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De Elena Guembes Echaniz
Tú curando cicatrices, yo sangrando pa’ olvidarte.
Persiguiendo sombras. Rulo y la Contrabanda.
Salgo de casa pronto y cierro la puerta con cuidado, no vaya a ser que le despierte.
Bajo las escaleras, cruzo el portal y llego a la calle. Ha refrescado mucho y empieza a chispear. Me ajusto bien el abrigo y me pongo la capucha. Me gusta el xirimiri y ese olor tan característico del asfalto con las primeras gotas de lluvia. Aunque estos cambios de tiempo hacen que las viejas articulaciones de mis manos se resientan.
Respiro fuerte. Este es mi pequeño rato de paz, de tranquilidad. Aquí, en la calle, es donde me siento segura. A estas horas hay poca gente. Algún corredor madrugador, los que, bostezando, pasean a sus perros y gente que va corriendo al trabajo. Éstos siempre me han dado un poco de envidia.Tienen sus rutinas, sus quehaceres, sus obligaciones fuera de las cuatro paredes de su casa.
Yo nunca he podido. Sólo he sido su sirvienta. He vivido por y para él. Y lo sigo haciendo, a pesar de todo. Recuerdo que yo quería ser maestra. Él se reía de mí.
“¿Maestra? ¿Y qué vas a enseñar tú, si eres idiota?”.
No siempre fue así. Cuando nos conocimos era el hombre más maravilloso del mundo. Simpático, cariñoso, guapo a rabiar, con un buen trabajo y mejor sentido del humor. Me hacía reír. Me hacía sentir única.
Aunque no duró mucho. Al poco tiempo de casarnos todo se truncó. El maldito vino pasó a controlar su vida y también la mía. Se pasaba horas en el bar de abajo. Cuando se aburría o cuando ya no tenía más dinero para seguir pagando txatos, volvía a casa como buenamente podía. La mayoría de las veces se tambaleaba por el pasillo, balbuceaba palabras incomprensibles y se desplomaba en la cama. Sin embargo, a veces oía cómo tenía que pelear llave en mano contra el bombín de la puerta de casa. Y eso no presagiaba nada bueno.
El primer bofetón fue el que más me dolió. Y no en la mejilla, sino en el alma. “¿Qué haces?” le espeté. Aún me quedaba algo de dignidad. Él me miró con cara de no haber roto un plato y no le dio ninguna importancia. “No pasa nada, txiki… Me has puesto un poco nervioso, eso es todo…” me susurraba, mientras me acunaba entre sus brazos. “Lo siento, no volverá a ocurrir” prometió, agarrando mi mentón y mirándome a los ojos. Qué mentiroso. Ojalá hubiera tenido una pizca de valor para hacer las maletas y largarme de allí, escaparme de aquel infierno.
El olor del pan recién hecho me recibe en la panadería. ¡Mmm, seguro que está caliente! Me pongo a la cola. Delante de mí, una mujer y su hija pequeña esperan dadas de la mano. Yo una vez también sostuve una mano diminuta en la mía. Una única vez. Sigo sintiendo pellizcos en el corazón. Hace muchos años creé vida en mi vientre. Hasta que él me tiró por las escaleras. Se había enfadado, ya ni recuerdo por qué. Acabé en el hospital con un fuerte dolor de barriga y sin parar de sangrar entre las piernas. Sola. El muy cabrón ni se dignó a acompañarme. Di a luz a mi pequeño bebé. El único llanto que se oyó en el paritario fue el mío. Me dejaron unos minutos para abrazarle, llenarle la cara de besos y sostener su manita en la mía. Hubo complicaciones. Nunca más pude volver a quedarme embarazada. Aquel bebé me hizo madre, una madre invisible, pero madre al fin y al cabo.
Después de coger el pan, paso por la frutería. Miro los plátanos. No me acuerdo de su sabor. No me he atrevido a volver a probarlos desde aquel día en el que me vio comiendo uno. Se levantó de un salto tirando la silla al suelo, me agarró del pelo y me gritó “golfa” una y otra vez, mientras me arrancaba la ropa haciéndola jirones. Me acercó la cabeza a su bragueta. “Éste es el único plátano que te vas a comer. ¿Te queda claro?”.
