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Es curioso cómo algunas personas y algunos lugares se quedan a vivir en nuestra memoria de una forma sigilosa e inesperada. Cómo algunos momentos de nuestro pasado parecen haberse congelado y son guardados, inmaculados, en la profundidad de nuestra consciencia.
Curioso. Casi como si hubiésemos dejado algo inacabado dentro de ese recuerdo. Un sentimiento nunca pronunciado, quizás. Una emoción secreta. Algo que nunca revelamos… o algo que no llegamos a comprender.
Queda ahí, flotando en la fina línea entre lo etéreo y lo tangible, hasta que de pronto traspasa nuestra consciencia y permea nuestro pensamiento. Entonces… se nos revela el secreto guardado tras su aparente irrelevancia.
“Tiene cincuenta calendarios”.
Desde la densa bruma del despertar había escuchado la voz del anestesista, refiriéndose a mi edad. Dicen que no solemos recordar nada de lo acontecido en las horas inmediatamente anteriores y posteriores a la anestesia, sin embargo, esas palabras quedaron grabadas en mi mente. Creo que lo que las hizo indelebles fue el tinte de melancolía e impotencia que las acompañaba.
Sumido en el profundo silencio de mi habitación de hospital, recordé lo acontecido aquella mañana en la que cambió mi vida sin saberlo. Al abrigo de la noche, me hice plenamente consciente de las implicaciones del matiz solemne de aquellas palabras.
Al día siguiente, cuando vinieron con el diagnóstico, yo ya lo sabía. La neurocirujana que entró en mi habitación me había atendido desde el día que entré por urgencias. Era una persona alegre y jovial, que me había infundido fuerzas y ánimos durante todo el proceso. Pero hoy, sus ojos azules delataban el desenlace esperado por la resignación de quien sabe que la mayoría de los pacientes con un tumor como el mío no sobreviven más de un año.
El anciano de la cama de al lado dormía plácidamente. Creo que todavía no lo había visto despierto. Quizá él estaba aún más cerca de la muerte que yo, pensé. Tenía un gesto placentero, casi sonriente. En ese momento deseé con todas mis fuerzas tener un poco de la paz que acariciaba su rostro. Su respiración entrecortada puso ritmo a nuestro encuentro.
La doctora señaló la silla que había al lado de mi cama, como pidiendo permiso para sentarse. Asentí, siendo consciente de que cuando se levantara de esa silla, nada sería igual. Todavía podía aferrarme a la dulce ignorancia que luchaba contra el mensaje que me había revelado la tristeza escondida en palabras del anestesista. En esos últimos segundos, pensé, todavía era dueño y protagonista de esa vida que se me había escapado entre los dedos, casi en un suspiro, sin darme cuenta de lo vivo que realmente estaba.
Nos miramos.
Qué difícil debía de ser para ella, entrar en la habitación de una persona y pronunciar las palabras de la sentencia de su limitado futuro. Cuántas veces al día tendría que repetir esa tortura. Cuántos pacientes, madres e hijos recordarían su cara, no por la belleza de sus ojos, sino por ser el último rostro que vieron antes de que comenzara el principio de su fin.
Decidí concederle una tregua, no podía ser fácil. No quería que se sintiera mal al decírmelo, en definitiva, yo ya lo sabía. Además, gracias a ella había vuelto a caminar.
-Es el peor de los que podían ser, ¿verdad? Un glioblastoma. -Esto último casi lo pronuncié para mí mismo, como un susurro, temeroso de que la realizad me golpeara más fuerte si lo pronunciaba en voz alta.
Ella asintió.
-Un año entonces. Más me vale que me de el alta pronto.
No todas las veces que reímos es de felicidad. En verdad, uno puede reírse por muchas cosas. La risa que rompió el ambiente lúgubre de mi habitación fue una risa de alivio. Ella, aliviada por cómo le había quitado el peso de comunicar semejante diagnóstico. Yo, aliviado por la nueva claridad que me había otorgado el pronunciarlo.
-Ya veo que ha recuperado la movilidad en la pierna, le daremos el alta mañana.
Esa misma noche, la respiración del anciano cambió. Me acerqué a su cama y, de pronto, abrió los ojos y me cogió de la mano.-Yo me voy tranquilo. ¿Y tú? -me dijo- Esa doctora te ha regalado un año, es el mejor regalo, el tiempo. Úsalo bien, nunca nos lo devuelven.Fue la primera noche que pude dormir tranquilo. Después de tantos días de incertidumbre, de dudas, de sentir cómo me estaba asomando al borde de un abismo sin fin, encontré paz en las palabras del anciano. Me habían dado un propósito.
Cuando amaneció, su cama estaba vacía. Sonreí. La suave luz rosa, casi de algodón, iluminó el principio de mi viaje. Hice mi maleta y me vestí, con mimo, disfrutando cada momento. El tacto conocido de mi ropa sobre la piel, la suavidad de los calcetines, el sonido de los cordones de los zapatos al hacer el doble nudo de siempre.
Unas horas más tarde vino mi doctora con los papeles del alta. Esta vez sus ojos sonreían, una mezcla de cariño y de admiración.-¡Ya está preparado! -exclamó.-Sí, no tengo tiempo que perder. -Guardé lo que me entregó en la maleta y dirigí mis pasos hacia la salida.-¿Qué va a hacer? -me preguntó. Desde el marco de la puerta, respondí a su pregunta con la determinación que conceden las nuevas oportunidades:-Vivir.
Un año después, un desconocido tocó a la puerta de la consulta de la neurocirujana.
Al principio ella no lo reconoció, pero cuando se acercó lo supo. Le traía un paquete.
-Él me pidió que le trajera esto… -Una lágrima rodó por su mejilla y se deshizo al chocar con la mascarilla. -¿Ha fallecido? -preguntó la doctora. -Sí, pero debo darle las gracias. Recuperé a mi padre gracias a usted.
En la comodidad de su casa, tras una larga jornada, la doctora abrió el paquete con cariño.Era un calendario. Pero no del nuevo año que empezaría en unos días, si no del año que terminaba. Todos los días estaban llenos de actividades, visitas, viajes… Lo acompañaba una nota:
“El día que pensaste que me quitabas la vida, de alguna forma, me la devolviste. Pude volver a caminar, así que fui a buscar a mi hijo, que hacía tiempo que se había marchado de nuestra vida. Caminando, acompañé los primeros pasos de mi nieta. Acompañé a mi mujer en los largos paseos que le encantaba dar por la playa, para los que yo nunca tenía tiempo, pues siempre encontraba algo aparentemente más importante con lo que ocuparme. Encontré, en definitiva, todo aquello que había perdido. Lo importante.”
Desde entonces, en la casa de la doctora, hay una pared en la que nunca pasa el tiempo. Una pared en la que nunca se cambia el calendario. Le sirve de recordatorio para sus próximos pacientes y, por su puesto, para ella misma.
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