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Se despertó con el alba. El sol, aún tímido, anunciaba un precioso día de finales de primavera. Desechó la pereza con el mismo movimiento con el que retiró el edredón, y se levantó con la intención de enfrentarse a la rutina diaria. Hacía ya más de dos años que dormían en habitaciones separadas. Cuando regresó del aseo, el sol entraba ya a raudales por los enormes ventanales del dormitorio y Carmen suspiró con el recuerdo de un radiante día de primavera que le trasladó hasta el momento en el que les dieron el diagnóstico. En aquel instante sólo había logrado intuir el final de la sentencia, que el médico intentaba adornar con frases hechas y tópicos traicionados por la triste seriedad de su mirada. Ella había apartado los ojos, antes incluso de que el doctor terminase de hablar, en un vano intento de negárselo todo y suplicar que no. También entonces el sol lo inundaba todo en la consulta del neurólogo.
Siguió primero la incredulidad, la negación, la desesperanza, la incertidumbre y sobre todo laignorancia de la cruel y terrorífica evolución de aquellas palabras. Demencia y Alzheimer.Desde la calle llegaba la alegre algarabía de unos niños que jugaban en el parque cercano. Voces y risas alegres y ajenas al drama que hacía gritar y llorar al alma de Carmen. La vida que seguía impasible junto al silencio ensordecedor con el que había reaccionado su esposo que le miraba desde el miedo y la incredulidad.—¡Tampoco comete tantos errores! —pensó ella entonces. Aún no se había perdido nunca.Carmen entró en la cocina, encendió la cafetera que siempre dejaba preparada la nocheanterior y se centró en exprimir las cuatro naranjas, acompañada por el borboteo del café para el desayuno que impregnaba del aroma de siempre la cocina, cada mañana. Ese era su momento. Sentada sola en la cocina, se deleitaba con el zumo natural, una taza de café con leche muy caliente, que tomaba con sorbitos muy cortos, y una tostada con mantequilla y mermelada que mordisqueaba distraídamente. Lo hacía despacio, casi ralentizando sus movimientos. Siguieron saliendo, casi siempre juntos, y él, en los primeros años tras el diagnóstico, era capaz de mantener el tipo en una conversación a base de tirar de los restos de su inteligencia. Le suponía un gran esfuerzo, no permitir que sus amistades sospechasen siquiera que ya no era capaz de recordar sus nombres. Al principio se reían, con risa sincera él, sincera y triste ella, al rememorar, cómo Carmen se adelantaba a saludar por su nombre a conocidos antes de que lo hiciese Juan, apuntándole así el nombre del interlocutor. Siempre estuvo junto a él. Le daba la mano, le guiaba, muchas veces sólo con la mirada o un sutil gesto de cabeza. Luego, cuando ya no le fue posible responder con refranes, dichos o evasivas, le pudo la vergüenza y Juan dejó de salir con otra gente que no fuese su Carmentxu. Después vino el evitar encontrarse con gente y el aislamiento en su casa, donde él se sentía más cómodo y protegido.
Aún era capaz de recordar quién era ella.Miró al enorme reloj que colgaba en la pared, deseando que no terminase aquel tiempo suyo y para ella, pero las implacables manecillas le sacaron de la nostalgia. Recogió los restos del desayuno y los dejó en la pila. Luego lo fregaría todo junto. Salió de la cocina y dirigió al que antaño fuese el dormitorio de ambos y que ahora ocupaba él. Le llamó por su nombre mientras descorría los cortinones para que la luz entrase a borbotones.
A él, el amanecer se le había antojado gris y sobre todo pesado, muy pesado. Le costaba un esfuerzo desmesurado el desprenderse de aquella sensación costrosa y pegajosa que le atenazaba desde hacía ya tanto tiempo, que no recordaba cuando comenzó. Muchos días no conseguiría zafarse del todo de aquel abotargamiento que le apretaba el pensamiento y arrugaba los recuerdos haciéndolos lejanos, antiguos y desvirtuados. Tanto que no sería capaz de distinguirlos de la ficción de los sueños.No había dormido bien y se mantenía acurrucado entre las sábanas, aterrorizado desde que, estando aún muy oscuro, se había despertado agitado y bañado en sudor. No podía salir de aquel lugar lleno de botellas y cristales rotos que le rodeaban, que sentía y veía con tanta claridad en la noche de su dormitorio, y que ahora, con la penumbra tenue que bañaba la estancia, no acertaba a encontrar. La neblina pesada de los sueños se deshizo con la luz, pero él no se movió. Alguien le llamó por su nombre, y se alegró de oír una voz conocida que pudiese rescatarle de su propio olvido. Buscó entre las telarañas de sus recuerdos la relación de un parentesco con aquel rostro que le sonreía con profundo cariño, desde detrás de unos ojos penetrantemente azules enmarcados por decenas de arrugas que el tiempo, el cansancio y la inmensa tristeza iban esculpiendo. De nuevo el miedo se apoderó de él. No era capaz de recodar quien era aquella mujer que le resultaba tan familiar. ¿Quizá su madre?—Juan. Soy yo, Carmen —dijo la anciana—. ¿Has dormido bien hoy?Por toda respuesta sólo consiguió esbozar una sonrisa que traslucía que no la reconocía.—Soy Carmentxu, tu mujer —insistió ella apoyándose en el apelativo cariñoso que él siempre usaba para nombrarla.El horror se pintó en la cara de Juan. ¡Cómo iba a ser aquella señora su esposa! Su Carmentxu era una joven hermosa y delgada, de larga y ondulada melena negra como el azabache, y con el cutis terso y perfecto que se hundía en un hoyuelo en el lado izquierdo del mentón siempre que la sonrisa se tornaba de dulce a pícara, lo que a él le encandilaba. No, aquel rostro arrugado y cansado no podía ser el de su mujer. Pero sus ojos… azules, intensos, penetrantes… Aquellos ojos le decían que sí, que el tiempo había pasado permitiéndoles estar juntos durante largos años. A cambio estaban pagando un precio cruelmente desmedido. Intentó llamarla por su nombre, pero le fue imposible.
