiete años, niño hasta en el carnet de identidad, ponían en la televisión películas de médicos y aumentó el número de los que querían estudiar medicina. Nos manipulan desde la cuna. Y que nadie diga que estamos en esto por dinero, con diecisiete años nadie piensa en ganar dinero, sus motivaciones siempre son más altruistas, y además que habrá sin duda otras profesiones más adecuadas para ello.
Pides al camarero el segundo trago, el último, tu hígado ya no metaboliza el alcohol como cuando eras joven, sólo un whisky al día, el segundo es ocasional y enteramente antidepresivo, con un efecto amnésico que para sí quisieran los ansiolíticos de última generación.
Es una carrera dura, no lo sabías de joven o al menos no creías que lo fuera tanto. Es una lucha que no cesa contra el dolor y la enfermedad, y las herramientas cambian cada poco tiempo. Todo está en continua revisión, lo que hoy hacemos bien dentro de un par de años puede estar contraindicado. Somos los que nos alzamos sobre los hombros de nuestros antecesores para intentar ver un poco más lejos en el horizonte, sabiendo que en el futuro otros médicos harán lo mismo.
El camarero te sirve el segundo vaso, que será el último del día, tampoco se trata de acudir mañana al hospital con resaca y hacerlo todo aún más difícil. Todos sabemos que el consumo del alcohol y las benzodiacepinas afecta a una parte no despreciable de la clase médica, pero somos seres humanos vulgares y corrientes, y algunas veces es imposible resistirse a la dulce amnesia, siquiera temporal, que otorga la bebida o el lorazepam. Es algo parecido al perdón de una culpa que sin saber por qué estamos expiando.
Ahora la melodía ambiental cambia y se escucha As time goes by, el encargado del hilo musical parece decidido a deprimir a los pocos clientes a base de melancolía. Tócala de nuevo, Sam, y agradeces que no es viernes, de otro modo Casablanca te conduciría inexcusablemente al tercer whisky y a una incierta resaca de sábado por la mañana.
Siempre decías que somos como los alpinistas. Suben a la cima con un esfuerzo inhumano. No habría dinero suficiente para hacer que una persona escale una montaña de ocho mil metros de altura, si no lo desea. Soportan el frío a bajísimas temperaturas, la falta de oxígeno, un esfuerzo físico inaguantable para la mayoría de las personas, el riesgo de un accidente mortal, caer a una sima o una avalancha. Cuando hacen cima, según cuentan ellos mismos, no tienen ni las fuerzas ni la capacidad de disfrutar el momento, tienen que descender, exhaustos y aún en peligro hasta llegar al campamento base...
Si les preguntan que por qué lo hacen no saben responder. Porque la montaña está allí, dicen, y alguien tiene que hacerlo. Porque algunas veces, cuando estás arriba se separan los nubarrones de tormenta y te permiten ver durante unos minutos un paisaje luminoso y bello, la morada de los dioses
Así somos también nosotros, de alguna manera. Luchamos contra la enfermedad y la muerte, combatimos en batallas perdidas de antemano, día tras día, soportando el cansancio y la desesperanza, sin ningún premio especial, quizás tan sólo el agradecimiento de un paciente o la satisfacción personal de un buen diagnóstico o de una buena cirugía. Pero eso es lo suficiente, como si estuviéramos escalando el Everest y las tormentas te permitieran ver durante unos segundos el paisaje del reino de los dioses.
Y no podríamos estar en ninguna otra profesión, ni en ningún otro lugar. Porque al final esto es lo que somos y lo que queremos ser, escaladores en el Himalaya, hijos de la ciencia y del dolor...
Va por ti, Eduardo.Muchos ya hemos estado en ese bary alguna noche hemos pedido el tercer whisky.
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