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Paris, Gare du Nord. Primera hora de la tarde de un día de verano cualquiera. Tendría que haber aprendido a no confiar siempre tan ciegamente. De haberlo hecho, tendría ahora en sus manos, además del pasaporte, el billete que, irónicamente y con intención de no perder, había decidido guardar en la dichosa maleta.
Parecía mentira que sintiese más frustración por el pase de tren perdido, que por todas sus pertenencias. “Genial, primer día de mis idílicas vacaciones y me roban la maleta” - pensó contrariada. Era el comienzo perfecto para la tan ansiada escapada. Las carcajadas escaparon a su control mientras observaba junto al incomodado guarda de seguridad la cinta de grabación de las consignas. En ella se veía con perfecta claridad a la mujer que, amablemente, le ofrecía su taquilla, dado que “a pesar de haberla pagada todo el día, no la necesito más”. El código de seguridad había pasado de manos de una a las de la otra y lo mismo ocurriría, horas después, con la maleta. En el momento del intercambio una de las dos lo ignoraba y lamentaba haber sido ella. Había pecado de inocente y, como consecuencia de ello, aquel siete de julio se encontraba sin maleta, sin el pase de tren que le permitiría unirse a sus amigos en Brujas para seguir viajando por Europa y sin apenas dinero en los bolsillos. Y para complicar más la situación, ni siquiera se encontraba en España…
El guarda la observaba preocupado mientras trataba de hacerle comprender que él poco podía hacer y que lo mejor sería que se acercase a la comisaría más cercana a interponer una denuncia. Agotada, la joven se resignó y tras cuarenta y cinco minutos de vagas explicaciones e intentos de comunicación en francés, abandonó aquella sala con un papel como único resguardo de lo ocurrido.
Sin saber muy bien cómo, se encontró frente al panel de salidas viendo su tren desaparecer de la pantalla. Siguió allí plantada, leyendo sin interés alguno los destinos de aquellos titanes de metal. A su alrededor la gente caminaba o corría con un destino en mente, demasiado ocupada para percatarse de la joven, que, angustiada y con mirada perdida, se interponía en su ruta. Tanto tiempo estuvo parada en medio de aquel pasillo, que era cuestión de tiempo que algún curioso recayese en ella. Fue un joven quien, suavemente, se acercó a ella.
“¿Necesitas ayuda?” - sus palabras, a pesar de ser pronunciadas en un inglés sin error alguno, descubrían con su melodía la procedencia francesa. La joven se volvió sorprendida para descubrir un par de ojos chocolate observándola atentamente. Sin pararse a pensar en exceso, sin saber si fue el cabello castaño y ligeramente enmarañado que encuadraba sus facciones, la media sonrisa que pintaban sus labios o la ingenuidad de aquellos ojos, se vio relatando a aquel desconocido de agraciados modales, lo sucedido. “Siento que te haya ocurrido algo así, sin embargo, me temo que no eres la primera, ni serás la última persona a la que le suceda algo del estilo…”
“Me siento un tanto estúpida…Me ha mirado a los ojos mientras me daba el código. Ni siquiera se me ha pasado por la cabeza desconfiar...” La sonrisa que acogió aquellas palabras era tranquila e invitaba a la conversación. “Bueno ya te he contado que mi tren salía para Brujas, ¿cuál es tu destino?”
“Pues mi idea era ir a Ámsterdam, pero aún no he comprado el billete. Me gusta viajar sabiendo que podré modificar mi plan hasta el último minuto. Nunca sabes lo que te puedes encontrar por el camino…” La curiosidad asomaba a sus ojos y mientras observaba a la joven frente a sí, una idea comenzó a tomar cuerpo. Sin embargo, tenía sus reservas y no se atrevió a verbalizarla aun, dejando al tiempo hacer su magia.
“El próximo tren a Brujas no sale hasta mañana. Imagino que querrás ir allí para encontrarte con tus amigos. Mi tren no sale hasta dentro de cinco horas… Si quieres puedo hacerte compañía un rato.”
La oferta sorprendió a la joven, pero no tanto como sus ganas por aceptarla. Ella, que sentía terror ante la perspectiva de entablar conversación con desconocidos o ante situaciones que requirieran socializar. Ella, que prefería encerrarse en su cabeza o en compañía de un buen libro antes que interactuar con personas, se descubrió diciendo que sí.