Lo había olvidado.Carmen, con el cariño reflejado en su voz pausada, infinita paciencia y gran esfuerzo, le ayudó a salir de la cama y ponerse en pie. Lo acompañó al aseo con paso arrastrado y titubeante, y con la destreza que otorga la práctica diaria, lo despojó de la ropa. Le retiró el pañal sin cambiar el rictus, tal vez añorando los abrazos de aquel cuerpo, alto y fornido en otro tiempo, y ahora encorvado y deteriorado. Recordó por un momento cuando la rodeaba con sus enormes brazos con el amor y la pasión que sólo un hombre profundamente enamorado puede ofrecer. Las décadas transcurridas y la certeza de que aquellos momentos no se repetirían hicieron que la nebulosa de la nostalgia empañase, de nuevo, el azul de sus ojos. Él se estremeció, tal vez por el contacto con el agua tibia o al hacerse consciente, durante un instante, de su desnudez. La costumbre siguió en el mismo orden que en el último lustro: tras el aseo y el afeitado, que ella hubo de aprender a realizar con cuidado y prestancia, el vestido con atuendo elegante pero funcional, al que no faltaba ningún detalle. Traslado hasta la cocina en silla de ruedas. Media docena de pastillas, que ninguno de los dos sabe para qué sirven pero que ella le da con un sorbito de zumo de naranja natural que sabe que tanto le gusta, y que Juan toma con abnegada paciencia… a veces. Después el desayuno. Desde hace varios meses Carmentxu tiene que darle a comer a la boca, porque él ha olvidado cómo hacerlo.Tras el zumo un sorbito de café con leche y unas galletas maría, las de siempre. Todo es cansada rutina. Pero no aquel día.A la estruendosa tos, tras un sorbo de la humeante taza, le siguió un largo y angustioso ronquido y después un estridor que llenó de ruido la estancia y de espanto a Carmen. Ella lo comprendió al instante. Allí estaba, el temido, esperado y desesperado desenlace. Aunque se lo advirtieron desde los inicios de la enfermedad, pudo comprobar que nunca se está lo suficientemente preparada para el inevitable final, aunque sea un adiós en diferido.Siempre le habían advertido de que aquello podía pasar, y de que era uno de los desenlaces más probables, tanto en las consultas de neurología donde acudían en las fases tempranas de la enfermedad, cuando él aún caminaba con soltura y le indicaban que estimulase sus desgastadas neuronas con ejercicios de cálculo y juegos de palabras. También era un tema recurrente en las charlas que ofrecían desde las diferentes asociaciones y a las que ella acudía, acompañada de alguna amiga, cuando todavía podía dejar solo a Juan. Después ya no pudo dejarlo solo, y dejó de acudir. Siempre se preguntaba si sería capaz de actuar en una situación de emergencia. Si recordaría las indicaciones, si podría guardar la calma suficiente para poder pensar con claridad en una situación así. Sabía que en ese momento estaría sola y tendría que enfrentarse a sus miedos con la única compañía de los restos de su propia entereza. Era otra cruel consecuencia de no haber podido tener familia. La soledad que le acompañaba desde hacía ya tantos años. Lo advirtió enseguida. Juan se había atragantado muchas otras veces a lo largo de los dieciséis años en los que el Alzheimer fue destruyendo su pensamiento y con ello sus vidas, pero aquello era diferente. No conseguía sobreponerse. La tez del rostro se le volvió grisácea, mientras Carmen lo conducía por el pasillo hasta su habitación, a toda la velocidad que le permitían empujar la silla, sus artrósicas rodillas. Él vio pasar de refilón, y recordó fugazmente, la estantería del salón, donde hacía más de medio siglo que ambos iban colocando recuerdos de sus viajes con la ilusión de los recién casados.Con destreza, velocidad y desesperación ella lo tumbó en la cama, puso unas almohadas bajo su cabeza y dorso, aflojó sus ropas en un intento de que el torrente de aire fuese más eficaz y marcó el número de emergencias.En ese momento las miradas de ambos se cruzaron. El azul profundo de ella se encontró, como tantas veces, con el avellana cálido de él que le suplicaba sin palabras. Ella colgó el teléfono sin atender a las explicaciones que le daban desde el otro lado de la línea. Su esposo le estaba gritando en silencio que le acompañase como siempre, por última vez. Carmen cogió la mano de su marido y la apretó entre las suyas y contra su pecho, sin dejar de mirarle.—¡Estoy aquí, cariño! —le susurró—. Estoy contigo.Juan sintió cómo sus pensamientos, presos en su enfermedad, conseguían liberarse y aquel amanecer gris y pesado se convertía en mañana de luz cálida y liviana. Recordó al fin, el atardecer en una playa desierta donde las olas bañaban los pies descalzos de ambos en la orilla. Reconoció el viento susurrando entre las hojas de otoño antes de enredarse en la melena de Carmen, haciendo la volar. Escuchó su risa fresca, desenfada, alegre y ligera. Escaló, de nuevo, las cumbres nevadas que ambos subiesen juntos. Él recordó, cuando ella selló su despedida con el beso que recogió su último aliento.
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