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Inazio salió aterido del agua. El viejo traje de neopreno que llevaba hacía mucho que había terminado su vida útil. Y el agua cada vez estaba más fría, incluso en verano, por lo visto el calentamiento global no afectaba al Cantábrico. Pero a pesar de ello Inazio salía contento. Nunca se había arrepentido de ir al mar, desde que su padre le enseñó a nadar en la pequeña playa junto al puerto, casi antes de aprender a andar. Además la pesca había sido buena, un par de salmonetes, que les servirían de cena, y tres estupendas mojarras, que vendería en el Asador del Manco. Le encantaba la mojarra, era su pescado preferido, por un momento dudó en guardarse una, pero por otra parte necesitaba ese dinero extra. Seguro que Ander no le daría mucho, si todavía estuviese el Manco, su padre, sería otra cosa…
El Manco había sido pescador, y había perdido la mano izquierda en un accidente en el mar. Con la indemnización y consciente de su habilidad en la parrilla, puso un restaurante basado en los buenos productos del mar. Siempre el mejor pescado y marisco que llegaba a puerto. Y acertó de pleno. Su asador cogió fama, venía gente de la capital, y el boca a boca hizo que para los días festivos hubiese que reservar mesa con semanas de antelación. Mientras el negocio de la pesca caía en barrena desapareciendo la actividad de la flota de bajura en la que trabajaba la gente del pueblo, el restaurante marchaba viento en popa. Sin olvidar a sus antiguos camaradas, el Manco compraba el pescado que ocasionalmente sacaban sus vecinos. Y además intentaba pagarles bien, ya que como antiguo hombre de mar, reconocía el esfuerzo de una noche pasada al raso en un pequeño bote, tirando anzuelo al pez de roca o recogiendo aparejo y potera en la temporada de chipirón. Desde que se jubiló y se fue a curar su bronquitis al más benigno Mediterráneo, su hijo Ander se hizo cargo del negocio familiar.
Ander no era como su padre. Compañero de escuela de Inazio, nunca se había llevado demasiado bien con él. En realidad, nunca se había llevado demasiado bien con nadie. Por supuesto que no ayudaba ser el niño rico del pueblo, criado con todos los caprichos cuando el resto de muchachos pasaba apuros en casa. Pero él tampoco ponía nada de su parte. Alardeaba de sus cosas, no prestaba nunca nada y evitaba los juegos colectivos, acomplejado por su torpeza. Cuando bajaba la marea y las rocas del espigón quedaban descubiertas, todos los chavales iban a coger carramarros y quisquillas, incluso algún percebe si la bajamar era viva. Saltaban alegremente entre las rocas y metían la mano en los agujeros buscando alguna eskarra o con suerte una nécora. Ander tenía miedo de agarrar los cangrejos, era torpe saltando, y habitualmente volvía a casa antes que sus compañeros, con el cubo vacío o con un par de quisquillas o caracolillos como mucho, y la culera del bañador manchada de verdín.
Algo más mayores, empezaron a hacer pesca submarina. Quien más quien menos se agenció un arpón, se fabricó un cinturón de lastre con hierro de chatarrería en lugar de plomo y compró unas gafas y aletas baratas. Ander por supuesto tenía material de primera, el único que llevaba traje de neopreno, y su fusil submarino no era de gomas sino de aire comprimido. Pero tenía miedo al mar. Nunca se ponía lastre, buceaba con el culo para arriba cerca del espigón, intentando no alejarse de la zona donde hacía pie. Y ahí no se conseguían grandes piezas… Miraba con envidia los peces que capturaban otros, y que en muchas ocasiones acababan vendiendo a su padre, quien les alababa efusivamente las capturas. Una tarde salió del mar todo orgulloso con una pieza de buen tamaño atravesada en su arpón. Lamentablemente se trataba de un muble, de esos que se alimentan de la basura del puerto. Según subía la rampa, unos pescadores jubilados le gritaron: “Txo, ¿dónde vas con esa porquería? Como le lleves eso a tu aita al restaurante, ¡verás que soplamocos te sacude!”
