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El día de agosto se presentaba bochornoso y húmedo. Muy húmedo. La mujer a la que llamaban Juba, porque siempre vestía con una antigua prenda atada por delante y con mangas, muy ceñida a la cintura, dormitaba la siesta. En realidad, su nombre se había perdido junto a su niñez, haría unos veintiséis años. El cielo estaba pesado, muy cargado de nubes, y el calor era insoportable. Se levantó cuando llamaron con premura a la puerta de su cabaña, en medio del bosque. Su mirada azul, profunda y penetrante, le otorgaba un aspecto felino que se completaba con unos movimientos, pausados y ágiles. Nunca se le había conocido esposo o amante, y vivía sola y retirada del mundo, en aquel hayedo, desde que llegase, unos años atrás, huyendo de la acusación y posterior condena por brujería. Culpable de haber pronunciado un conjuro que mató al joven heredero, Erraldo. La realidad, mucho más sencilla y creíble: intentó salvar al muchacho con prácticas no autorizadas por la Iglesia Católica y se enfrentó a sus autoridades. David y Goliat. Una mujer contra el Santo Oficio.
Se decía en los mentideros del pueblo que poseía poderes ocultos y habían intentado procesarla de nuevo, en más de una ocasión, por brujería, pero el párroco siempre había cedido ante la presión de los vecinos que la tenían en gran estima. Había ayudado a nacer a muchos de ellos, o a sus hijos o nietos. No había en el pueblo quien no hubiese acudido a ella en incontables ocasiones para que les sanase con sus conocimientos de las plantas medicinales, y con los brebajes y emplastos que preparaba. Todo el pueblo tenía alguna deuda con Juba. Corría el rumor de que obtenía las recetas de un libro muy antiguo que le fue entregado por el propio Satán en pago por sus favores sexuales. Jamás pudo demostrarse tal cosa, ni encontrarse el libro. Tal vez porque no existiese ninguno o lo hubo, pero se perdió siglos atrás.
Lo cierto era que había aprendido junto a su madre y esta a su vez de su abuela, conservando y cuidando las recetas que su familia manejaba desde mucho antes de que aquellos hombres vestidos de negro, que obligaban a creer en el dios de los cristianos, llegasen. La mayoría de los remedios se perdían en el tiempo, traídos hasta aquellas tierras por unas gentes llegadas desde más allá del mar.
Se desperezaba mientras se dirigía a la puerta. Cuando abrió, su gato se deslizó entre las piernas de varios hombres y mujeres que la abordaron.
-¡Juba, debes acompañarnos! ¡El señor de Juaristi se muere! -le dijeron atropelladamente. -¿El señor de Juaristi? -preguntó, de forma automática, aún medio aturdida. -Sí. Algo ha debido de sentarle mal porque esta mañana estaba en perfecto estado, y ahora se retuerce de dolor y está completamente descompuesto -hablaba el ama de llaves del noble. -Bueno, tal vez lo más prudente sería avisar a alguno de los galenos del cenobio que... -dijo apelando a la prudencia.-¡Debéis ayudarnos, mujer! -irrumpió como una tromba el lugarteniente del Señor de Juaristi.
Juba se volvió y le fulminó con la mirada.
-No debo ayudaros -dijo calmadamente y a media voz-. ¡Nada os debo! -Señora, por favor... acompáñenos. Los monjes ya han estado con él y han dicho que se muere sin remisión-era el ama de llaves que se interponía entre ambos, ahogando un sollozo-. ¡Se lo ruego!
La miró y se compadeció. Le sonrió y asintió con la cabeza.
-Dejadme que ponga algunas cosas en mi zurrón -mientras se retiraba pausadamente hacia el cuarto del fondo.