Pasearon por la enorme estación, bajo un inmenso forjado de hierro fundido y entre majestuosas estatuas. Hablando de nada en particular, pero en una animada sucesión de preguntas que cruzaban de un lado al otro, contestadas entre carcajadas y pequeños sonrojos cuando se rozaban temas incómodos para alguno de los dos. Conforme pasaba el tiempo, más ganas tenían de seguir conversando. Poco a poco fueron intercambiando información, descubriendo tanto el terreno común, como aquel en el que distaban. Descubrieron pueblos de origen y pueblos vacacionales, nombres de padres, hermana en el caso de ella y mascota en el de él, estudios, aficiones, y cuando ella echó un vistazo al reloj, descubrió con cierta culpabilidad, que él había perdido su tren.
“Lo sé. Es lo que tiene no tener billete, ni haber elegido destino.” Con aquella enigmática respuesta ella recayó por primera vez en que no llevaba equipaje. Se quedaron en silencio, mirándose tímidamente. En los ojos de ella agradecimiento, en los de él una sonrisa y pinceladas de la misma curiosidad. Curiosidad por descubrir qué tenía aquella persona que estaba frente a sus ojos, que les había llevado a sentarse en aquella perdida estación a esperar. “Vamos a jugar a un juego.” – rompió él primero el silencio – “Tú eliges un destino y yo, nuestra historia. Luego cambiamos, ¿qué te parece?”
La emoción de él era contagiosa y ella se sintió volver a los ocho años. Aquellos años regidos por la imaginación, las posibilidades infinitas, los juegos absurdos… Cerrando los ojos contestó: “Florencia.”
“Siglo XIV. Somos artistas y gracias a nuestros viajes, hemos oído hablar de los Medicci y su amor por el arte, de modo que, tras reunir el dinero suficiente, hemos decidido probar suerte y dirigirnos a la cuna del Renacimiento. En la mano una carta de recomendación para Juan di Bicci de Medicci, en nuestras venas, la bendición de Apollo. Mi turno, Berlín.”
“1943. Acudimos como una pareja de aristócratas recién casados, en realidad somos agentes de la inteligencia británica. A mí me han aceptado como catedrática en la Universidad Humbold, y tú, como fiel y enamorado esposo, me acompañas para calentarme en las frías y oscuras noches de guerra. Me toca, Cuzco”
“1533. Fin del Imperio Inca. Tú eres una princesa inca, yo un soldado del Ejército Español. Tu padre, un descendiente directo del emperador Pachacutec, ha descubierto nuestro enlace y me ha jurado la muerte. Has decidido renunciar a todo y huir conmigo por los caminos incas en dirección al mar para poder vivir nuestro amor en la soledad de mi tierra natal.”
Las horas pasaban mientras ellos viajaban por el mundo convertidos en hermanos, amigos, amantes fugitivos, enemigos, en las miles de vidas que encerraban sus mentes. Fueron científicos, millonarios, profesores, médicos, ingenieros…. Mientras, la tarde daba paso al ocaso y con él llegaba la oscuridad. Él había sacado un libro del bolsillo trasero de sus vaqueros y durante la última hora se había dedicado a leer en voz alta para aquel con ánimo y tiempo suficientes para escuchar. No supuso sorpresa alguna que tan solo un par de oídos estuviesen pendientes de cada una de las palabras que modelaban sus labios. La estación se fue vaciando conforme llegaban y se iban los últimos trenes, pero ellos no fueron conscientes del pequeño cambio en la atmósfera.
Los últimos rezagados corrían para no ser abandonados, cuando el teléfono móvil de ella les devolvió a aquella estación. Sobresaltada sacó el teléfono del bolsillo al que había sido relegado durante toda la tarde.
“Kattalin.” Se quedó callada mientras la irritada voz al otro lado la regañaba por la falta de información. “Lo siento. Se me ha ido el santo al cielo, se me ha pasado avisaros de que no he podido coger el tren a Brujas.” En los minutos sucesivos relató lo ocurrido con la maleta, sin embargo, al joven sentado frente a ella, quien escuchaba divertido su conversación, no lo mencionó. Decidió mantenerlo oculto por un tiempo más, al menos hasta terminar de aclarar todo en su cabeza. Éste permaneció callado lo que duró la llamada y finalmente, cuando ella colgó, se acercó para sentarse a su lado. Se quedaron largo rato callados, cada uno sumido en sus pensamientos y, por primera vez aquella tarde, el silencio pesaba. Finalmente, ella apoyó la cabeza en su hombro para quedarse dormida escasos segundos después. Tras unos minutos, él siguió su ejemplo, no sin antes cubrirles a ambos con sus chaquetas.
El rumor de los trenes comenzando su jornada los despertó y en los ojos del otro revivieron episodios del día anterior. Aquella mañana la realidad llovía sobre ellos a plomo, transformando su dinámica a su antojo y nada quedaba de los risueños niños que fueran durante la noche.