Aunque Inazio quería ser marino como su padre, este le disuadió ante los malos tiempos que se avecinaban para los pescadores. En lugar de eso entró a trabajar en una empresa siderúrgica cercana, para descubrir en poco tiempo que la industria del metal también entraba en una profunda crisis. Con la permanente amenaza de cierre, las sucesivas direcciones siempre concluían que la viabilidad de la empresa pasaba por reducir el número de empleados, trabajar más horas y recortar los sueldos. Sin otras alternativas, con muchos años dedicados a ese trabajo, Inazio luchaba por mantener su puesto. Además tenía la responsabilidad de su mujer y su hija. Por lo menos Bego, su mujer, era enfermera y aunque no tenía un puesto fijo, traía a casa un sueldo mayor que el suyo. Eso hería su orgullo, pero era la única manera de pagar los estudios universitarios que empezaba Nere, su hija. Por eso, sacar un pequeño sobresueldo con la pesca siempre ayudaba.
Años malos dieron paso a otros peores. Su ama llevaba tiempo notándose hinchada, la mandaron al hospital, le diagnosticaron cáncer de ovario, y aunque la operaron y empezaron con quimioterapia, en menos de un mes falleció. Sin poder superar eso, a su aita comenzó a írsele la cabeza. Se perdía en el pequeño pueblo en el que había vivido siempre. Miraba las embarcaciones del puerto buscando los pesqueros que habían marcado su vida, pero estos habían sido sustituidos por veleros deportivos de gente de la capital atraídos por el menor precio de los atraques. Caras desconocidas. Incluso sus antiguos camaradas pescadores con los que se encontraba paseando empezaron a convertirse en caras desconocidas de las que desconfiaba. Bego, con la autoridad que le daba su profesión, decía que no se le podía dejar salir solo, y que incluso en casa estaría mejor acompañado. Lo trajeron a casa con ellos, pero todos tenían obligaciones fuera, con horarios cambiantes por los turnos del trabajo, y no se podían permitir contratar a alguien para cuidarlo.
En una de sus visitas a la casa familiar fue Nere la que encontró la solución. Con naturalidad, dijo que lo importante era que el aitite estuviese entretenido mientras permanecía solo en casa. Siempre le había apasionado el fútbol, así que Nere, como buena estudiante de ingeniería de telecomunicaciones, hizo un apaño conectando el televisor a un ordenador viejo vinculado a unos canales deportivos de tal modo que al encenderlo siempre salía fútbol. Al principio daba lástima ver al pobre abuelo entusiasmado viendo partidos de la liga colombiana o paraguaya, confundido por el color de las camisetas, pensando que retrasmitían un Barça-Madrid o un Athletic-Erreala… Luego sonreían al oírle gritar “¡otro gol, qué partidazo!” cada vez que repetían la jugada desde otro ángulo. Pero habían conseguido encontrar algo que le permitía mantener un poco de felicidad, por absurdo que pareciese. Y como decía Bego, eso era lo más importante.
En busca de una plaza fija que les diese mayor seguridad, Bego estaba atenta a las convocatorias de oposiciones de enfermería. Cuando confirmó que había obtenido plaza en Asturias no supo si alegrarse o no. Aunque era sin duda una noticia buena, no había otra opción que dejar el pueblo y trasladarse allí. Tal vez Inazio encontraría trabajo también. Pero no parecía buena idea desubicar al aitite. Aunque Bego valoró incluso renunciar, finalmente entre los dos pensaron que lo mejor era que fuese ella sola, mientras Inazio cuidaba a su padre y se terminaba de ver qué pasaba con su empresa. Tal vez más adelante, en otra oposición o en un concurso de traslados Bego podría volver. Así, salvo los fines de semana que Bego libraba, Inazio se vio de repente viviendo solo con su padre.