La condujeron hasta la pequeña fortaleza desde donde se gobernaban con mano dura, los designios de aquellas gentes. Le esperaban, impacientes, varios hombres de armas, posiblemente la gente de confianza del señor. Sintió una punzada de miedo cuando se percató de dónde se estaba metiendo. Recordó la situación con Erraldo. Si algo se torcía, y había muchas cosas que podían torcerse, no habría forma de salir de allí. La guiaron hasta la planta superior donde estaban las habitaciones nobles de la casa. El calor era asfixiante, y el olor a cerrado se concentraba haciendo difícil el restirar. En la espaciosa habitación había una enorme cama en el centro, donde yacía el señor de Juaristi. Se acercó y lo que vio no le gustó. Era un hombre muy grande pero estaba pálido, con la piel reseca, y junto al lecho, en un cubo de madera y por el suelo de alrededor, se mezclaban los vómitos y la sangre extraída en la sangría realizada por los monjes. Le llamó la atención el intenso olor a manzanas que despedía el enfermo.
-¿Ha comido manzanas? -preguntó sospechando la respuesta. -No. Hoy ha comido potaje y asado de cabrito con pan de mijo -respondió el ama de llaves a su lado. -Preparad azúcar diluido en agua y dádselo a pequeños sorbos y en poco tiempo mejorara -la miraba con cariño.
La mujer se sorprendió tanto de la rapidez del diagnóstico y de la sencillez del tratamiento, que no supo si se trataba de una broma, pero salió corriendo hacia la cocina, presta a obedecer. Al poco regresó con un pote de madera con agua fresca y azúcar. Juba sacó un frasquito de su zurrón y vertió unas gotas en el recipiente antes de dárselo a beber.
-Es para que no vomite -le aclaró mientras sostenía la cabeza del enfermo con mimo.
Pasó poco tiempo, y unos cuantos sorbos de aquella mezcla, antes de que el enorme corpachón del señor de Juaristi se reincorporase en la cama. Seguía estando muy pálido paro pronto comenzó a hablar. Pidió agua y comida.
-Dadle de comer y beber, pero solo caldos, leche, queso y agua. En unos días estará completamente restablecido -ordenó Juba-. Y tened cuidado -recorrió con su mirada de gata a todos los presentes- alguien ha intentado envenenar a vuestro señor.
Aquella afirmación cayó como un rayo en la habitación. Todos enmudecieron de pronto. Las voces, que habían pasado en un instante de ser quedas, apenas susurros, a ser una algarada de risas y bromas por la alegría del señor restablecido, estaban ahora mudas. Juba se dio cuenta en el mismo instante que pronunció la frase, que no debería haberla dicho. Todos la miraban pidiendo una explicación.
-Existe un veneno que produce los síntomas que él padecía -le señaló sonriéndole.
También Juaristi esperaba la explicación, estupefacto.
-Produce vómitos, diarrea, calambres en el abdomen y en las piernas y brazos -prosiguió ante la expectación creada-. Después dolor de cabeza, zumbido en los oídos... y el paciente es incapaz de comer porque nada le asienta en el estómago -miraba al noble que asentía con la cabeza-. Posteriormente sobreviene un estupor que dura unos días y finalmente el enfermo muere plácidamente.
Ante las miradas de los presentes se vio en la obligación de concluir.
-Es característico el olor a manzanas que desprende el intoxicado -se dirigía al ama de llaves-. Es un veneno indetectable, muy caro y difícil de conseguir. Dudo que lo sepan preparar más de dos o tres personas de por aquí...
El silencio y la tensión habían aumentado hasta cargar el ambiente de la habitación.