“El tren a Brujas sale en dos horas.”
Él se quedó pensativo y finalmente respondió; “¿Cuánto has dicho que dura tu viaje?”
“No lo he dicho… Dos semanas.”
“Pues tú decides. Tienes dos semanas para hacerlo. El sábado veintiuno te esperaré en esta estación, bajo el mismo panel donde nos hemos cruzado por primera vez para que elijamos un destino real para nosotros. Ve con tus amigos, disfruta, y si pasadas dos semanas te apetece conocer un poco más al extravagante que te acompañó entreteniendo tus horas de aburrida espera, preséntate a la cita.”
“¿Cómo sabré que no cambiarás tú de parecer?”
“Supongo que solo podrás saberlo de una manera... El veintiuno, recuérdalo. No voy a despedirme, pues espero volver a verte.” - Y con una misteriosa sonrisa se alejó hacia la salida.
Un sonido lejano, tan poco acorde con su entorno, comenzó a llamar la atención de la joven viajera y poco a poco fue difuminando el contorno de las cosas, trasladándola a una habitación conocida. No tardó mucho más en reconocer el chillido de su despertador. Tras apagarlo con un manotazo seco, dirigió la mirada hacia el calendario que colgaba de la pared. El día estaba marcado con fosforito: 07 de julio, ‘Comienza el viaje’, a los pies de la cama descansaba su bolsa de viaje, sobre su mesa el pasaporte y dos billetes: uno de avión con destino a París, otro para un tren dirigido a Brujas.
Kattalin se vistió sumida en pensamientos inconexos, sin ser consciente de la ropa que iba envolviendo su cuerpo. No podía dejar de pensar en unos ojos chocolate plagados de genialidad y curiosidad. Unos ojos que tan reales le habían parecido y tan distantes se presentaban en aquellos momentos. Desayunó sin hambre, por puro mecanismo aprendido vigilando cada pocos segundos las manecillas del reloj para asegurarse de que seguía en hora. Siguiendo los pasos que con tanto esmero había planificado semanas antes, se encontró sentada en su asiento mientras el avión despegaba. La música en sus oídos sonaba sin ser escuchada y, aunque su mirada estaba pegada a las hojas de la novela que la acompañaba, hacía rato que el mismo párrafo se burlaba de ella.
Conforme se acercaba a París, la familiaridad de aquel vuelo hacía que el nerviosismo y el desconcierto se fueran haciendo cada vez más presentes en ella. Pequeños déjà vu la asaltaban constantemente, pero Kattalin se negaba a dejarse llevar, permitiendo a su cerebro analítico tomar el control. “No es posible” – se repetía. En la estación ferroviaria Gare du Nord se encontró la primera prueba indistinta de la veracidad de aquel recuerdo; frente a las taquillas aquella mujer ofreciéndole su taquilla, “a pesar de haberla pagada todo el día, no la necesito más”. Kattalin se quedó congelada sin poder reaccionar durante dos inspiraciones y finalmente tan solo la miró negando en silencio.
Escasos minutos después la joven se encontraba frente al panel de información observando su alrededor. Una extraña calma en mitad de un mar de ajetreo dinámico. Los minutos pasaban y aquellos ojos chocolate no aparecían. Kattalin miraba un reloj que seguía restando minutos a su corazón. Y fue entonces cuando comprendió. Aquellos ojos no acudirían aquella vez. El tiempo no cuadraba, no era el correcto. Para conocerlo a él tendría que perder el tren a Brujas, pues sólo al desaparecer el nombre de la pantalla había escuchado aquella voz por primera vez. Además, ¿quién le aseguraba que al rechazar aquella taquilla no había cerrado la puerta a aquella realidad vivida?
La cabeza le iba a explotar tratando de asimilar su situación en ese momento. “Me he vuelto completamente loca…” – suspiró mientras los segundos seguían pasando. La partida de su tren se acercaba y con la ella, la necesidad de tomar una decisión. Su estómago despertaba con ganas al recordar aquella voz. Dejarse llevar por la promesa detrás de aquella mirada pícara y curiosa o aceptar la imposibilidad de lo que creía haber vivido desde su cama. Una decisión; partir o esperar. Aceptar la realidad de sus sentidos o confiar en la ilusión de su deseo.
En el eco de su memoria - “No voy a despedirme, pues espero volver a verte…”
Cerrando los ojos sonrió al descubrir que la decisión estaba tomada hacía ya mucho tiempo. Sonrió respirando con la tranquilidad que otorga la sensación de una decisión tomada. De nuevo, su tren desapareció de la pantalla mientras Kattalin continuaba con los ojos cerrados.
“Hola forastera. Me alegro de volver a verte…”
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