Ahora Bego pagaba su alojamiento en Asturias y el piso compartido de Nere más sus gastos universitarios, por lo que Inazio se negó a que además pusiese dinero para ayudarles a su padre y a él. Intentaron sin éxito alquilar el domicilio paterno. Con los problemas de su empresa cronificados, la pesca, a pesar de la racanería de Ander, se convirtió en una fuente de ingresos necesaria. No en vano tenía fama de ser el mejor pescador submarino de la comarca. Buen conocedor de esa zona de costa, de sus calas y acantilados, de sus vientos, olas y corrientes, salía siempre que el mar lo permitía, consciente de que el impredecible Cantábrico bien podía darle una sorpresa. Aunque era el mar que él amaba. Oía a otros buceadores despreciarlo mientras hablaban maravillas de destinos tropicales, con playas de arena blanca y cálidas aguas azules de cristalina transparencia en la que miríadas de peces multicolores se asomaban entre los corales. Para él el Cantábrico tenía otra belleza, una belleza mucho más personal y evocadora, como un bosque de hayas que se desvela a través de la niebla de otoño. Porque las oscuras, frías y verdes aguas del Cantábrico rebosan de vida y acción para el que las sabe apreciar.
Bajó por el sendero del acantilado frente a Punta Beltza, ataviado con todo el equipo más unas alpargatas viejas que dejaba siempre sobre la misma roca al ponerse las aletas, para no destrozarse los pies a la vuelta. Apoyado en la boya de seguridad, nadó en superficie hasta el punto que tan bien conocía, donde un cañón submarino serpenteaba cogiendo profundidad en dirección a un pináculo rocoso donde solía haber buena pesca. Se sumergió con un golpe de cintura, para con un aleteo elegante llegar al fondo. El Cantábrico lo acogió con amabilidad, el agua no parecía excesivamente fría, al menos al principio, y la visibilidad era aceptable, de unos cinco metros. Todo el que había visto bucear a Inazio admiraba su trimado perfecto, la notable velocidad que conseguía con su aparentemente relajado aleteo, su control de la flotabilidad y el movimiento, lo prolongado de sus apneas…. Estaba claro que tenía un don natural, perfeccionado en incontables horas bajo el agua. Argoitia, el buzo del puerto y buen amigo suyo, le había prestado alguna vez equipo autónomo para bucear con botella. Estaba bien no tener que subir a tomar aire cada poco tiempo, pero Inazio prefería la libertad de movimiento y el silencio de la apnea. Además, esa es la única opción cuando el objetivo es pescar.
Inazio fue aleteando a lo largo del cañón, siguiendo la línea arenosa del fondo, atento a posibles encuentros en el techo y las paredes de roca. En esa época del año el gelidium, el alga roja, ya se había desarrollado lo suficiente tapizando la pared rocosa para ocultar oquedades y grietas, eventuales refugios de los animales marinos. Su ojo entrenado era capaz de captar mínimos movimientos e identificar presas escondidas. Inazio leía el fondo del mar como un concertista lee una partitura, percibiendo en silencio todos los matices que conforman la gran sinfonía oceánica. Al lado de una colonia de ascidias de transparente manto, vio unas piedras pequeñas taponando un agujero, junto a restos de conchas. Sin duda ahí había un pulpo. Retiró un par de piedras y observó los astutos ojos que desde el fondo de la cueva dirigían unos hábiles tentáculos para reagrupar su parapeto. Demasiado pequeño. Jugueteó un poco con el inteligente animal retirando y devolviéndole las piedras, hasta sentir la necesidad de ascender a tomar aire.