-Si eso es como decís, no será difícil seguirle el rastro hasta dar con el culpable -era el propio Juaristi quien hablaba con voz pastosa. -Si no precisáis nada más, me retiro -Juba sabía que había hablado más de la cuenta e intentaba salir de allí mientras pudiese hacerlo. -¡Un momento! La acusación que has hecho es muy grave y se supone que todos somos sospechosos -era el lugarteniente quien hablaba acercándose tanto que pudo sentir el aliento a vino en su rostro-. ¡Tú también eres sospechosa! -¿De qué? ¿De salvar a tú señor de una muerte segura? -preguntó clavando en él su mirada desafiante y segura. -No. De preparar la pócima que lo ha envenenado -el rostro acusador y triunfal-. Tú misma has dicho que solo habrá dos o tres personas capaces de hacerla. Apuesto a que eres una de ellas. ¡A saber con qué retorcidos propósitos has envenenado a nuestro señor y después le has salvado! Tal vez buscabas algún... favor. ¿Qué puede esperarse de una adoradora del diablo?
Juba palideció ante la acusación. De nuevo su soberbia le había metido en un buen lío.
-¿Y bien? ¿Qué tienes que decir ante tales acusaciones? -Juaristi parecía divertirse con aquella situación.
Se armó de valor para responder, pero tenía que hacerlo sin dejarse llevar por la ira que bullía en su estómago.
-En cuanto a la posibilidad de preparar semejante pócima, por supuesto que puedo hacerla -su maldita soberbia otra vez- pero puedo aseguraros que hace años que no la preparo, y hay algunos ingredientes imposibles de obtener en esa época del año. Podéis revisar mi casa para buscarlos... ¡no los hallareis! -respiró hondo antes de proseguir-. Además necesitaría un cómplice, ya que alguien tuvo que poner el veneno en vuestra comida. Yo jamás había estado en esta casa hasta ahora, y os aseguro que si lo hubiese elaborado yo, no estaríais aquí hablando con nosotros -continuó intentando controlar su ira-. En cuanto a ganarme vuestro favor, os recuerdo que fuisteis vosotros los que vinisteis a buscarme, y no al revés -miraba al lugarteniente y al ama de llaves de forma alternativa-. Por último en cuanto a vos -se centró en Juaristi- la verdad es que me trae sin cuidado lo que os suceda. ¡No es de mi incumbencia! Yo viviré igual con, sin y a pesar de vos o de quien os suceda -le desafiaba con la mirada.
Se dispuso a marcharse pero dos soldados apostados en la puerta se lo impidieron.
-Nadie saldrá de esta casa hasta que no se aclare este tema -ordenó desde la cama el noble-. Llamaremos al párroco y al aguacil para hacer una investigación exhaustiva. Mientras considérate mi... ¿invitada? -miraba a la enigmática mujer.
Juba fue recluida en una habitación de la última planta de la torre, sin posibilidad de poderse fugar. En los siguientes días se interrogó a todos los sirvientes de la casa, se hizo regresar a varios viajeros que habían pernoctado allí las últimas noches, e incluso a un enviado de la corte de castilla, que había estado varios días negociando sobre el transporte de unos cargamentos de lana a través de las tierras de Juaristi. El testimonio del lugarteniente fue crucial para encausar a Juba. Mantuvo las acusaciones que realizase en un primer momento y ante la imposibilidad para poder inculpar a ningún otro de los interrogados, la mujer pasó de ser una invitada, a ser una prisionera de forma declarada, por lo que fue encerrada en una mazmorra del sótano. El cautiverio duraría poco, ya que el tribunal formado por el párroco, un hermano benedictino, un escribano y el propio señor feudal, se reuniría en breve. Se la acusaba de asesinato frustrado, conspiración para el asesinato, amenaza de asesinato, desacato a la autoridad y de un cargo muy grave de brujería.
Durante el juicio la acusación se apoyó principalmente en el testimonio del lugarteniente, en cuya declaración se recogían detalles cada vez más escabrosos. Además se pidió al tribunal que explorase a la acusada. Se la desnudó en medio de la sala, buscando cualquier marca que pudiese delatarla como una de las concubinas de Lucifer. Ella se mantuvo serena durante la prueba y vislumbró el atisbo de lujuria que despertaba en la mirada del párroco. Fue cubierta de nuevo con su ropa y el juicio prosiguió. Era el momento de la declaración del lugarteniente.