Cojo también algunas cosas en la carnicería y una vez terminadas las compras voy a la cafetería de Ana. “¿Lo de siempre?”, me pregunta desde la barra. “Sí, por favor”, le respondo, mientras me siento en una de las mesas de la ventana.
Repaso la lista de la compra, no vaya a ser que se me olvide algo. Una vez se me pasó llevarle la botella de vino que me pidió. Aún siento la punta del cuchillo que me clavó en el cuello. Estuvo a un tris de rebanármelo. Tenía los ojos inyectados en sangre, llenos de ira. Me meé encima. Pensé que iba a matarme. Aunque yo ya hace tiempo que estoy muerta, muerta en vida. Me dejó una pequeña marca que tapo con maquillaje. Llevo sin querer la mano allí, mientras un temblor me recorre todo el cuerpo.
“Aquí tienes, bonita”, me dice Ana y me deja mi café con leche en la mesa. Sonríe. Lleva los labios pintados de un rojo precioso. Un día compré un pintalabios de un color similar. No fue una buena idea. No le gustó. Acabó esparcido por el espejo del baño. Escribió “puta” en letras mayúsculas con él. Que para qué quería yo pintarme los labios. Dio un puñetazo y rompió el espejo, que se hizo añicos. Como mis sueños. Como mi ilusión.
Miro la hora y apuro el café. Se despertará enseguida y es mejor que yo ya esté allí. En la puerta del portal me encuentro con Puri, mi vecina del descansillo. Valiente zorra. Me da los buenos días, pero me rehúsa la mirada. Lo ha hecho desde que un día toqué su timbre para pedirle ayuda. Él, borracho, me acababa de dar una paliza con el palo de la escoba y luego se había dejado caer en el sofá para dormir la mona. Yo llevaba la cara amoratada y el labio partido. Ella me miró y tragó saliva. Seguro que había oído sus gritos de energúmeno y los míos de miedo. Se me quebró la voz cuando le dije: “Puri… Ayúdame, por favor…”. No tardó en entornar la puerta: “Yo no quiero problemas, eso son cosas de pareja”. Me dio con la puerta en las narices. Después de tanto tiempo, todavía siento la vergüenza, la rabia y la impotencia.
No he vuelto a pedir ayuda a nadie. ¿Quién me iba a ayudar?
Subo a casa. Dejo las bolsas en la encimera. Si esa encimera hablara… Cuántas lágrimas he derramado ahí encima. Cada vez que él me pillaba cortando verdura y le parecía una buena idea bajarme las bragas y violarme. La edad avanzada tampoco fue un impedimento para él, se acercaba con su polla flácida y me la restregaba. Qué asco.
Entro en su habitación. Aún duerme. Parece hasta bueno con los ojos cerrados. Ronca plácidamente. Qué fácil sería acabar con él, coger la almohada y ahogarle con ella. Pero de qué serviría. El daño ya está hecho. Sus huellas se han quedado grabadas en mí, imborrables.
Me acerco y le despierto apoyando la mano en su hombro. Me mira y sonríe. No me reconoce. Igual, con un poco de suerte, tampoco se reconoce a sí mismo. Con el diagnóstico de su deterioro cognitivo él fue poco a poco apagándose. Una sombra de lo que fue. Pasó de ser el lobo feroz a ser la pobre oveja. Ahora necesita ayuda para todo: asearse, vestirse, comer… No tiene a nadie, sólo a mí. Los amigos hace tiempo que desaparecieron. Los que no lo hicieron cuando se dio a la bebida, lo hicieron cuando llegó la enfermedad. Al principio se molestaban en inventarse excusas, más tarde ya ni eso.
Así que yo le ayudo. Quiero pensar que él también lo haría.
Pero no me fío. Cuando, sin querer, se cae un plato y se rompe, me sobresalto. Me cuesta recuperar la calma, que mis pulsaciones se ralenticen. Sé que en su interior sigue viviendo la bestia que siempre ha sido. Y aunque ahora esté dormida, quién sabe si cualquier día no volverá a aparecer y quizá peor que nunca.
Él está en su propia cárcel.
Y yo en la mía.
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