De nuevo al fondo, de nuevo la sinfonía marina de paz y silencio. Exploró una grieta que se adentraba en la base del cañón, un buen lugar para servir de refugio a un congrio, un bogavante o, como no era infrecuente, ambos juntos. Pero esta vez solamente vio una pequeña galatea ocultándose asustada. Más adelante un cabracho desde su atalaya en la cima de una roca le miraba estático con sus grandes ojos de expresión estúpida. El pez más fácil de capturar. Pero también era demasiado pequeño, no tenía sentido arponearlo. Aún así Inazio decidió molestarle un poco tocándole la cola para ver su cara de susto al salir nadando con torpeza unos pocos decímetros y volver a asentarse inmóvil. Aunque el objetivo era pescar, si no había suerte y no aparecían presas adecuadas, Inazio era capaz de mantenerse relajado y disfrutar de la inmersión, maravillado por el privilegio de observar la vida submarina, esa era su gran cualidad. Al ir a subir de nuevo a tomar aire, tras la roca surgió un brillo acerado que rápidamente se convirtió en sombra. No supo identificar qué era, pero parecía bastante grande. Estuvo tentado de aguantar un poco más, pero como buceador experimentado conocía bien sus limitaciones. Tenía por lo menos quince metros hasta la superficie y la falta de oxígeno no perdona, sobre todo en los metros finales. No, no merecía la pena arriesgarse. Subió con suavidad hasta la boya, aunque esta vez descansó menos antes de volver a sumergirse.
Nueve veces más descendió hasta el fondo en pos de la sombra plateada que parecía querer jugar al escondite con él, cada vez avanzando más lejos de la costa, donde moría el cañón, llegando al pináculo que como una torre solitaria marcaba el límite de la plataforma donde solía permanecer cuando buceaba. Más allá el mar se hundía hasta los setenta u ochenta metros, muy lejos de sus posibilidades. La vio rodear el pináculo viniendo a su encuentro y pudo identificarla: una enorme lubina, por lo menos pesaría cinco kilos. Pensó en el dinero que podía sacar por ella, una lubina salvaje que daría raciones generosas para cuatro comensales o más haría muy rentable la inmersión. Buen conocedor del comportamiento de la fauna marina, Inazio buscó una roca donde quedarse agarrado, con el fusil preparado, totalmente quieto, esperando que el gran pez volviese a pasar. Estuvo aguantando más de lo prudente, y cuando subía a la boya descansaba menos de lo necesario para descender rápido y volver a su posición inmóvil. Al límite de su capacidad de aguantar la respiración, sintió la sombra aproximarse. Ni siquiera desvió los ojos para no espantar a su presa, fiándose de su visión periférica, siempre mínima en el agua. Sabía que solo tenía una oportunidad. Esperó paciente. Un poco más. Un poco más cerca. En el momento en que el pez estaba frente al arpón disparó. Y no falló.
Dejando al animal agitándose en todas direcciones intentando librarse del arpón, bien sujeto por un cabo, Inazio ascendió a superficie sintiendo reventar su pecho. Una sensación vertiginosa en los últimos metros le hizo darse cuenta de que se había excedido. Bastante apurado consiguió alcanzar la boya y agarrarse medio mareado, dando gracias a los dioses marinos en los que no creía por haberle permitido llegar arriba. Pero los dioses marinos son volubles y traicioneros. Mientras descansaba y recuperaba la respiración, se dio cuenta de que el mar había cambiado. El viento era más intenso y había rolado al sur, las olas habían cogido altura alargando su periodo.
Sabía lo que eso significaba. La corriente cambiaba y lo alejaría de la costa. Recordó los consejos de su padre: “Contra el mar no se puede luchar, es absurdo agotarse. Solo se puede ir donde el mar te quiera llevar”. Su única opción para ganar la costa era avanzar en diagonal hacia el oeste, en dirección a la Cala de Las Gaviotas, donde la corriente solía morir, con cuidado de no dejarse arrastrar a la zona de rompiente que había en su inicio.