Mantuvo sus palabras una por una. Se apoyó en sus elucubraciones sobre la posibilidad de que la mujer quisiera un trato de favor tras salvar a su señor. Además hizo varias alusiones al libro, que según se comentaba por todo el pueblo, había sido un presente del demonio, pero añadió algo que había callado hasta ese momento. Cuando fueron a buscarla desesperadamente, al llegar a su casa pudo oír con claridad unos gemidos que se filtraban por el ventanuco, como si se tratase de alguien fornicando. Esta acusación tendría su importancia, habida cuenta de que la acusada no estaba casada, pero dado que la causa que les ocupaba era de mayor relevancia, no se tendría en cuenta. Al llamar a la puerta los ruidos cesaron, y al abrirles se mostraba somnolienta, tenía el pelo alborotado y con briznas de paja, como quien se encuentra retozando. Dentro no había nadie, pero entre las piernas de ellos se escabulló un gato negro con la punta de la cola blanca.... Había bajado mucho la voz al describir esto. De todos era sabido que una de las formas que adoptaba el Maligno, era la de un gato negro. El hermano benedictino había estallado en un grito, rasgándose el hábito mientras preguntaba qué otra prueba necesitaban para condenarla. El párroco se santiguaba mientras Juaristi presidía impasible.
Fue encontrada culpable de todos los cargos y condenada a la purificación por el fuego. La sentencia se cumpliría en dos días y la condenada esperaría la pena en la mazmorra donde había estado recluida durante el juicio, pero tendría un control supervisado por algún hombre de la iglesia, ya que se trataba de un caso demostrado de relación directa con el diablo. El propio párroco sería el encargado de vigilar la celda. Se ordenó también que se le rapara la cabeza, para evitar que Lucifer pudiera llevársela por los aires tirando del pelo.
En la oscuridad y soledad de la celda, el cura le hablaba y le obligaba a rezar. Le pasaba un trozo de pan seco a través de la mirilla y fue en aquella quietud húmeda, donde se atrevió a ofrecerle un pacto para salvarla. Él se comprometía a no delatarla jamás pero ella debería marcharse para no regresar nunca. A cambio la mujer accedería a satisfacerle aquella noche. Juba aún tuvo aplomo para solicitarle que le trajese su zurrón. No le dijo que en él guardaba un paquetito con el ungüento que se puso en la vagina. No se podía permitir el lujo de traer un bastardo al mundo.
En la madrugada templada, tras su primer y único coito, el cura, aún con el sentimiento de culpa en el estómago, se aprestó a cumplir su parte del trato. Ayudado por el ama de llaves, arrastraron el cuerpo semiinconsciente de una mujer atorrante que en los últimos días pedía a la puerta de la iglesia. Le raparon el pelo y le golpearon en la cara para deformarla y que no pudiera ser reconocida. La criada acompañó a la condenada por el laberinto de pasillos hasta la calle y le dio un pañuelo para que se cubriese la cabeza.
-Lo siento -le dijo con sinceridad.
Ambas se abrazaron y se despidieron. La sirvienta regresó al interior de la torre por la puerta de la cocina mientras Juba se alejaba por el bosque, bajando la pendiente hacia el río.
Al día siguiente una bruja fue purificada en la hoguera ante el comentario general difundido desde la parroquia de que la belleza de aquella mujer, sin duda, se debía a su relación con el maligno, y al terminar esta, aquella desapareció también.
Pocos meses después Juaristi fue encontrado muerto una mañana. Todo estaba en orden a su alrededor, pero el cadáver presentaba un extraño color, el pelo rapado y el rostro cubierto con un pañuelo de cabeza. Un intenso olor a manzanas lo impregnaba todo. Juba no fue vista más, en aquella comarca. Corría el año de Nuestro Señor de mil trescientos cuarenta y ocho.
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