Es fácil pensarlo, es fácil decirlo, pero vivirlo es otra cosa. Aguantar sin perder los nervios tres horas en el mar, en ocasiones viendo alejarse la costa. Tres horas de oleaje, de soledad, de frío, de miedo. Tres horas de natación extenuante solo para mantener el rumbo, apoyado en la boya. Podemos admirar la sangre fría de Inazio. Sangre fría, determinación y un punto de irreflexión, porque ni por esas liberó el lastre, abandonó su fusil de pesca, y mucho menos soltó su preciada lubina. Aterido y agotado, alcanzó la playa con el aspecto de haber sobrevivido a un naufragio. Cargó con su material de buceo, bastante más pesado en tierra, pero las mareas en esa pequeña cala eran traicioneras, no quiso dejar ni el cinturón de plomos para recoger otro día. Al quitarse las aletas, la pedregosa playa lastimó sus pies. Y tenía que subir descalzo por el camino del acantilado. Y volver andando hasta el pueblo. Se animó viendo que la lubina todavía boqueaba, tal vez todo ese esfuerzo al final resultaría rentable.
Caminando por la carretera un sonido como de cafetera italiana amplificada le llegó desde detrás de una curva. Poco después una conocida imagen motorizada le hizo sonreír: Anduiza el cartero. Apreciado por todo el mundo, durante casi cincuenta años Anduiza había repartido la correspondencia por la comarca marinera en una época en la que las cartas no solamente las remitía el banco o el ayuntamiento. Anduiza conocía a todos los vecinos, siempre buscaba al destinatario, incluso esperaba la llegada de los pesqueros a puerto cuando una carta le parecía importante. Y ahí estaba, con ochenta y siete años y todavía en moto. Como debe ser. Con un casco que no desentonaría en una película de la Primera Guerra Mundial, y una moto que… Bueno, decir que era tan vieja como él sería probablemente exagerar, aunque no demasiado. Y como si fuese la cosa más normal del mundo encontrar un buceador caminando descalzo por el arcén, sin darle más importancia, paró su moto, y mirándole con sus pequeños ojos grises sonrientes le dijo: “Inazio, majo, ¿te acerco al pueblo?”
Hay gente que cuando vuelve de viajar por el Sudeste Asiático cuenta como una divertida anécdota haber visto motocicletas ocupadas por varias personas o transportando animales. Tal vez entonces no les extrañará tanto encontrar en una carretera de Euskadi una moto de anticuario guiada por un venerable anciano llevando de paquete a un sujeto vestido de neopreno, descalzo, con la máscara de bucear en el cogote, con un fusil de pesca y una enorme lubina bajo un brazo, y un par de largas aletas y una boya reflectante (torpedo naranja fosforito le llaman algunos) bajo el otro. Impresionante estampa. Contra todo pronóstico, llegaron al pueblo sin novedad.
Lo primero que hizo Inazio fue dirigirse al Asador del Manco a vender su lubina. En la puerta del establecimiento, a modo de guardián, estaba Ander fumando. Tremendamente cansado y destemplado dentro de su neopreno todavía húmedo, Inazio le mostró orgulloso el pescado, pero inmediatamente percibió su mirada. Porque hay miradas mucho más elocuentes que las palabras. Y la mirada de Ander decía claramente: “No pensaras entrar con esas pintas a mi restaurante, no creas que me impresiona tu pececito”. Por eso no le extrañó la cantidad ridícula que le ofreció por su pieza. Después de haber luchado contra el mar durante horas, de casi ahogarse, de rozar la hipotermia, de destrozarse los pies trepando por el acantilado… No, Inazio no tenía ganas de regatear o discutir, por eso se limitó a sonreír. Porque también hay sonrisas más elocuentes que las palabras.
Cuando por fin llegó a casa interrumpió el partido de fútbol que estaba viendo su padre, quien abrió desmesuradamente los ojos al ver el enorme pescado que su hijo le mostraba. “Aita, esta noche nos damos un homenaje. Ah, y he invitado a Anduiza a cenar con nosotros.”
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